Atrevernos a ser normales

Por Sergio Kiernan

Una de las frases más conocidas y peor entendidas de Sarmiento es aquella que dice que el mal de la Argentina es su extensión. Pavotamente, generaciones de nacionalistas repitieron que el Gran Pelado quería achicar el país, como si el problema detectado fuera de agrimensura. Sarmiento andaba comparando con Europa y las zonas civilizadas de EE.UU., donde todo quedaba cerca, donde entre pueblo y pueblo había un ratito nomás y el tejido urbano nunca dejaba demasiado campo entre medio. Y lo que avisaba el futuro presidente es que en un país donde había días de carreta entre ciudad y ciudad, el drama resultaban los vacíos intermedios. Iba a resultar difícil crear una sociedad civil por estos pagos vacíos. El mal argentino era la extensión.

Para variar, Sarmiento había puesto el dedo en el centro exacto del problema que le interesaba, aunque no siempre sus conclusiones fueran correctas, ni siquiera desinteresadas. Y a un siglo y pico de su frase, se puede decir que el mal de la Argentina desciende del que él señaló: la baja calidad de su gobierno, de su sociedad civil, de sus ideas.

Una de las cosas más fáciles de percibir de este confuso país es que, en el fondo, no sabemos gobernarnos. Ya queda claro que el argentino, individualmente, desaparece exitosamente en cualquier sociedad a la que se mude. En Europa, EE.UU. o Australia, el argie no es el roñoso, el chanta, el incapaz. Es, como mínimo, uno más entre europeos, yanquis o australianos, pagando sus impuestos, manejando con el exacto nivel de respeto que se acostumbre por allá, trabajando como se trabaje en el pago adoptado. Esto es, no hay nada genético en el desorden nacional. En estas situaciones, hasta florecen ciertos talentos que no nos caracterizan por acá, como el científico.

Pero en Argentina seguimos sin administrar nada como la gente. La Justicia es una estructura patética, incapaz de hacer su trabajo en tiempo y forma, cribada de incapacidades, agachadas y matufias. La burocracia estatal no tiene atisbo de ser algún día ese instrumento brillante de las naciones, un servicio civil meritorio y meritocrático. Las Fuerzas Armadas siguen delirando con dragones canonizados en lugar de aprender su trabajo. Tanta incapacidad hace rato que vacunó al argentino contra cualquier confianza hacia instituciones que se rigen por la ley de la coima y el interés político del jefe de turno. Esta convicción cínica se confirma en detalle en casos como Cromañón, que muestran la sumatoria coimas-incapacidad-mala fe-politización. La lista de casos a nivel ciudad, nacional o provincial podría ser extenuante.

El problema del cinismo es que a la larga o a la corta lo deja a uno indiferente. ¿Para qué moverse, si todo es un tango de Discepolín? Entre nosotros vale la protesta airada y pasional, desbordada, pero es rara la construcción a largo plazo. Y ésta es la tragedia nacional, que la verdadera raíz del problema es el sistema político, lo que requiere una construcción a largo plazo, aburrida, cotidiana, constante.

Lo que los romanos llamaban curso de honores es entre nosotros una máquina de seleccionar a los peores que tolera a los que no son de lo peor sólo si se portan lo peor posible. El político argentino viene en tres formatos: el cínico ladrón, el que busca mojar y durar, y el militante ardiente de idealismo. Los tres, en combinación, acaban empatando y parando la pelota, por lo que nunca cambia nada y seguimos teniendo una dirigencia que asombra por su mediocridad intelectual, moral, de conducta. Y una plúmbea consecuencia de este cuadro es que como la política estropea todo, absolutamente todo, todo está politizado. Pocos países como éste exigen un nivel de politización tan alto sólo para sobrevivir, para tener una mínima idea de lo que nos pasa. Es envidiable el descanso que se tiene en otras naciones, no necesariamente del primer mundo, de la política. Son países donde uno se puede dar el lujo de no leer el diario sin que la realidad te aplane un buen día.

Entonces, para sacarse de encima a la política, hay que trabajar la política, aumentar su calidad, hacerla una actividad más normal en el sentido de que sea opción de gente normal que pueda seguir comportándose normalmente. Con un poco de suerte, un día nos cae la ficha y se nos ocurre cómo se hace. Después de todo, hace no tanto este país consideraba normal ser gobernado por militares, algo inimaginable hoy.

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