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ERNEST HEMINGWAY X E. L. DOCTOROW

 Por E. L. Doctorow

Ernest Hemingway trazó las estrategias de su arte en las primeras etapas de su carrera y se mantendría fiel a ellas a lo largo de toda su vida. Según éstas, al redactar un relato evitaría hacer mención de su problema central; al escribir una novela, la situaría geográficamente y, en la medida de lo posible, tendría en cuenta la hora en que sucedían los hechos en cada página; construiría las frases de modo que provocaran una emoción, pero sin anunciarla, sino relatando de manera precisa la experiencia capaz de causarla. Lo que logró con todo eso fue un arte riguroso de vasto poder, si bien se adecuaba más a ciertas emociones que a otras. Era, sin duda, un genio, pero de esos que anuncian sus límites. Los críticos se dieron cuenta de ello desde el primer momento, no obstante lo cual, en la década del ‘20 y con las miras puestas en el futuro, se unieron a sus lectores para convertirlo en el escritor de su tiempo. Su material era original. Conmovía. Cada página de clara prosa encerraba un juicio implícito sobre todo cuanto se había escrito hasta el momento. La voz de Hemingway detestaba la afectación, la hipocresía y la retórica que estaban en boga.

La fuente de su material y el manantial que alimentaba su imaginación era su propia vida. Las cuestiones que pertenecen al ámbito intelectual –la historia, el mito, la sociedad– no venían al caso. Era lo que veían sus ojos y lo que su corazón sentía aquello que acrisolaba en el molde de la ficción. Por lo tanto, vivió su vida con el único objetivo de ver y sentir lo más posible. No existía ningún lugar de la Tierra donde no se sintiera como en su casa, salvo, quizá, su propia tierra natal. El provincianismo de sus padres, que eran del Medio Oeste, convirtió la independencia en una salida fácil para él. Se casó joven y engendró un hijo –las circunstancias tradicionales para sentar cabeza–, y partió hacia Europa con su familia en busca de emociones. Esquió en los Alpes austríacos; cogió el tren hacia París para asistir a las carreras ciclistas o a los combates de boxeo; cruzó los Pirineos para presenciar las corridas de toros, y realizó precipitadas escapadas a las aldeas serranas para pescar o ir de cacería. También en Estados Unidos iba y venía en coche entre Idaho o Wyoming y Florida, y nunca alquilaba una casa donde vivir por más de una temporada. Se divorció y volvió a casarse, y tuvo más hijos, antes de adquirir una propiedad en Cayo Hueso. Pero la pesca era más emocionante en Cuba, y había una mujer a la que amaba en secreto y que se convertiría en su tercera esposa... y así sucesivamente. Fue Flaubert quien dijo que para poder crear su obra un escritor ha de establecerse en un lugar tranquilo, arraigado en el aburrimiento. Hemingway, en cambio, vivió en una suerte de nomadismo frenético, pero la obra fue surgiendo de él. Por las mañanas, sentado ante cualquier mesa que encontrase en una habitación alejada de donde estaba su familia, escribía a mano cuentos, narraciones y novelas.

A medida que su fama iba en aumento, era capaz, en este o aquel remoto paraíso que había encontrado, de acabar con su soledad llamando a su lado a amigos o colegas de otras partes del mundo. Y éstos acudían, a pesar de los inconvenientes que tuvieran, para pescar, cazar o cabalgar con él, pero sobre todo para beber en su compañía. Tenía amigos deportistas, amigos militares, amigos que eran célebres, amigos literatos y amigos del bar de la localidad. Siempre estaba haciendo amigos y rompiendo amistades, imaginando afrentas, con la guardia alta como un campeón de los pesos pesados. La gente, en su mayoría, permanece tranquila en el mundo, y vive en él con tiento, como si no le perteneciera. En cambio, Hemingway lo consumía con voracidad. Personas de todas las clases sociales se sentían atraídas por su conducta, y por la jactanciosa, encantadora o agresiva puerilidad de sus hábitos, así como por la celebración ritual de sus apetitos.

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