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Licuados
por Carlos Polimeni


No se lo ve eufórico –le dijo Bernardo Neustadt, al comando de una edición especial, e hipermenemista, de “Tiempo nuevo”.
–Tú sabes por qué –le respondió Carlos Menem como si la línea de diálogo hubiese sido escrita por el guionista de “Betty, la fea”.
El cóndor de Anillaco acababa de ser reelecto presidente argentino, después de una reforma constitucional avalada por Raúl Alfonsín, pero a la hora del triunfo le daba a entender al electorado que no podía olvidarse de la muerte de su hijo, Carlitos. Sin embargo, con esa muerte a cuestas había hecho campaña, y llegado al extremo de gritar que su primer hijo varón había sido un gran luchador por la reelección.
El escenario de aquel diálogo entre dos que parecían quererse a más no poder, Bernie y Charlie, eran los estudios de Telefé, por entonces propiedad de uno de los grandes amigos que el poder les dio, Constancio Vigil. un millonario que había usado el nombre, y la desgracia, de un portero de la editorial Atlántida para comprarse un Mercedes-Benz blanco con un precio especial para discapacitados. En la foto para la historia, aquella noche del domingo 14 de mayo de 1995, al lado del presidente y su gran comunicador –aunque seis años atrás hubiese fungido de asesor rentado del radical Eduardo Angeloz– brindaba con la tercera copa de vino rosado (sí, ¡rosado! y marca Menem) un sonriente Domingo Cavallo. “Mi triunfo es también su triunfo”, le dijo a Neustadt el dueño de la bodega, mirando arrobado a su ministro de Economía, mientras Vigil reía, fuera de cámara.
El periodista oficialista Julio Lagos le recordó a Menem esa noche que le había ganado la elección no sólo a los partidos de oposición sino también “a los medios, que en su mayoría estuvieron en contra del gobierno”. Menem, como si a Lagos le hubiesen dictado la pregunta para su lucimiento, agregó, más que responder: “Y también a los corresponsables extranjeros, que desinforman en Estados Unidos y Europa”. Lagos sonrió. De hecho sabía de campañas antiargentinas, porque él mismo, junto a Raúl Portal, había encabezado una cruzada para limpiar la imagen del país de las maldades que afuera se decían durante la dictadura. Juntos y serviciales, Lagos y Portal fundaron para eso una radio, financiada por el gobierno militar.
Esa medianoche, mucho más sonriente que cuando ante su amigo Neustadt le vino a la memoria el hijo fallecido a causa de un accidente nunca aclarado y que cuando Lagos le preguntaba para su lucimiento, Menem recibió en la Casa Rosada a un equipo de la cadena televisiva estadounidense CNN. Lo rodeaban, entre otros, Gerardo Sofovich y Olgo Pedro Ochoa, dos de sus hombres en ATC; Alvaro Alsogaray y Luis Barrionuevo. Ochoa solía ufanarse en el canal de portar un reloj que valía 10 mil dólares. La periodista Patricia Janiot le preguntó por el desempleo, los jubilados, su actitud con respecto a los derechos humanos y la corrupción. A Menem le molestó el temario y, sencillamente, se levantó y se fue, dio por concluida la entrevista. Sofovich no pudo con su genio patotero: “¿Quién te escribe las preguntas? ¿Bordón?”, increpó a la periodista. Bordón, acompañado de Chacho Alvarez, encabezaba la fórmula del Frepaso, que en los cómputos acumulaba 29,48 por ciento de los votos contra 49,66 de la fórmula oficial. Poco después Bordón tuvo una crisis confesional y volvió al peor peronismo, como en la parábola de la oveja descarriada. Chacho, que dijo entonces que con un hombre del carácter débil de Bordón no podía irse ni a la esquina... ya saben lo que hizo en el 2000. Janiot afirmó, después de esa noche con Menem y sus buenos muchachos envalentonados: “Ningún presidente, jamás, me trató así”.
Horas después de la peor elección de la historia del radicalismo, que había obtenido apenas 16,93 por ciento de los votos para la fórmula que encabezaba el olvidado Horacio Massaccesi, el ex presidente Raúl Alfonsín declaraba, el 16 de mayo: “Yo me voy, no hay dudas”. Por entonces, Eduardo Duhalde ya había parado a la tropa a la que había empujado con regalos a celebrar su triunfo –había sido reelecto gobernador de Buenos Aires con casi el 52 por ciento de los sufragios, mejorando su caudal de votos de 1991– y el flamante vicepresidente Carlos Ruckauf declaraba, sonriente: “No voy a ser una figura decorativa”.
En aquel mayo en que Página/12 festejaba sus primeros ocho años, se hablaba del “voto licuadora”. Se decía que buena parte de los ciudadanos de clase media habían votado a Menem por temor a cambiar, por amor a la licuadora –era una metáfora– que habían comprado a cuotas en aquellos supuestos años felices en que se privatizó casi todo lo que había enorgullecido a generaciones de argentinos: YPF, Gas del Estado, Aerolíneas Argentinas, Ferrocarriles Argentinos, los aeropuertos, las autopistas, las compañías de teléfono, agua y electricidad, etcétera. Y que muy buena parte de los pobres, los millones de pobres, habían hecho lo propio, soñando con algún día acceder a las licuadoras. Los dueños de la Argentina, está claro, tuvieron durante los años de Menem las mismas ventajas para multiplicar ingresos y generar buenos negocios que habían tenido durante las dictaduras militares, que entonces ya no hacían falta. El voto licuadora de los ricos en 1995 fue pidiendo muchos más años de ropa limpia y negocios sucios.
Después, ya se sabe, todo se licuó.