VERANO12 › ESTHER CROSS

Fantasmas del futuro

Ibamos por la ruta 33, del pueblo al campo. Manejaba mi abuelo, que había ido a vernos para recobrarse de la muerte de mi abuela. Llegó en el Chevallier de la tarde y fuimos a buscarlo a la terminal con mi padre. Mi abuelo lo saludó con una palmada, levantó a mi hermano más chico, abrazó a mi hermano mayor y a mí me concedió una atención especial porque era la única chica y me dio un beso. Hacía años, comentó, que no venía al campo, y mi padre asintió, pero la paz entre esos dos duraba poco. Esa vez discutieron porque mi abuelo quería manejar y mi padre dijo “ya empezamos”. Era cierto. Algo empezaba cada vez que aparecía el viejo. Ese día en la ruta fue distinto. Mi abuelo perdió la memoria en el camino. Dejó parte de ese viaje con nosotros hundido en el olvido.

Fue una sorpresa; la amnesia siempre lo es, según dicen. Nadie la hubiera predicho al verlo bajar del Chevallier. El viejo estaba saludable, excitado y bien vestido como siempre. Dijo que le dolía la cabeza porque el chofer del micro había roncado todo el camino y que viajar al interior le daba un poco de jet lag. Miraba una vez y otra el espejo retrovisor, como si nos estuvieran siguiendo, como si estuviésemos escapando, como si se estuviera dejando algo que después le haría falta. Pasamos una jaula de hacienda y se abalanzó sobre el volante. Vimos los novillos hacinados en el remolque y, sobre la patente, el cartel fileteado que decía Ulises, el Capo. “¿No usabas anteojos para ver de lejos?”, le preguntó mi padre a mi abuelo, que respondió “es cierto pero no los necesito porque el campo no queda lejos” y se rió con su risa contagiosa. Después, cuando pasó todo, mis hermanos y yo nos acordamos de su broma y pensamos que había sido una ironía presentida. Si hubiera sabido lo que estaba por pasarle, lo que a lo mejor ya le pasaba, habría actuado de otra forma.

Mi abuelo no creía en Dios pero cuando mi abuela agonizaba salió a buscar un cura que le diera la extremaunción alegando que ella hubiera querido eso. Mi abuela estaba en coma y respiraba como una esponja, pero mi abuelo le confería poderes e intenciones y se designó su embajador. Pedía cosas de su parte y fue en su nombre que solicitó un sacerdote para el entierro. Después mi abuelo entró en la etapa desafiante. “¿Por qué, con todos los malos bichos que hay en esta vida?”, decía, en la mesa, cuando menos te lo esperabas, seguro de que podías completar la pregunta –y de que eso le daba la razón– con un resentimiento que lo llenaba de fuerza. Entonces volvía a su buen humor de siempre y seguía comiendo, como si nada. Podía arruinar almuerzos y reuniones. Mi padre decía que su padre no tenía límites. Pero esa tarde en la ruta tuvo un límite. Se lo puso su propia cabeza.

Habíamos salido del pueblo hacía unos minutos. Mi padre y mi abuelo hablaban sin mirarse. En el auto no parecía raro; podías pensar que estaban atentos al camino, pero ellos siempre hablaban así. Mi madre decía que estaba bien porque un cruce de miradas era suficiente para que se trenzaran. También explicaba la costumbre diciendo que mi abuelo y mi padre se habían pasado la infancia de mi padre en el cine, mirando la pantalla, y había quedado el hábito. Cuando fueron al entierro de mi abuela en el remise de la casa funeraria también habían hablado así, mirando el cementerio al final de la avenida.

Al bajar del Chevallier esa tarde, mi abuelo se había empeñado en manejar. La idea se le ocurrió en cuanto vio el auto nuevo de mi padre. “Hace años que no manejo”, dijo, para que mi padre lo entendiera. “Justamente por eso”, le retrucó mi padre.

Pero mis hermanos y yo abogamos por mi abuelo. Desde que había enviudado, sus manías nos parecían más graciosas, y a veces atendibles. No había nada que él pidiese que mi madre no le diera. “Tampoco tiene que abrazarte así”, decía mi padre, enojado con mi madre. El viejo aprovechaba para hacer lo que quería. “Toda la vida toleré que me marcaran por ser hijo único –decía mi padre–, pero ¿alguien se puso a pensar en lo que es ser el único hijo de este malcriado?”, preguntaba, con una sonrisa que borraba con el humo mientras fumaba, porque siempre fumaba. “¿Acaso me gusta ser el padre de mi padre, que es como ser mi propio abuelo?”, seguía. Después había llegado el verano y nos habíamos ido al campo y mi padre parecía un hombre nuevo. Pero ahora mi abuelo había venido a visitarnos, estaba al volante y nos llevaba directamente, sin escalas, a su olvido: una laguna de horas que iba a tragarse ese viaje, con nosotros incluso, en su profundidad.

La pulseada fue breve. De un lado estaba mi padre. Del otro, mi abuelo y nosotros tres. Ganamos. Mi padre nos dejó ganar. Hizo una reverencia exagerada para cederle su lugar a mi abuelo y se sentó al lado. Mi abuelo nos agradeció el apoyo con la promesa de “castigar esa ruta”. Mi padre cerró la boca. Aunque no dijera nada, te dabas cuenta. Su silencio latía, cargado.

El viejo tocó todos los botones y palancas. A mi padre la nuca se le ponía colorada, y eso era una señal inequívoca de enojo. Mi abuelo pisó un pedal, saltó un chorro de agua y tuvo que prender el limpiaparabrisas. Aunque sabía que la radio sólo captaba la emisora zonal, paseó el dial por todos los canales. Tiró de la manija que abría el capó y mi hermano mayor tuvo que bajar para cerrarlo de nuevo. Acomodó el espejo. Tanteó los bordes del asiento para empujarlo hacia atrás. Con la mano en la palanca del piso, hizo todos los cambios. Probó la baliza y las luces. Abrió y cerró la guantera. Le preguntó a mi padre para qué tenía una linterna si no tenía pilas.

Desde donde estábamos, se veía el cartel de la estación de Isaura, a la salida del pueblo. Mi abuelo pisó el acelerador, dijo “ahí vamos”, dimos un par de corcovos y avanzamos por el Boulevard Roca a una velocidad lenta, directamente fúnebre, que ni siquiera merecía el nombre de velocidad. Aceleró un poco cuando dejamos atrás la Antigua Casa Galver. Tomamos la ruta 33, aunque tuvo que corregir la dirección cuando mi padre le avisó que íbamos para el otro lado. “Arre”, decía el viejo. El viento caliente te golpeaba los oídos. Levantaba humaredas de polvo a lo lejos.

Cuando nos acercamos a las vías, aminoró la marcha. Mi padre le dijo que podía seguir porque el tren estaba fuera de circulación hacía años. “A las armas las carga el diablo y a las vías también”, le explicó mi abuelo y nos contó que había trenes que aparecían desde la nada, como fantasmas del futuro. Entonces se quedó mirando, con los ojos entornados, como si viniera algo que solamente él podía ver. En ese momento nos dimos cuenta de lo raro que estaba, nos quedamos con una parte de él que no era él estrictamente hablando.

Mi abuelo apagó el auto. Nos miró como si estuviera bajando del Chevallier, y quiso saber dónde estábamos. Así empezó la serenata de preguntas. Dónde estamos, a dónde vamos, qué hacemos. Momentito, qué hacemos, a dónde vamos, dónde estamos, de dónde venimos, de qué se ríen, por qué me miran así. Hay preguntas que trascienden todas las respuestas. Es una de las cosas que aprendimos esa tarde.

Esa noche, cuando pasó todo, volvimos al campo, lejos de la ruta y de la clínica García Salinas. Estábamos en el jardín, eran las 9 de la noche pero había luz. El auto estaba en el galpón, mi padre estaba más tranquilo y mi abuelo había vuelto a ser mi abuelo. Ya estábamos lejos de la sala de emergencias, de la puerta vaivén, del llanto de un bebé. Mi abuelo no se acordaba de que había manejado, de la jaula de hacienda que decía Ulises, el Capo, de la enfermera que tuvo que repetirle diez veces que se llamaba Irma. El médico nos había dicho que el electroencefalograma de mi abuelo era normal y las radiografías eran normales. Era un médico joven que se llamaba Omeya. Tenía el nombre bordado en un bolsillo y zapatos gastados, de hombre mayor. En esa época no existían las tomografías computadas pero en el pueblo no hubiera habido tomógrafos aunque hubiesen existido y el cerebro de mi abuelo, visto en rebanadas, tampoco hubiera registrado nada anormal.

Sentado en el jardín, el viejo nos preguntó qué había pasado. “Estuve en otro mundo”, nos dijo, levantando la mano, “lo malo es que no sé en cuál”.

Algo podíamos adivinar de ese mundo desde el que nos hablaba mientras estaba perdido. Desde ahí preguntaba con esa voz cansada, y nos miraba estirando las manos para aferrarse a la orilla de lo real. En ese mundo gobernaba nuestro mismo presidente –recordaba también el nombre del vicepresidente cuando el médico de guardia lo interrogó–. Las caras y las cosas se deshacían en cuanto dejaba de mirarlas porque cuando no las veía ya no sabía que estaban. El doctor Omeya había hecho preguntas y mi abuelo había contestado bien. Había levantado los brazos con las palmas de las manos hacia arriba. Había caminado con un pie delante de otro, como un equilibrista. Se había tocado la punta de la nariz con los ojos cerrados; había hecho cada cosa. El viejo había hecho todo lo que le decían porque se había transformado en un hombre dócil –para resistir, hay que recordar–.

Cuando paró el motor, cuando hizo esas preguntas terribles –preguntas filosóficas, dijo mi madre después– mi abuelo se había dado cuenta, de pronto, de que le faltaba algo. “¿Dónde está Elsa?”, dijo. “¿Y su abuela?”, nos preguntó. “¿Cuándo viene Elsa?”, le dijo a mi padre. “¿Dónde está tu madre?”, le gritó. Mi padre se bajó del auto, ayudó a bajar a mi abuelo, y se lo llevó a un lado. Vimos que hablaban. Después mi abuelo abrazó a mi padre. Por la ruta pasaba un carromato de cosecheros. Mi abuelo lloraba como una criatura. Durante todo el viaje a la clínica nos preguntó por la muerte de mi abuela. Tuvimos que contarle la larga enfermedad y la internación varias veces.

Cuando llegamos a la clínica García Salinas nos sentamos en los bancos de la Sala de Guardia a esperar que llegara el doctor Omeya. Mi padre le preguntó a mi abuelo qué le pasaba, yendo y viniendo, y el viejo repetía “no sé, no sé, no sé”. Podían colgarlo de un gancho cabeza abajo, arrancarle las muelas, romperle el elástico del cuerpo que sólo podría decir que no sabía, sólo podría decir la verdad. “Me preocupa”, nos dijo mi padre, para justificar el enojo. “Sólo sé que no sé nada”, dijo mi abuelo y ese chiste le hizo pensar a mi padre que su padre podría regresar.

Cuando volvió a ser el mismo de siempre, lo matamos a preguntas. Lo último que recordaba era la cantidad “impresionante” de gente que había en Constitución, cuando fue a tomar el micro. De Constitución saltaba a esa noche, en el jardín, con nosotros. En el trayecto, no había llegado, no habíamos ido a buscarlo, no le había echado el ojo al auto de mi padre, no se había dado el gusto de manejar, ni siquiera había perdido la memoria y no había recibido por segunda vez la noticia de la muerte de mi abuela. Dicen que el presente está grávido del porvenir, pero ese día el presente de mi abuelo había estado, en cambio, grávido del pasado.

El médico de la Clínica García Salinas nos acompañó hasta el auto. Mi padre acomodó su asiento, enderezó el espejo y nos fuimos. Pasamos por la Casa Galver y la estación de Isaura, pasamos por el cruce de las rutas 5 y la 33, por el altar donde había chocado, hacía unos años, Buby Forte –el cantante regional que había dejado varias viudas– y tomamos la ruta. Habíamos pasado tantas veces ese día por esos lugares que nos estábamos volviendo profesionales.

Después mi abuelo se sentó en el jardín, mirando el campo. Se oían los sapos de la laguna. Fue entonces cuando dijo que había estado en otro mundo pero no sabía en cuál. Esos episodios les pasan a pocas personas y nuestro abuelo fue uno de los elegidos. ¿Dónde estuvo mientras estaba con nosotros? Había sobrevivido a eso que ni siquiera puede imaginarse. ¿No era una especie de viajero de la dimensión desconocida? Todavía había luz y brillaba el lucero. Mi padre salió de la casa, fumando. Largaba hilos de humo blanco que se deshacían en el aire. Le dijo que tenían que entrar. Fueron a la casa y al rato los vimos sentados en la sala, mirando por la ventana, las lámparas prendidas.

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Imagen: Ana D’Angelo
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