VERANO12

MISTER S

Necesita despertador para levantarse a las cinco de la tarde. Tiene tres kilos de oro enterrados en una isla. Masca un cigarro apagado para no cohibir a sus visitas fumadoras. Navega horas y horas cada noche descubriendo maravillas inesperadas en Internet. Mientras tanto, publica libros como el último, Piratas, fantasmas y dinosaurios, donde conviven historias de un padre imaginario, viajes en moto y en avión, iconos de la literatura, ciertos odios insoslayables y un personaje magistral que se perfila para ser el eje de otra: el míster Peregrino Fernández, ciudadano del mundo.Ese era el mundo de Osvaldo Soriano poco antes de su muerte, hace ya diez difíciles años.

–¿Usted heredó ese antiperonismo?

–Yo tenía sensaciones contradictorias. Tengo muy presente un episodio de mi infancia, debe haber sido 1954, cuando en todas las escuelas estaban colgados los cuadros de Perón y Evita y cantábamos “Evita Capitana” todas las mañanas. La maestra me hizo pasar al frente a dar lección, sobre San Martín y el Ejército de los Andes, me acuerdo. Y yo, que no sabía un carajo a la vela, dije con toda alevosía lo siguiente: “El general San Martín hizo hazañas por la Patria que sólo el general Perón pudo repetir, para liberarnos”. Todavía puedo ver la expresión de la maestra, dudando entre decirme: “No contestó la pregunta. Tiene un cero”, con el riesgo de que yo fuera a denunciarla a la dirección, o lo que me dijo finalmente: “Andá a sentarte. Tenés un diez”.

Pero, por otro lado, yo oía los discursos de Evita y sentía que estaba de nuestro lado, que nos defendía a nosotros. Lo mismo pasó cuando, a los trece años, trabajé en la cosecha de la manzana en el valle del Río Negro. Me acuerdo de una huelga fiera, de esas en que uno no volvía a su casa, se quedaba aguantando en la fábrica, se dormía ahí, junto a las fogatas. Estaba amaneciendo y uno de los obreros, trotsko seguramente, gritó: “¡Los cosacos! ¡Vienen los cosacos!” Y ver venir doscientos milicos a caballo, dando palo a diestra y siniestra. Claro, era el alzamiento de Valle y el Ejército pensó que nuestra huelga era parte del levantamiento.

–Usted ha declarado que nunca pudo ser peronista.

–Mucha gente cree que soy, o que fui. Pero también hay peronistas, como Favio, que dicen que soy un gorila furibundo. Nunca me gustó Perón. El último Perón se parece a Menem: cuando desautorizaba a peronistas históricos y nombraba gorilas históricos en su reemplazo, como hizo con Obregón Cano en Córdoba. O con el intendente de un pueblo cerca de Tandil: uno de esos tipos de ley, que había ido sistemáticamente en cana con cada golpe desde el ’55 y que, en las elecciones del ’73, se presentó y arrasó, claro, con el 90% de los votos. Y, de un día para el otro, le apareció en la oficina uno de los gorilas que había destrozado bustos de Evita y le dijo: “Vos no sos más intendente porque no sos peronista”. “¿Cómo me decís algo así justamente vos, que rompiste los bustos de Evita?” “Yo soy peronista. Lo dice este papel. Vos sos marxista. Usás el peronismo para disimular.”

–¿De ahí viene el retrato que hace de las facciones de izquierda y derecha peronistas en No habrá más penas ni olvido?

–Mi idea fue hacer una versión picaresca de algo que en la realidad era mucho más miserable. Y no fue un libro fácil de tragar en esa época. Me acuerdo cuando se lo di a leer a Galeano. Estábamos en una oficina. El señaló el tacho de basura y me dijo que ése era el mejor lugar para el libro. Gelman, cuando lo leyó, meses después, me dijo que le resultaba muy ingrato. Le parecía bueno, pero difícil de tragar. Desde el comentario de Galeano (que dice que yo exagero, que él jamás fue tan drástico, y es cierto que al releerla le gustó mucho) al de Juan, no pude escribir una línea: necesité un Gelman para empardar y sentir que valía la pena intentar publicar el libro. Estoy hablando del año ’75. No había mucho margen para el humor o la sátira sobre esos temas.

Pero no por eso voy a lavarme las manos hoy por lo que creía en aquella época. Yo tenía mucha más simpatía por la guerrilla que por el peronismo de López Rega.

–¿Por Montoneros?

–El ERP me inspiraba más respeto que Montoneros, pero eran mucho más cerrados. Yo estuve escritorio de por medio durante un año en La Opinión con un cuadro del ERP y nunca lo supe. No lo sospeché siquiera. Con los Montoneros, en cambio, sabías. No te lo decían abiertamente, pero te pedían cosas, que les ayudaras a redactar un documento... Los del ERP eran más serios; no confiaban en nadie de afuera de la organización.

Además, yo tenía amigos montoneros. Cuando me fui de La Opinión al diario Noticias, había que ser muy ingenuo o simularlo para no darse cuenta. Creo que todos, o casi todos los de mi generación tuvieron en algún momento simpatía por la guerrilla. Aunque confesarlo en esta época sea a pura pérdida, no tengo empacho en decirlo.

–A pura pérdida frente a los que no simpatizaban entonces. Pero no frente a los que simpatizaban en aquel entonces y ahora tienen amnesia.

–Un amigo me dice siempre: “Entendelo, Osvaldo, la batalla se perdió”. La dictadura universalizó el miedo a aquella época. Acá no hay, ni habrá, debate sobre lo que pasó en los ’70 porque se teme que el debate encienda de nuevo las posiciones de aquellos años. Sabato es el Sarmiento de este siglo. El es esa Argentina superlativa, bella, prudente... No yo; no nosotros. Pero a mí me queda la posibilidad de ser más sincero que Sabato. Decir: “Yo me mandé mis cagadas”. A eso me refiero cuando digo a pura pérdida. A no caer nunca en el procerato, esa cosa que tanto me molesta en Sarmiento. El otro día Sabato dijo por televisión que quienes lo criticamos “le estamos matando a Matilde”. A ese extremo es capaz de llegar.

Desde hace cinco años Soriano viene visitando en sus textos historia argentina, como si buscara ahí las respuestas que no le da el presente. Dice, por ejemplo, que sería un lector ávido de todo libro que se escribiera sobre los ’70. Y se mosquea un poco cuando se le sugiere que tal vez él es uno de los que deban escribirlos. Dice que sus artículos sobre los próceres del siglo pasado no les gustan a los historiadores, que es difícil entrarle a la historia cuando fragua a sus personajes en prototipos.

Mientras tanto, podría retratarse con bastante justicia al Soriano de hoy como un hombre despierto en mitad de la noche, buceando simultáneamente en el pasado a través de la historia y en el futuro a través de la Internet.

–Su entusiasmo con la informática es un poco contradictorio. Por un lado se fastidia con sus colegas escritores que desdeñan lo que ofrecen las computadoras y, por el otro, muestra desdén por los “informáticos”, como Negroponte.

–Lo que pasa es que la informática es el último reducto del Sueño Americano: ese terreno donde sin capital, a pura cabeza y pálpito, un tipo puede hacerse rico, o hacer historia, de la noche a la mañana. Pero al mismo tiempo aparecen enseguida los que vienen a vender espejitos de colores. Negroponte es uno de ésos.

–¿Qué cosas le gustaría que tuviera su computadora y todavía no existen?

–Un programa corrector que me proponga opciones según el género que uno esté escribiendo. Uno lo pone en “Periodismo” y el programa le marca cuándo las frases son demasiado largas, o dónde hace falta un punto aparte. Un programa que señale las repeticiones de palabras: no todas, claro, porque cada vez que uno pone el o la estará haciendo pip, pip, pip... Un programa que señale las cacofonías. Hay otras cosas que ya existen en inglés pero no todavía en castellano: dictarle a la máquina y que ella escriba, por ejemplo; o pedirle que lea en voz alta, con el registro que uno seleccione, un fragmento que ya está tipeado.

–¿Es por esa “adicción” a su pantalla doméstica que ya no va al cine?

–Con el cine y con el teatro tengo un problema: yo meo mucho. En una sala tengo que estar levantándome todo el tiempo y molestando a los de las butacas vecinas.

–Todo un problema con sus amigos dramaturgos...

–Qué curioso que los novelistas usemos para nosotros la palabra “escritores” y para ellos la palabra “dramaturgos”, ¿no? Tito Cossa siempre se lamenta de esa falta involuntaria nuestra de camaradería. Yo reconozco que, por esto de ser meón, he visto poco teatro. Hace un tiempo, justamente, le pedí a Cossa que, cuando hubiera una puesta de alguna obra de Armando Discépolo, me acompañara a verla, y fuimos a ver Stefano. Y en esa escena en que el hijo le cuenta a su padre fracasado que soñó con aquello que el padre pudo haber sido y remata diciendo: “Llevabas un traje nuevo, papá”, y el padre le contesta: “Si vos lo soñaste, yo lo viví”, Tito me murmuró al oído: “Hubiera dado un brazo por escribir eso”.

–¿Y por cuáles fragmentos de los libros que ha leído daría usted un brazo?

–Por el “Rajá, turrito, rajá” de Arlt. Por aquella línea de El muerto de Borges: “Suárez, casi con desdén, hace fuego”. He buscado esa línea en traducciones italianas y francesas de Borges... No queda nada; la pulverizan sin remedio. Por una escena de un libro de Chase, que plagié en La hora sin sombra, cuando el tipo entra de noche en su departamento y no quiere que la mina lo vea, y se aterroriza cuando la tiene enfrente, sin darse cuenta de que ella es sonámbula.

Los relatos que integran el nuevo libro de Soriano, Piratas, fantasmas y dinosaurios, rescatan a su manera la narración oral: pueden oírse perfectamente a medida que se los lee. De hecho, los dos relatos más largos son transcripciones de dos voces muy diferentes: la del poeta español Rafael Alberti y la del futbolista Ernesto Lazzati, narrando ambos la historia de sus vidas. El texto final (que probablemente sea el primer capítulo de su próxima novela y que se incluye en estas páginas) abre con el míster Peregrino Fernández –ex futbolista en la Europa de los ’40, ex director técnico en el remoto Sur argentino de los ’60, ciudadano del mundo internado en un rasposo asilo de las afueras de París–, diciéndole al lector: “Imagínenme así: un metro setenta y cinco, más bien flaco, bigote ancho como el que llevaba mi abuelo a principios del siglo”.

–¿Su próximo libro va a ser de fútbol?

–Pasto para los enemigos, ¿no? El fútbol nunca funcionó como tema de libro. Carece de la épica que tiene el box, por ejemplo. Pero con el Míster hay una punta: eso de contar la historia del siglo a través de él. Los nazis ocupando Francia y el Míster jugando en un club con papeles truchos, de un judío polaco justamente. Y además la posibilidad de la novela episódica, por entregas, en las contratapas que voy haciendo para el diario.

–El título que lleva la traducción al italiano de Cuentos de los años felices, “Pensar con los pies” (Pensare con i piedi), ¿fue para privilegiar los relatos futbolísticos que hay en el libro por encima de los otros?

–Así es. A mí no me convenció el cambio de título, pero a los italianos les gustaron mucho más los relatos de fútbol que los del padre. Cuando me dieron el Premio Scanno, este año, pasó algo muy gracioso. Este premio lo entrega una familia de nobles desde hace tiempo inmemorial. Y toda la ceremonia es una cosa ritual, pomposa y simpática al mismo tiempo, como son los tanos. Yo llegué al castillo y me recibió este señor feudal, que estaba mamado de la mañana a la noche, pero sin perder la línea en ningún momento. A cada rato me decía: “Professore, ¿le molesta?” y se zampaba otro vaso de whisky. La cuestión es que todo el pueblo se reúne para la ceremonia, que la transmite la RAI. Porque es un premio que se entrega a las distintas disciplinas, y lo curioso es que los tres kilos de oro van para el escritor; los demás reciben una medalla, sean científicos del carajo, modelos despampanantes, actores, diseñadores de moda...

Y cuando estaba todo listo, la conexión para transmitir por satélite, todo, el presentador (un tipo de lo más serio, que se había leído todos mis libros para la ocasión) dice: “Ahora esperamos la señal, lo hacemos rapidito y nos vamos todos a ver el partido”. Porque esa noche jugaba el seleccionado italiano por las eliminatorias.

De manera que, con el libro del Míster, con los tanos voy sobre seguro.

–Y quizá vuelva a ganar otro premio en oro. A propósito, ¿qué hizo con los lingotes?

–Lo que corresponde en estos casos: los enterré en una isla. ¿Qué cazzo iba a hacer?

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