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El cuento por su autor

A comienzos del año pasado, en un contexto sociopolítico tan diferente del actual, terminé una novela situada en la cárcel de la última dictadura. Mi intención era explorar en ella la esencia de lo que vivimos las mujeres presas en ese lugar de represión física y simbólica en el que el espacio y el tiempo, el afuera y el adentro se fundían en un solo plano de “realidad irreal”. No me interesaba, en la trama, abrumar con las rutinas ni las descripciones de lo cotidiano, sino abordar las líneas de fuga: las historias de las mujeres encerradas cohabitando con las historias de los que eran secuestrados y asesinados afuera. Las noticias nos llegaban semana a semana. Desaparecidos y muertos integraban nuestro imaginario, así como las cartas que recibíamos de nuestras familias hacían de todas las familias una sola. Y como lo mío es esa forma de verdad de la mentira que desde los griegos llamamos ficción, se me fue armando en el alma, en la pantalla del monitor, en la cabeza y finalmente en el papel una novela donde el tránsito entre vida y muerte se difumina y decenas de historias enlazan unas vidas con otras. Consciente de correr todos los riesgos –un absurdo sinsentido me acechaba en cada párrafo–, salí en busca de auxilio y lo encontré en el recuerdo –y las tantas relecturas– de aquel libro extraordinario de Juan Rulfo que es Pedro Páramo. En ese mundo donde la muerte y la vida son casi inescindibles, la voz de Damiana Cisneros guió a Leonora, mi disfuncional narradora, aunque pagué un precio: me costaba demasiado desprenderme de ciertos giros y expresiones en las partes en las que, según Damiana, actuaban y actúan los que están del otro lado. Corregía, argentinizaba por así decirlo. Hasta que un día me pregunté por el porqué de tanta prolijidad, y dejé el texto como estaba, con esas mejicaneadas que seguramente no engañan a nadie, que no quieren ser más que homenaje a ese amigo que nunca conocí, a Rulfo. Como tantos, creía que la desaparición forzosa ya era parte de una realidad histórica consensuada, superada la etapa en la que emergía principalmente como objeto de denuncia; me equivocaba. Sin embargo, aun en medio de este tiempo canalla en que lo pérfido del negacionismo quiere hacer desaparecer de nuevo a los 30.000 compañeros desaparecidos, todavía me embarga aquella percepción carcelera que me decía que están entre nosotros más que nunca. Para qué decir que La hora del silencio –la larga ficción de la que bajo el título de “Tal palo, tal astilla” he recortado las dos historias que junto en el cuento–, es una novela argentina, que habla a su modo de la persistente memoria argentina; no creo que para ello sea preciso apelar de continuo a las formas de nuestro coloquialismo: basta con no simular credulidad ante la estupidez entronizada como revolución de la alegría por aquellos que sí están del todo muertos, y ni siquiera lo saben.

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