El che y las Torres Gemelas
Por José Pablo Feinmann

INOLVIDABLE
Por J. M. Pasquini Durán

Defensa de la Revolución
Por Susana Viau

El Che y los mercenarios
Por Osvaldo Bayer

El tipo de la foto
Por Rodrigo Fresán

Vestimentas del mito
Por Horacio González

Una puerta abierta
Por Luis Bruschtein

El che y yo
Carlos Gorostiza, Alejandra Boero, David Blaustein, Tato Pavlovsky, Miguel Angel Estrella, Cipe Lincovsky, Arturo Bonín, Ana María Giunta, Aída Bortnik, Víctor Heredia

 

 

El che y las Torres Gemelas
Por José Pablo Feinmann

Un texto del Comandante Guevara al que suelo volver, ya sea para dar clases o por ciertas búsquedas personales, es el Mensaje a la Tricontinental. La historia no ha dejado de resignificarlo. Cada año o, si se quiere, cada quinquenio que transcurre subraya algunas de sus líneas y oblitera otras, relegándolas. Hay teorías de Guevara (esencialmente la del foco insurreccional) a las que raramente me ha interesado volver, salvo para exponerlas como momentos de una historia, la de América Latina y sus luchas, sus búsquedas. Pero el Mensaje, hoy, habla con una fuerza renovada.
En algunos pasajes el Che pareciera acercarse al fundamentalismo terrorista que anima al errático Bin Laden y también a su archienemigo, el texano George Bush. La historia post- Torres Gemelas se ha deslizado en el modo del odio. El lenguaje de Bush es el del odio y el de la venganza, que es devolver la muerte con la muerte. El lenguaje del terrorismo es semejante. La racionalidad no queda atrapada en el medio, queda aniquilada.
En el Mensaje (texto escrito a fines de 1966 y enviado a la Tricontinental desde la selva boliviana, donde el Che emprendía su lucha crepuscular, sacrificial), el concepto de odio es prioritario: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”. Sin duda, este odio tramó el temple de los guerreros alados que se inmolaron contra las Torres Gemelas, muriendo y matando. Los dos aviones fueron una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. El aspecto selectivo fue excepcionalmente preciso: el poder financiero y el poder militar, el Pentágono, fueron agredidos. La herida se produjo en el corazón helado, impiadoso del Imperio.
Hay, no obstante, otra frase del Che que me interesa todavía más. Es así: “Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norte América”. En algún punto de los años noventa debo haber comentado, corrigiéndola, esta frase: era demasiado simple adjudicarle a Estados Unidos la condición de enemigo del género humano, ya que el capitalismo financiero que hunde al planeta en la miseria planificada, en el hambre y en la muerte social y económica, es un capitalismo desterritorializado. Si bien se puede reconocer en EE.UU. al gendarme visible del sistema financiero, éste no tiene asidero territorial alguno, ya que la condición del capital multinacional es moverse más allá de los anclajes nacionales. La revolución tecno-comunicacional ha hecho del capitalismo una entidad fantasmática, prácticamente virtual, que no tiene ni requiere país que lo sostenga, ya que su verdadero anclaje está en todas partes y su centro verdadero en ninguna. Esto ya no es así. Luego del atentado a las Torres y de la política de agresión imperial de EE.UU. la frase del Che cobra una nueva dimensión. Al asumir Estados Unidos que libra una guerra contra el Mal, al postular que el Mal puede estar en todas partes, en todos los países de la Tierra, los que pueden participar del Mal como aliados o cómplices o indiferentes o tímidos (por usar la temible frase del general Saint Jean sobre la “subversión”, tan semejante al discurso fundamentalista de Bush), el Imperio se halla enfrentado al resto del mundo. Al asumirse, Estados Unidos, como un Imperio dispuesto a organizar el mundo en base a sus objetivos bélicos, con guerras de retaliación o guerras preventivas, deja de lado su credo liberal y democrático (sobre el que fundamentó su propaganda incesante, pero también cierta identidad nacional), al dejarlo agrede al resto de la humanidad colocándola bajo sospecha, esta humanidad sofocada en la sospecha, por el desvarío bélico del Imperio, empieza a ver en Estados Unidos a un enemigo de sus libertades, de la soberanía de sus territorios, de sus Estados. Así, la frase de Guevara, que ubica a Estados Unidos en tanto “gran enemigo del género humano”, cobra una fuerza que no tenía en los noventa, cuando Estados Unidos no había asumido su agresividad bélica imperial. Bush, los petroleros texanos, el armamentismo delirante, el fundamentalismo bélico, el terrorismo ideológico (“con nosotros o contra nosotros”), el silencio aquiescente de su población, de muchos de sus intelectuales y escritores (las excepciones ya las conocemos, por el momento hay, por suerte, “excepciones” en Estados Unidos), la complicidad de Hollywood y su estética guerrera, las declaraciones en San Sebastián de Spielberg y Tom Cruise (desmentidas vibrantemente por una Jessica Lange que hubiera deslumbrado al Comandante), el vibrato con que el concepto América (particularmente irritante para los latinoamericanos) es pronunciado por todos sus políticos, republicanos y demócratas, transforman al Imperio en un bloque unánime que enfrenta, sofocándolo, amedrentándolo, al resto de la humanidad. Un Imperio no tiene aliados, no reconoce la libertad de los otros, su soberanía, niega su identidad. Se constituye, así, en su enemigo. La frase del Che revive al calor de las malas nuevas. Cada vez (en medio de esta humanidad sometida a la lógica antiterrorista del Imperio) está más cerca de la verdad.

INOLVIDABLE
Por J. M. Pasquini Durán

Desde hace treinta y cinco años, el Comandante habita ese territorio de sueños populares que se llama eternidad, el mismo donde moran Evita, Gardel, Gandhi, Allende, Lennon y algún otro grupo de elegidos. De salud frágil pero de inquebrantable decisión, tenía urgencia de revoluciones y, para calmarla, acudió sin vacilar hasta el confín más remoto, allí donde su presencia podía hacer alguna diferencia a favor de su estirpe, la de los revolucionarios del mundo, así fuera en el intrincado Congo africano o en la impenetrable selva boliviana. Internacionalista por convicción doctrinaria, del mismo modo era militante acérrimo del antiimperialismo, de manera que ninguna efigie más apropiada que la suya para flamear en los estandartes de las sucesivas generaciones que hoy combaten a la globalización que sojuzga a pueblos y naciones.
Montado en su Rocinante mecánico, una motocicleta que lo sacó de su Rosario natal en Argentina con esa premeditación que la historia reserva para sus preferidos, zigzagueó por el mapa de esta América latina que tanto le dolía. En su biografía personal, aquellos planes de viaje eran simples premoniciones entre textos universitarios de medicina, que humeaban con los vicios constantes de tabaco y de poemas y se alternaban con los tratamientos urgentes para aliviar el asma crónica. Hasta que un día cualquiera, sus ojos febriles y ávidos encontraron el reflejo fraterno de otro muchacho, cubano de origen, con el que fundaron una asociación que pronto sería leyenda imperecedera.
Con audacia y coraje, en lugar de recursos suficientes o especulaciones tácticas, se lanzaron a combatir una tríada que, por desgracia, hasta hoy crece como la mala yerba en distintas regiones del continente: una satrapía sentada sobre bayonetas ensangrentadas, mafias de la mala vida y geopolítica imperial, combinadas en un régimen único. Sin menudear en detalles de la gesta, tantas veces contadas con precisión y belleza, basta recordar que la quimera se hizo realidad en la tierra insular de aquel largo lagarto verde, como describió al perfil de Cuba su poeta nacional, en las propias barbas de la mayor potencia de Occidente. Desde el día de la victoria, nada volvió a ser igual en la región y en el mundo. Tampoco Ernesto Guevara volvió a ser el mismo: en supremo homenaje, el pueblo cubano lo asumió como propio y, al mismo tiempo, rindió honor a su identidad original rebautizándolo “Che”, un código del lenguaje coloquial argentino.
A principios del siglo XIX, América latina se desprendió del yugo colonial por obra, entre otros, de generales de ejércitos populares que rechazaban cargos y honores a cambio de la victoria y seguían su camino en busca de nuevas metas. Es un precedente adecuado para entender la actitud del Che que, más que “hacer” la revolución, buscaba sobre todo luchar por ella. De modo que, apenas pudo, volvió al camino con la mochila al hombro. Con el corazón al sur, fue a dar a Bolivia para iniciar otra epopeya que, con seguridad, esperaba proyectar hacia Argentina, de donde partirían a su encuentro tres columnas de combatientes, según se deduce de los anotaciones en su diario de campaña. Una mezcla de información mal procesada, promesas incumplidas y percepciones distorsionadas por sus propias deficiencias, echaron a volar a los pájaros de mal agüero.
Guevara tenía pasta de gladiador o samurai, con un valor enorme, pero también era terco, sectario y de un voluntarismo a toda prueba. La realidad debía corresponder a sus deseos y opiniones, pues de lo contrario la equivocada era la realidad. Algunos de estos rasgos siguen matizando el patrimonio cultural de la izquierda y de su itinerario político, por los que, igual que el Che, pagó más caro que nadie y con el propio cuerpo. El Comandante no era perfecto ni estaba construido con bronce y mármol. Si en lugar de deshumanizarlo mediante abstracciones de pura ideología, las generaciones pueden recibir su legado completo, político y humano, aun de sus errores hay mucho que aprender, en lugar de repetirlos como si fueran méritos.
Suele suceder con los ídolos populares que, a medida que pasa el tiempo, los jóvenes admiradores suelen “modernizarlos” hasta adaptarlos a los gustos o las necesidades de cada época. Por eso, Carlitos cada día canta mejor. Con el Comandante sucede que se le atribuyen objetivos que nunca figuraron en sus notas de vida, por ejemplo la adhesión a la democracia liberal capitalista. El Che quería abolir al capitalismo, razón de ser de la explotación del hombre por el hombre, y creía que la dictadura del proletariado era un método adecuado de gobierno, pero nunca disimuló esos propósitos ni mintió sobre lo que buscaba. Tuvo esa honradez profunda que ahora se conoce como ética para honrar la palabra dada, para sacrificar la vida por las creencias que los inspiraban.
Esa sola actitud merece la recordación y, al mismo tiempo, es una prueba más actual que nunca de que la política puede ser una actividad legítima para hombres y mujeres nobles, aunque sea sin las armas en la mano. No fue su destreza militar la que lo hizo grande sino su amor por la justicia y su sentido de la dignidad, que mantuvo en pie hasta que llegó el tiro del final. Cuando en aquel octubre de 1967 se publicó la foto de su cuerpo exánime, con el torso desnudo, tendido sobre una plancha de piedra, parecía un truco de sus verdugos para atribuirse una victoria que nunca lograrían. Esa primera impresión fue una premonición justa: el cadáver era verdadero, pero el Comandante vivirá para siempre.

Defensa de la Revolución
Por Susana Viau

La foto llegada por agencia quedó rodeada de las que habían pedido al archivo. El jefe de diagramación, con una enorme lupa, las cotejó: las cejas, la frente, la inserción del cabello. “Creo que es”, dijo. De todos modos, quedaba un margen: lo habían matado decenas de veces. Fue el anuncio oficial de Fidel el que ya no dejó dudas. A partir de su confirmación, la izquierda del continente comenzó la dura tarea de aceptar que había perdido al mejor de los suyos. Qué bien le cuadra a Guevara lo que Clara Zetkin escribió de Rosa Luxemburgo: “La ofrenda de su vida a la idea no la hizo tan sólo el día de su muerte; se la había ido dando ya, trozo a trozo, en cada minuto de su existencia de lucha y de trabajo. Por esto podía legítimamente exigir también de los demás que lo entregaran todo, su vida incluso, en aras del socialismo”.
La muerte, también para él, estaba dentro de la baraja, era un dato con el que se debía contar, un riesgo calculado para aquellos que alguna vez fueron llamados “muertos con licencia”, la contingencia no deseada de una actividad enriquecedora y hermosa como pocas. Los que jamás sintieron esa plenitud podrían hablar después, echando mano de la literatura o, lo que es peor, del psicoanálisis, del ideal generacional del fin temprano, de la muerte heroica, de la insidiosa seducción del suicidio. En suma, una suerte de alucinación sectaria –y acaso fascistoide– a la que sólo la impronta romántica y un aventurerismo de tintes malrauxianos diferenciaba de los ritos autosacrificiales de Waco o de Guyana. Esa estupidez desmesurada, mezcla de incomodidad y autojustificaciones, que ha propiciado textos de pretendido alcance teórico no es materia de discusión porque la reflexión sobre la muerte ocupa poco espacio en la literatura revolucionaria: la revolución, mal que les pese a los aprendices de filósofos, ya tiene bastante con ocuparse de la vida.
No eran por tanto su carácter de combatiente, ni la consecuencia, ni la entrega los que habían hecho del Che “el Che”. Esas virtudes, aunque se manifiesten con intensidad incomparable en ella, ni siquiera son patrimonio de la revolución. El Che era “el Che” porque le había devuelto actualidad a la revolución, había repuesto en el “orden del día” esa convulsión que abre las puertas a un nuevo orden, la recuperaba como razón de ser del pensamiento y de la acción. El futuro –por el Che y por Fidel y por la Sierra Maestra– era ya; en el hoy estaba inscripta la posibilidad del mañana y el mañana era inseparable de la toma del poder. Esa revolución que encarnaba el Che tenía un rasgo esencial: o socialista o caricatura de revolución. Así, el Che se alineaba de un lado de la polémica que enfrentaba modelos y dividía las militancias: si se trataba de una revolución antiimperialista, democrática o redondamente socialista con tareas de ambos signos. Era el Che quien estaba en lo cierto y por si quedaban dudas allí, muy cerca, Nicaragua se bañaría en las mismas aguas del fracaso argelino.
Esta es, para muchos, la importancia de Ernesto Guevara; otros, como Eric Hobsbawm, han preferido otorgarle el beneficio que se les da a los personajes menores, dos líneas en la Historia del Siglo XX, una treintena de palabras cargadas de sorna: el camarada “apuesto y errante” de Fidel. Un bello Vito Dumas, un coronel Lawrence latino. No suelen ser generosos los profesores con el Che. Es verdad que los profesores han sustituido a los teóricos y, últimamente, son proclives a sostener cosas extrañas: que ha surgido una manera de “cambiar el mundo sin tomar el poder. Porque pensar en la toma del poder implica posponer la revolución hasta el día mágico. Y el problema es que tal día mágico no existe. Por eso es postergar la revolución hasta quién sabe cuándo”; construir “un hacer diferente”; “una nueva forma de sociabilidad”, John Holloway dixit, en el mejor estilo de las tertulias televisadas donde el mundo se cambia con una mirada introspectiva y mejorando las cosas “cada uno desde su lugar”. ¿Y cuál es el lugar de cada uno?, habría que preguntarse. En la respuesta estaría siempre implícita la contestación del Che a quien lo indagaba sobre el rol de los intelectuales: “Vea, yo era médico”.
Pero, bueno, los estrados académicos entienden poco de magia y todavía menos de acción; son refractarios a la comprensión del vértigo, del “flash” que producen la caída de un mundo y el desafío caótico de edificar otro. Sólo los que forjan la revolución con sus miserias y sus grandezas conocen ese estado de incredulidad y ensoñación ante el espectáculo de la realidad subvertida, ante ese cuestionado “día mágico” en que “la suma conciencia teórica de la época se fragua con los actos más inmediatos de las masas más bajas, miserables y alejadas de la teoría. Esta unión creadora –expresaba Trotsky de manera admirable– de lo consciente y lo inconsciente es lo que suele llamarse inspiración. Las revoluciones son momentos de arrebatadora inspiración de la historia”.

El Che y los mercenarios
Por Osvaldo Bayer

Me dicen que Perón se ponía medio cachondo cuando hablaba del Che. Sonreía a toda boca y contaba: “Me vino a ver a Madrid y me preguntó si yo no tenía gente para la revolución. Y le contesté que no tenía”. Si fue así, tal vez haya sido el más grande error de apreciación del Che. Dos argentinos. De distintas generaciones. Uno murió en la acción, el otro en la cama abanicado por López Rega e Isabelita, mientras Ruckauf lloraba en un saloncito privado. Mientras Rodríguez Saá, De la Sota, Romerito, Barrionuevo y cierta mafia bonaerense se disputan los desechos del peronismo y Reutemann hace calentar sillas, el Che es cada vez más mito. En casi todos los dormitorios de la juventud, en vez del crucificado de ayer está su foto. El Cristo de la Revolución. A él lo crucificaron los norteamericanos con la ayuda de pobres mercenarios bolivianos sin calzoncillos.
Nos faltaba a los argentinos esa figura que poseían los mexicanos con Emiliano Zapata y los nicaragüenses con Sandino. Los convencidos de sus muertes. Los altruistas.
Teníamos otros, pero ningún Emiliano, ningún Augusto César, hasta que vino el Che. Y ya estamos a la par. Los tres asesinados, los tres liberadores, los tres que fueron siempre al frente. En tres pueblos de burócratas, mentirosos, putañeros, ladrones, cagados y cagones, de pronto ellos. Emiliano, Sandino y el Che. Ahí, en los bosques, las pampas, las villas.
Pero en monumentos, no. Acabo de venir del sur y nosotros los argentinos preferimos los monumentos a los que nos enseñaron la angurria y el racismo: por todos lados Roca y el perito Moreno, el perito Moreno y Roca. Aquel perito Moreno porque marcó definitivamente las fronteras del egoísmo con Chile y decía que los mapuches tienen “cara de sapo” y que creó la Liga Patriótica Argentina que en la Semana Trágica les enseñó a los judíos del Once a aprender que nosotros somos “argentinos y católicos”; y ese general Roca que fue a Londres a vanagloriarse de cómo había eliminado al “salvaje” y conquistado sus tierras para el negocio internacional. Los ingleses siguieron al pie de la letra y después en sus estancias eliminaron al tehuelche con sus famosos “cazadores de indios”. Gloria y loor, al perito, perito, perito y a Roca, Julio Argentino.
Pero nos quedamos con el Che. Con él no podemos hacer ni una interpretación sociológica ni politológica. No podemos decir que se equivocó. Era así. Tenía consagrada en la mirada la luz de los mártires. Y por undécima vez me voy a arrepentir por escrito cuando el 4 de enero de 1960, en aquella entrevista interminable, después que el Che nos explicó cómo había que hacer la revolución en la Argentina, yo le planteé lo casi invencible que era la represión argentina: policía, ejército, aeronáutica, marina y la derecha de los infinitos alcahuetes de la SIDE. Recuerdo sus ojos grandes mirándome con tristeza: “Son todos mercenarios”, fue su respuesta.
Claro, ¡cómo yo le voy a explicar los peligros al Che Guevara! Hago aquí mi autocrítica sentimental. ¿Cómo yo le puedo decir tan luego al Che que los uniformados que nos dio el egoísmo de nuestra sociedad pueden ser un peligro para sus ideales? No, fue un abuso de mi parte, una pequeñez, un atajo burguesito. El me siguió mirando con triste mirada. Claro, Ernesto Che, son todos mercenarios, no los puedes considerar ni como enemigos.
A él lo quisieron matar en vano los mercenarios y pasaron a la historia como meros asesinos, como los que en nuestro país quisieron matar en vano a los treinta mil mejores jóvenes de nuestra historia. Ya están muertos para siempre, los Videla y Massera, viviendo el resto de sus miserables vidas encerrados en sus propios excrementos de verdugos.
El Che fue el héroe máximo de una época de liberación. Hoy, los héroes de la dignidad del pueblo son los oradores de las asambleas en las calles, de los piquetes de los suburbios populosos y humillados, son los obreros que han tomado las fábricas abandonadas y producen el pan de todos los días con manos ágiles y mentes formadas en la solidaridad y el altruismo. Como el Che, en un mundo rodeado de mafias, caudillejos que se alían a criminales de uniforme, Jaunarenas que marcan el paso al lado de los militares asesinos que miran torvos a ver dónde pueden volver a repetir sus batallas contra el pueblo. Hadades que soban el lomo a los uniformados y civiles alcahuetes que vigilan que no se toque el poder de la injusticia y la desigualdad.
El Che, héroe argentino y latinoamericano para la eternidad. Sus asesinos son todavía los dueños de la tierra. Pero no han podido destrozar el símbolo, por más remeras que han producido. Está ahí, ni Dios ni tirano, un Hijo del Pueblo que no se calló la boca ni pactó nunca ante los mercenarios.

El tipo de la foto
Por Rodrigo Fresán

Uno siempre se encuentra con personas –o con amigos de personas– que dicen haber conocido a alguien famoso y patrio o que, por lo menos, rozó con sus dedos el pesado y trascendente manto de la historia. Ya saben: Evita me regaló personalmente una bicicleta; yo conocí a un chico colombiano que vio cómo se venía en picada el avión de Gardel; yo le sonreí a Cortázar y Cortázar me sonrió a mí; Luca Prodan me cerró un ojo de una piña, te lo juro; a que no sabés con quién me acosté el sábado; y siguen las firmas y las anécdotas donde una nube más o menos desconocida se vale de las radiaciones de un sol poderoso para así proyectar algo de sombra...
Cosa rara: jamás me crucé –en mis casi cuarenta años de vida– con algún mitómano o verídico que dijera haberse cruzado con Ernesto “Che” Guevara. La explicación a semejante misterio –la resistencia de un fantasma a ser manipulado por segundos o terceros– es, me parece, tan compleja como sencilla: con el Che Guevara no se jode. El tipo impuso, impone y seguirá imponiendo respeto.
O tal vez tenga que ver con las fotos del Che. Dos fotos, dos extremos de su saga. El polo positivo y el polo negativo de su leyenda.
La primera de las fotos es la inspiradora directa de ese perfecto y gracioso y emotivo grafitti que dice: “Yo en mi casa tengo un poster de todos ustedes”. Es la foto de un ser victorioso y único y perfecto para cualquier gerente de marketing o productor de Hollywood. Seguro que saben de la foto que hablo porque es esa misma foto que aparece reproducida hasta el infinito en remeras de rockers contestatarios o que limitan con el ombligo de miles de nenas guerreras y guerrilleras de ayer y de hoy y de siempre. No hace mucho leí un artículo de Guillermo Cabrera Infante contando la supuesta verdad sobre esa foto. Algo referente a que su autor y fotógrafo cubano –recientemente fallecido, creo, me parece– había retocado no sé qué o se había atribuido no sé cuál responsabilidad falsa: el tipo de polémica que también alcanzó al Santo Sudario y a cualquier reliquia sagrada que surja por ahí. En cualquier caso –esto es lo que impacta–, es el retrato de alguien amo y señor de su destino. No abundan personas así.
La segunda de las fotos es, también, perfecta a la hora de pintar la derrota absoluta. Digo y escribo pintar porque todo el asunto tiene la estudiada composición y luz de los cuadros clásicos y, al mismo tiempo, evoca esos daguerrotipos sepia del Far West que salían en la primera plana de periódicos amarillos. La lección de anatomía fundiéndose con el Wanted Dead or Very Dead: ahí está el Che, Bolivia 1967, horizontal muerto y sonriendo con los ojos abiertos rodeado por sus asesinos. El sueño terminó.
Una y otra foto despertaron en su momento y siguen despertando hoy el reflejo obvio y fácil de relacionar a este mártir con el mártir de mártires. Tal vez tenga que ver con el irreducible sedimento místico que, supongo, debe existir en todo hombre dispuesto a morir y a ser inmortalizado por sus ideales.
Mi enciclopedia Wordsworth lo resume como: “Fue un marxista ortodoxo reconocido por sus técnicas guerrilleras”. Las enciclopedias, claro, hablan siempre otro idioma y se quedan siempre cortas a la hora de destilar los cómos y porqués del argentino más internacional, cuyo nombre de batalla es la partícula más irreductible de lo más argento.
En cualquier caso –insisto–, nunca conocí a nadie que se atreviera a decir y mentir haberlo conocido. Alcanza con ver esas dos fotos para sentirlo y sentirse cerca más allá de matices ideológicos o simpatías y antipatías políticas. Su historia es demasiado perfecta y no admite intrusos y, ni siquiera, vale la Variante Elvis de que el Che está vivo en alguna parte o el recurso sci-fi de imaginarlo perdido en un continuum de junglas eternas como un Kurtz protagonizando Genesis Now!
Ninguna película le hará justicia y, parece, nadie se atreverá a imitarlo.
Nunca volvimos ni –todo parece indicarlo– volveremos a tener algo tan épico, limpio, loco, valiente, ingenuo e irreprochable tanto desde un punto de vista moral como en lo que a estructura narrativa se refiere, supongo.
Tal vez de ahí –insisto– que nadie se atreva a tomar su nombre en vano. Alcanza y sobra con esas dos fotos para sentirse próximo y elegido. Todos conocemos a esas fotos. Tal vez de ahí –las fotos nunca mueren– la grata impresión de que el Che sigue cumpliendo años más que aniversarios. Maldita la hora en que encontraron –y fotografiaron– sus huesos.

Vestimentas del mito
Por Horacio González

Si reviso en el vasto archivo de los escritos sobre Ernesto Guevara –lo que no es otra cosa que revisar en nuestra memoria lectora–, puedo mencionar dos ensayos fundamentales, ninguno de ellos inspirado en lenguajes políticos que caen inmovilizados ante la mudez espléndida del mito que festejan o desean “humanizar”. Me refiero al que escribió Ezequiel Martínez Estrada cuando asiste a una conferencia del Che en la Universidad de La Habana, y al que escribe José Lezama Lima poco después de los fatídicos sucesos de La Higuera.
El primero lo ve a Guevara en una iluminación súbita, vestido con trajes romanos de magistrado de la plebe antes que con el uniforme del Ejército Rebelde, en una escena que repentinamente pone en suspenso el atuendo verde-oliva y entrega el retrato del Tribuno Universal, del orador revolucionario que desafía a los tiempos y a las deidades inescrutables de la historia. El segundo lo imagina como nuevo Viracocha, yaciendo en las piedras de la cordillera, buscando su destino de guerrero entre las alacenas de un mundo cultural barroco que íntimamente no le pertenecía.
El tiempo no pasa para el mito, pues esa condición es precisamente la forma en que se defiende del tiempo. Pero el tiempo suele horadar los mitos que no invitan a que todos los lenguajes del mundo se hagan cargo de su persistencia. Guevara hizo su parte y buscó “oídos receptivos” que tomaran su cuerpo intangible como si fueran “cenizas en el viento”, a la manera de una rememoración panteísta que ve su túmulo diseminado en toda la historia, sepultado en el acervo de la memoria humana.
Pero si hay mitos propiciatorios es porque siempre están abiertos a su propia dilución. Puede no considerarlo así el cultor de cada mito, pero los mitos saben que luchan contra el tiempo que no pasa. Y que, inesperadamente, pueden ser retirados si se agota el abanico de lenguas que deben celebrarlo.
En verdad, los mitos –en su expresión más arcaica y esencial– nunca pueden decidir si deben encontrar un vestigio real que los sustente, o si deben abandonar todo realismo para permanecer como un evento etéreo e inmaterial. Guevara sigue siéndolo porque junto a la conmemoración realista, necesariamente imitativa, aparecen periódicamente otras escrituras que no dejan de ser míticas –las de Lezama Lima y Martínez Estrada lo son–, pero que pertenecen a otros estilos míticos que no apelan a la inmediatez de la voz política.
En ese choque estilístico, el nombre de Guevara se desacomoda y percibe que si su destino es adquirir nuevas vestimentas, nunca es fácil hacerlo. Porque depende de la memoria de los vivos, y ellos, incluso los que se contentan con el icono intangible, ven en su devoción un acto de libertad, una estricta comprobación de su condición de seres vivientes que entablan un diálogo indescriptible con el arquetipo. Así, el mito de Guevara implica en sus notas más evidentes un relato sobre la fragilidad de lo humano y las diversas gradaciones entre lo sublime y lo malogrado que atraviesan los esfuerzos por trastocar las cosas.
En el féretro de Guevara se lee Ernesto Guevara de la Serna y más abajo, Che. Los despojos encontraban así sus dos nombres fundamentales. El que obtuvo de su familia, de tradicional estirpe argentina. Y el que obtuvo de su gesta política. Pero ésta también era una aventura de la lengua. La partícula con la cual era nombrado señalaba la diferencia idiomática con la que es percibido en Latinoamérica y el Caribe. Y esos dos nombres contrapuestos suponían otras contraposiciones entre las galas y el fango, la ideología y la ironía, el ministerio y la aventura, el Estado y la Selva. Dimensiones en las se movía el Che con esbelta versatilidad. No deben ser menos los escritos que deban saludarlo.

Una puerta abierta
Por Luis Bruschtein

Si el Che Guevara estuviera vivo, sería un viejito venerable, probablemente un abuelo con la misma energía que Fidel Castro, que le lleva dos años. La mayoría de sus camaradas de armas murieron en combate o ya se han retirado como Orlando Borrego, su segundo en el Ministerio de Industrias y Pombo (Harry Villegas), su camarada en Bolivia. Pero el Che, a los 35 años de su muerte, se mantiene joven y hermoso con una vigencia que sorprende.
Evidentemente la razón de su trascendencia tiene que ser poderosa. Pese a ello hay más discusión que coincidencia cuando se trata de definirla. Sobre todo porque las lecturas que se han hecho de su vida y su pensamiento tomaron como núcleo fundamental a la propuesta guerrillera. Esa propuesta con sus variantes fue aplicada en los años ´60 y ´70 y demostró, como concepción, más limitaciones que aciertos. Por lo menos puede decirse que fue completada y superada a partir de los años ´80.
En consecuencia, el Che no tendría nada más para decir, y sin embargo sigue hablando. Con malicia, algunos explican esa vigencia con una mezcla marketinera de fama, aspecto atractivo y muerte trágica, algo así como James Dean o Rodrigo. Levantando un poco la puntería, otros aluden a su desinterés personal y a su desprecio por el poder.
Pero el Che no despreció el poder, por el contrario, todos sus esfuerzos se aplicaron en desarmar un tipo de poder para construir otro. Y en cuanto a su lugar personal, siempre fue muy estricto para disputar su liderazgo cuando éste tenía una importancia política. Lo que el Che detestaba era el poder como un fin en sí mismo y la fama personal. Si pensaba que para el proyecto de conjunto requería sacrificios personales y su abandono de espacios estratégicos, lo aceptaba sin dudar.
Su idea del poder estaba en función de un proyecto y se exigía hasta el extremo para separar cualquier tipo de ambición personal que no estuviera puesta en ese proyecto de conjunto. Ese rigor lo hacía diferente, porque implicaba además una concepción distinta. Para hacer una sociedad nueva se necesitan hombres nuevos, pensaba. Entonces ponía en un mismo plano las transformaciones sociales y las personales.
La sociedad era un campo de la revolución, y el individuo era otro, ambos entrelazados, interdependientes, pero claramente definidos. Las transformaciones en uno no podían terminar de realizarse y sostenerse si no se daban también en el otro plano. La lucha armada revolucionaria estaba concebida también como una de las forjas de ese hombre nuevo. De la misma manera concebía al trabajo voluntario, que se aplicó masivamente en Cuba, y la educación. La idea de la “ejemplaridad” de los liderazgos tenía que ver también con la formación de ese hombre nuevo. En su concepción, el jefe no puede ser arbitrario, no puede exigir sacrificios que no esté dispuesto a realizar, tiene que ser el más trabajador, solidario, austero y desinteresado y no pueden tener prebendas ni él ni su familia.
Desde ese planteo se convirtió en el crítico más duro contra la burocracia y lo llevó inclusive a una polémica con la Unión Soviética alrededor de la ley marxista del valor en la construcción de nuevas sociedades. Pensaba que si había formas capitalistas en todo el ordenamiento económico de esas nuevas sociedades, esas formas iban a reproducir ideología y cultura capitalista y, por lo tanto, impedían que la transformación avanzara en el plano de los individuos. Aunque esas formas capitalistas dieran resultados más eficientes en el corto plazo, argumentaba que a mediano plazo terminarían por minar esos procesos. Esa polémica se sintetizó como una discusión entre los estímulos morales como eje en la producción y los estímulos materiales, aunque era mucho más abarcadora. “Nunca podremos ganarle al capitalismo a ser capitalista”, agregaba.
Con el vacío teórico que dejó la caída sin pena ni gloria del bloque soviético, los pensamientos del Che retoman vigencia si no se los toma como un círculo cerrado, sino como abridores de puertas distintas, de posibles nuevos caminos. Uno de los peligros más grandes en estos casos son los “ortodoxos” y “repetidores”, los seguidores sin criterio que terminan matando el pensamiento que dicen asumir.

El che y yo

Carlos Gorostiza (dramaturgo): La figura del Che es el símbolo de la utopía. Todos sabemos que la utopía fue algo creado por Tomás Moro para significar algo inalcanzable, pero cuando se camina y se lucha en pos de la utopía, al menos se logra la realización de muchos ideales. Porque como dijo un poeta: alcanzar la utopía es caminar hacia la utopía. Se convirtió en símbolo y por tal razón fue tomado como propio por cada uno de los soñadores del mundo entero.

Alejandra Boero (actriz y directora): Siento la admiración por alguien que tuvo coherencia, una cualidad que no es común en la política de hoy. Aspiramos a que la gente actúe de acuerdo a lo que piensa. En ese sentido, él es un ejemplo. A medida que nuestro sistema se fue pudriendo, la figura de él se fue agrandando precisamente por estos valores: la coherencia y la fidelidad a sus ideales. El uso comercial de su figura es inevitable porque la sociedad de consumo comercializa todo lo bueno y lo malo. De todas maneras, lo bueno perdura y lo malo va desapareciendo. La figura del Che se ha ido agrandando con el tiempo de una manera indiscutible.

David Blaustein (cineasta): Mi recuerdo del Che son imágenes fotográficas. La primera imagen que tengo grabada es el título del diario La Razón del martes 8 de octubre de 1967. Me acuerdo de haberlo visto y comprarlo al toque. Otro recuerdo muy brutal es en la primera proyección clandestina de La hora de los hornos en la casa del Michi Aparicio: ese final con el cadáver del Che en La Higuera. Después la tercera y última es una película maravillosa de Perdo Chaskel, un cineasta chileno que hizo el documental Una foto recorre el mundo. Está basado en la famosa foto de la boina. Buscó en distintos lugares del mundo esa misma foto y armó como una especie de rompecabezas. Rastreó en trabajos asiáticos, vietnamitas y en distintas manifestaciones, pancartas, banderines, y con eso hizo una película. El está asociado a esas imágenes. Además, la voz del Che es tan parecida a la de Evita: son voces muy categóricas, muy éticas.

Tato Pavlovsky (actor, dramaturgo, director y médico psicoanalista): Yo tengo la impresión de que a Guevara es muy difícil explicarlo por la historia. Como ejemplo de ética, de revolucionario y de coherencia lastima, porque es difícil imaginar una moral como la de él. Es un tipo que nos jode en cuanto a la imposibilidad de competir con una moral y una ética como las suyas. Por eso es un acontecimiento. Cuando digo acontecimiento me refiero a un desvío de la historia. Yo creo que en la historia hubo dos acontecimientos: el Che y Evita. El Che se trata de un fenómeno cuya textura, intrínseca de su accionar ético y político, no se puede explicar por su historia individual. Es excepcional porque si bien su historia podría tener un elemento probable no tiene ninguna explicación hasta dónde llegó el cuerpo del Che en el mundo. No como cuerpo biológico sino como cuerpo de afección. En ese sentido, Evita es lo mismo: ninguna explicación de Evita podría explicar la magnitud de hasta dónde llegó su cuerpo. El Che con su vida hizo una intervención política e institucional en el mundo. Fue una figura que se convirtió en mística. En cualquier manifestación mundial y social aparece la figura del Che como emblema. En ese sentido, pienso que los argentinos deberíamos tomarlo más como nuestro. El pueblo no está del todo enterado y el Che termina apareciendo por los bordes. Pero para mí es una figura tan importante como San Martín. Si viviera en la actualidad creo que sería piquetero de la Aníbal Verón.

Miguel Angel Estrella (músico): El Che fue un despertador de conciencias y a mí siempre me asombra encontrar sus imágenes y las palabras de afecto hacia el Che en los lugares más recónditos del planeta. Tuvo una función de despertador y de esperanza en un mundo que no debería estar regido con los criterios de la rentabilidad, de la competencia estéril entre los seres humanos. En definitiva, creo que recogiendo impresiones en Medio Oriente, Asia, Africa, Europa o América latina, el Che significa elegir una fraternidad profunda y responsable entre los seres humanos. También significa no mirar al costado cuando se trata de problemas cruciales de la sociedad que nos toca vivir. El buscaba una comunicación humana que no discrimine, que se base en la complementariedad de lo que cada uno de nosotros puede aportar en la construcción de una sociedad más equilibrada.

Cipe Lincovsky (actriz): No quiero divagar pero, mirando con un distanciamimeto histórico lo que el Che soñaba y por lo cual peleaba, uno se da cuenta de que su muerte no ayudó a que el mundo cambie. Al revés, el mundo está cada vez peor. Llegamos a este estado de hecatombe en el mundo y en la Argentina donde los ideales del Che están vigentes porque todo lo que él quería es todo lo que nosotros necesitamos: que nuestros chicos no se mueran de hambre, que nuestros ancianos puedan vivir en paz sus últimos años, que el hombre pueda vivir con dignidad. Esos eran los ideales que sostenía el Che y, entonces, hoy ninguna de todas esas cosas se llegó a realizar sino todo lo contrario. Necesitaríamos Ches políticos para ver si pueden arreglar o encontrar una solución, un camino. Si viviera en la actualidad, me lo imaginaría como un gran dirigente político pero sin el espíritu romántico por el cual perdió su vida. Creo que arriesgaría menos la vida y sería un político. Revolucionario, pero político. El Che fue la sílaba más pronunciada del idioma argentino. Y murió luchando para que el hombre algún día sea amigo del hombre.

Arturo Bonín (actor): No le erró jamás al diagnóstico, siempre fue certero. Quizás la metodología no era la adecuada en ese momento. Pero en el diagnóstico el doctor Guevara no se equivocó. Pienso que en la actualidad sería un revolucionario aun mayor de lo que fue en los ’70. Porque ahora hay más cosas por hacer y hay más clara conciencia de que lo que él predicaba era real, auténtico, verdadero. Respecto de cómo se utiliza su imagen en la actualidad, pienso que dentro de 2000 años el Che podría ser una fuente de ingresos para alguna corporación que lo tomase como único representante de su imagen al igual de lo que sucedió con la figura de Jesús en la Iglesia Católica.

Ana María Giunta (actriz): Tengo 58 años, soy una mujer de los 60 que no es poco decir. Los 60 significaron la apertura de un lugar de la mujer donde la mujer comenzó a tomar conciencia como animal político, como ser que tiene un lugar en el mundo de opinión y decisión. Muchos de nosotros, los jóvenes del ’60, lo vivimos como icono del pensamiento y la acción basado en una motivación social, en una ideología clara y justa que nos llevó a levantar banderas por un país y un mundo mejor. Aunque luego fuimos traicionados. Pero el Che fue, es y seguirá siendo un paradigma para muchas generaciones, un paradignma de libertad y de justicia para los pueblos. Más allá de los partidismos, somos aún muchos los que seguimos creyendo en la lucha aunque no armada, desde diferentes trincheras, en pos de un mundo para todos y no para algunos. Para que el poder esté en un pueblo digno, sin hambre, en salud, con educación, en paz, con equiparación de oportunidades. En los ’60 había una postura casi romántica, idealista pero concreta. Utópica, pero la utopía son los sueños sin realizar y los sueños pueden ser realidad. En pos de ese sueño murieron muchos de los 30 mil desaparecidos en manos de los genocidas.

Aída Bortnik (escritora, dramaturga y guionista): El Che representa el modelo y el ideal de un tiempo mucho más abarcador que el que duró su vida. Me enorgullece y me avergüenza la utilización de su figura. Pese a las camisetas con su rostro, un ejemplo es algo que no puede falsificarse. No hay fuerza humana ni globalizadora que pueda banalizar su vida.

Víctor Heredia (cantautor): Para toda nuestra generación fue una figura representativa de nuestros ideales y también obviamente un icono de la lucha por la libertad y la independencia. Pero, por sobre todas las cosas, fue un hombre que nos ayudó a entender qué significaba coherencia. Porque su muerte confirmó hasta dónde era capaz de llevar sus ideales. De cualquier manera sigue siendo un ejemplo de lucha, de sacrificio y de inteligencia. En nuestra época se debatió mucho acerca de la lucha armada o el socialismo por vía democrática. Yo sigo pensando que era improcedente la lucha armada porque no había un acompañamiento masivo ni tampoco un espíritu colectivo que acompañara esa propuesta. Pero hubo otros hombres que no fueron acompañados y que impregnaron igual que él toda una época y dejaron un pensamiento saludable. Dos mil y pico de años antes hubo uno que nos dejó el concepto de sacrificio y de amor por el hombre. Después hubo otros en la historia: Tupac Amaru, la épica bolivariana, la sammartiniana, que fueron la búsqueda de las libertades y de la independencia. No me lo podría imaginar al Che en la actualidad, pero confieso que cada vez que hablo del Che me vuelve la imagen de su rostro ametrallado por el asma y por el plomo. Y sonriendo.