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Un color dice más
que mil palabras
por José Pablo Feinmann


Según se sabe, el color amarillo –en periodismo– existe para señalar las modalidades del escándalo: sangre, robos, violaciones, golpes de Estado, noticias improbables o irrefutables mentiras. Si el verdadero periodismo debe reflejar la realidad, y si encuentra en ese reflejo el más alto punto ético deseable, que será, siempre, el de transmitir la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad, el periodismo amarillo miente, existe para mentir, ya que jamás expresará la realidad, los hechos, lo fáctico, lo verificable, eso que (acaso esperanzadamente) llamamos “la verdad”, sino lo exagerado, lo deforme, lo desmedido, la versión descarada, sensacionalista y rentable de la realidad. El periodismo amarillo ejerce una espectacularidad infatigable. Sabe que en esa espectacularidad (en ese arte de hacer de la noticia un show macabro, farsesco o injurioso) reside su posibilidad de vender diarios, de obtener ganancias, dinero fresco como es fresca la sangre de la sección de policiales, siempre generosa en este género.
Es hijo del agresivo capitalismo norteamericano y se encarnó en un personaje al que se llamó Yellow Kid. En un gran film de John Ford (¿Quién mató a Liberty Valance?), un periodista recibe un consejo tenaz: “Entre la verdad y la leyenda, imprima siempre la leyenda”. Acaso el periodismo amarillo se exprese con mayor rigor en otra modalidad de esa frase: “Entre la versión verdadera y la versión que más vende, imprima la segunda”. Así, al someterse jubilosamente al más crudo mercantilismo, el periodismo amarillo optará siempre por la falsedad o por esa otra forma de la falsedad que es la distorsión rentable de la verdad, su rostro deforme, corroído por la avaricia, por la desnuda ley de la ganancia y de la supervivencia del más impúdico en el mercado capitalista, siempre competitivo y feroz.
Carlos Menem ha sido un presidente amarillista y es (hoy, todavía) un político amarillista. Dice, se desdice, acusa, exagera o miente con alevosía. Ha hecho de la espectacularidad su estilo mediático de hacer política. Alguna vez declaró: “Pertenezco a la farándula”. Habitó generosamente las tapas de Gente, de Caras, se metió en amores tardíos con una mujer que supo ser Miss Universo. Cierta vez (proyectando en el adversario su propia ética y estética) acusó a Página/12 de sensacionalismo. No lo habían tratado bien desde estas páginas y expresó de ese modo su incomodidad o su ira o su impotencia: “Mienten –dijo–, faltan a la verdad, no son sino un pasquín sensacionalista”. La respuesta del diario bajo acusación presidencial fue recoger el guante y disfrazarse de eso que el presidente decía que era. Se disfrazó de diario amarillista. Y hasta usó un disfraz explícito, pues la tapa del diario ya no decía, como siempre decía, Página/12 sino Amarillo/12. Fue un hecho periodístico fuerte, inteligente y con varias, según suele decirse, lecturas. Primera lectura: tan poco somos lo que el presidente dice que somos que no nos importa asumir esa identidad. O mejor: tan seguros estamos de no ser amarillistas que podemos, lúdicamente, nombrarnos como tales. Segunda lectura: el humor forma parte del periodismo. El humor desenmascara la realidad. El humor es una herramienta de conocimiento. El humor puede estar al servicio de la verdad. Tercera lectura: el presidente es deslenguado y frívolo. Gratuitamente, nos ha dicho amarillistas. Nosotros (impulsados por él) nos disfrazamos de tales: ¿hemos entrado en su propio juego, hemos validado su estética, hemos sido víctimas de su infatigableiniciativa política? Cuarta lectura: del modo que sea, esa tapa resultó inolvidable. O por revelar una cara ineludible de los tiempos de Menem: el tipo era un cachivache, pero creaba situaciones nuevas una y otra vez, establecía reglas y hasta el más lúcido periodismo nacional se instalaba en ellas. O por asumir con desenfado una acusación injusta y, asumiéndola, enrostrársela al acusador, desenmascararlo.