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Douglas Sirk, un alquimista capaz de convertir el barro en oro puro

El lanzamiento de un puñado de films, en su mayoría culebrones, permitirá descubrir a un cineasta admirado por Fassbinder y Almodóvar.

 Por Horacio Bernades

Cómo dignificar los peores materiales: ésa parecería ser la más perdurable lección que Douglas Sirk legó a sus sucesores, con poco éxito por cierto. Lo cual termina siendo lógico para este hombre que hizo del fracaso uno de sus temas favoritos. Pero la lección sigue allí, como permite comprobar una serie de recientes ediciones en video. Nacido en Hamburgo en 1900 (su verdadero nombre era Hans Dietlef Sierck) y fallecido en Suiza en 1987, cuando Sirk huyó del nazismo tenía detrás una considerable carrera como director de teatro, y otra incipiente, como cineasta. Hombre de cultura, formación y sensibilidad europeas, como director de cine Sirk se desarrolla casi enteramente en Hollywood, desde comienzos de los ‘40 hasta fines de la década siguiente, cuando decide retirarse por propia voluntad.
Probado, como todo director de Hollywood, en los más diversos géneros –desde la comedia hasta el cine de aventuras, pasando incluso por el western–, la verdadera trascendencia de Sirk está dada por un grupo compacto de melodramas (folletines, culebrones incluso) que el cineasta filmó entre 1954 y 1959, todos ellos para la compañía Universal. Es ese núcleo de su obra el que el video local viene rescatando desde hace unos meses, dándole al aficionado porteño la posibilidad de redescubrir a quien la crítica europea –y cineastas tan eminentes y disímiles como Fassbinder, Almodóvar, Scorsese y John Woo– habían revalorizado ya hace tiempo. Los films de Sirk lanzados recientemente son, por orden cronológico, Lo que el cielo nos da (All That Heaven Allows, 1956, editada por RKV), Himno de batalla (Battle Hymn, 1956, editada por Epoca), Escrito en el viento (Written on the Wind, estrenada en su momento como Palabras al viento, 1956, Epoca), Los diablos del aire (The Tarnished Angels, 1957, Epoca; comentada hace unos meses en esta sección) y su última película, Imitación de la vida (Imitation of life, 1958, Epoca). Además de éstas circula en video, desde hace años, una edición de Sublime obsesión (Magnificent Obsession, 1954, Hammer Video). Ahora sí puede decirse, entonces, que Douglas Sirk está en condiciones de ser conocido en la Argentina.
¿Y qué es lo que hay que conocer de Sirk? Básicamente, la fórmula para ser un alquimista cinematográfico, el arte de convertir el barro en oro. Véase si no el material con que trabaja en Sublime obsesión. Un playboy (Rock Hudson, su actor favorito) sufre un accidente motonáutico y es asistido con un respirador. Pero el respirador pertenece a un médico que sufre del corazón, y a quien justo le da un ataque en el momento en que atienden al otro (en la clínica de aquél, por supuesto). Ignorando la muerte provocada, el mujeriego de Hudson (en la ficción, ya que no en la realidad) intenta conquistar a la viuda, pero lo único que logra es provocar un segundo accidente, que la deja ciega. Abrumado por su condición de asesino reiterado e involuntario, Hudson resuelve entonces dos cosas: 1) Dedicarse a la caridad, donando millonadas para salvar a la clínica del embargo. 2) Retomar sus estudios de medicina, recibiéndose a toda velocidad y practicando una operación neurooftalmológica que devuelve la vista a su víctima. Que a la vez, y desde hace unas secuencias, es también su enamorada.
En otras palabras, se trata de uno de esos culebrones inauditos con los que Almodóvar construyó su obra entera. Pero el modo en que Sirk aborda su material es el opuesto exacto al del manchego. En lugar de parodiarlo, lo trata como si fuera el elemento más noble del mundo. Pone a su servicio todo su sentido visual, su respeto a ultranza por las emociones de los personajes, su conocimiento acabado del drama clásico y su apabullante dominio de la puesta en escena. Erradicada toda ironía, el resultado es, créase o no, no sólo una obra de alta emotividad, sino un film mayor. Si Sirk logra eso con semejante punto de partida, qué no hará cuando el argumento le permite poner en tela de juicio, a partir de las leyes mismas del melodrama y gracias a su mirada de extranjero, los usos y costumbres de la sociedad estadounidense. Es lo que ocurre en Lo que el cielo nos da (love story maldita entre una viuda de sociedad y un humilde jardinero), Imitación de la vida (fatal juego de espejos entre una familia blanca y otra negra) y, sobre todo, Escrito en el viento, en la que una familia de petroleros texanos se pudre sistemáticamente, como si se tratara de una nueva caída de los dioses. Con las películas de Sirk conviene, como con ninguna otra, ver para creer.

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“Escrito en el viento”, de 1956, uno de los mejores trabajos de Sirk.
 
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