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OPINION

Llega un mono de Argentina

Por Miguel Bonasso

Cada envío procedente de Argentina provocaba una oleada de entusiasmo religioso en la vieja casa de la Colonia Roma, que había resistido indemne el gran terremoto de 1985. El exilio se había prolongado más de la cuenta, porque una causa judicial iniciada en tiempos de la dictadura militar me seguía amenazando en tiempos de Raúl Alfonsín gracias a jueces como Miguel Pons y fiscales como Juan Manuel Romero Victorica, en cuyas frentes forenses podía advertirse a simple vista la marca que deja el elástico de la gorra. Seguíamos viviendo en México, pues, pero a medias: con los ojos puestos en el correo, como el coronel de García Márquez. Y el correo, aquella mañana plomiza del Distrito Federal, había traído nada menos que un mono porteño. Mono singular y frágil que tomé amorosamente de los hombros y coloqué sobre la blanca mesa del comedor de diario. Allí lo rodeó y contempló toda la tribu.
–Es lindo –dijo mi hija Flavia, que pinta.
–Es jodón –comentó Federico, fanático de Les Luthiers.
Desde su cuarto, atiborrado de reproducciones de Rembrandt, vino mi padre, el Bueli, atraído por el alboroto. Contempló al mono con ojos recelosos de viejo periodista y sentenció con voz pastosa:
–Va a andar.
El “mono” en cuestión era en realidad un clon avant la lettre, porque los clones todavía no se habían inventado en marzo de 1987, pero las fotocopias sí y este simio era, nada más y nada menos, que la fotocopia del primer Número Cero de Página/12. Un anticipo que me enviaban Ernesto Tiffenberg (a quien había conocido en el exilio mexicano) y Jorge Lanata (con quien intercambié una breve y curiosa correspondencia en tiempos de El Porteño). La maqueta fotocopiada tenía 12 páginas, la cantidad inicial prevista para el nuevo diario que pronto sería sobrepasada, pero había servido para bautizar el producto. Con las hojas grises del tabloide alargado venía una carta donde me pedían la opinión y me invitaban a sumarme como corresponsal en México, con el sobrio pero bienvenido estipendio de 50 dólares la nota. La idea de los muchachos era vincular a la nueva generación de periodistas con los “jóvenes” de la generación anterior que, en gran mayoría, habíamos sido forzados al exilio por la dictadura militar. La idea era titular con gracia y desenfado pero informar y opinar con rigor, sin esquematismos ni “bajadas de línea”. Me gustó el diseño y el ingenio coloquial de los títulos y me dije que mi viejo tenía razón: iba a funcionar, por la única razón que funcionan los nuevos medios, porque respondía a una necesidad social. (Lo que hoy se llamaría un nicho de mercado vacante.) Era el diario que miles de argentinos de ciertas características sociales y políticas querían tener a la hora del desayuno en vez de las ofertas tradicionales. Un diario donde se dijera dictadura militar y no Proceso, por ejemplo.
“Es una buena idea”, escribí en mi carta de respuesta.

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