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El cuento por su autor

Tengo especial debilidad por los cuadernos de notas. No me refiero tanto a la agenda social del escritor (hoy comí con A, hoy viajé a X, hoy vi a B), como a la práctica constante del apunte: observación, reflexión, laboratorio. Traduje hace años los Cuadernos norteamericanos de Nathaniel Hawthorne, que resultan toda una usina de ideas. Me pareció necesario que se tradujeran los de Chejov (La Compañía). Vuelvo a menudo a los de Henry James o a los de Jules Renard, un escritor subvalorado. Y a los de Somerset Maugham: A Writer’s Notebook.

Los cuadernos de Maugham son un pozo inagotable: desde páginas acerca de la literatura rusa cuyo boom ocurrió a su juicio en un momento especial (“el mundo estaba desilusionado con la ciencia... Schopenhauer y Nietzsche habían perdido su novedad y había una gran masa de personas educadas que se interesaban en asuntos metafísicos”) hasta reflexiones agudas (“el amor que dura más es el amor nunca correspondido”) o esbozos y gérmenes de historias, como el caso de dos hermanos, uno que es pintor y el otro médico.

“El pintor estaba convencido de su talento. Era arrogante, irascible y vanidoso, y despreciaba a su hermano tratándolo de filisteo y de sentimentalista. Pero ganaba muy mal y se habría muerto de hambre a no ser por el dinero que su hermano le daba. Lo más curioso de todo es que, por más extraño que fuesen su temperamento y su apariencia, pintaba unos cuadros realmente muy bonitos. De vez en cuando se las arreglaba para exponer y siempre vendía un par de óleos. No más que eso. Al fin el médico tomó conciencia de que su hermano no era realmente un genio, sino un pintor de segunda categoría. Fue muy duro para él, después de tantos sacrificios hechos. Mantuvo el descubrimiento en secreto. Al morir, le legó todo a su hermano. El pintor halló en la casa del médico todos los cuadros que durante veinticinco años había vendido a compradores anónimos. En un comienzo no entendió lo que pasaba. Después de pensar un poco tropezó con la explicación: el muy astuto había querido hacer una buena inversión.”

En la página 226 de la edición en inglés del Cuaderno de notas de Maugham –que obtuve usada y por monedas en la avenida Corrientes– está el origen de mi cuento “La carta vendida”, que sólo debe a Edgar Allan Poe una parte del título y que forma parte de mi nuevo libro de relatos, Lo inolvidable, editado en diciembre pasado en España (por Páginas de Espuma) y a editarse en Argentina en abril de este año.

“Dos hombres jóvenes trabajan en una plantación de té en las colinas y deben ir a buscar el correo lejos de allí, de modo que lo reciben en intervalos más bien largos. Uno de ellos, llamémoslo A, suele recibir más cartas, diez o doce, a veces más, mientras que el otro, B, jamás recibe ninguna y suele mirar con envidia a A, hasta que un día, yendo a buscar el correo, le propone: ‘Te daré cinco libras si me dejas leer una carta’. ‘De acuerdo’, dice B y, cuando llega el momento, A escoge una de las cartas para B. De noche, mientras beben whisky con soda, A pregunta qué noticia traía esa carta. ‘Asunto mío’, responde B. Discuten, se pelean. A hace todo lo posible porque B le muestre la carta, pero B sigue negándose. A la larga, muy ansioso, A le propone B: ‘Acá están las cinco libras, dame de nuevo la carta’. ‘Ni loco’, contesta B. ‘Yo pagué por ella, es mía.’ Eso es todo”, dice la entrada que data de 1938. Y nada más. El resto es silencio de Maugham y culpa enteramente mía.

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