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Contratapa|Viernes, 21 de junio de 2013

El hombre que reía sin separar los labios

Por Juan Forn

En 1948, cuando el comunismo tomó el poder en Checoslovaquia, decretó la muerte de las chabacanerías (en checo, braks). Braks eran las novelitas baratas de aventuras, amor, misterio, miedo o fantasía que, según las nuevas autoridades, eran una invención burguesa para sacar provecho de los trabajadores y a la vez embrutecerlos (hasta entonces se las conocía popularmente con el nombre de “novelas para cocineras”). Se hicieron quemas públicas de libros, los escolares iban de casa en casa pidiendo ejemplares para alimentar las llamas de las hogueras que hacían en la calle. Todos los escritores de novelas baratas fueron obligados a abandonar su oficio (“Intento borrar de mi memoria mi pasado literario”, declaró a la prensa Marie Kyzlinkova, la famosa autora de Corazón hambriento, desde su nuevo puesto de trabajo fregando los pisos de una estación ferroviaria en las afueras de Praga), ninguno logró subsistir en el nuevo régimen, salvo el insólito caso de Edvard Kirchberger, que se convirtió en Karel Fabian sin dejar rastros y siguió escribiendo y publicando hasta el fin de su vida, a pesar de los obstáculos que enfrentó en su camino.

Edvard Kirchberger escribía sobre monstruos, brujas y asesinos. Karel Fabian escribió sobre guerrilleros, tractoristas y enemigos del pueblo. Kirchberger inoculaba miedo en los huesos de sus lectores, Fabian enal-tecía el sudor de los trabajadores. Cuando Kirchberger decía “cloaca”, se refería a sótanos espectrales, cuando lo decía Fabian se refería a centrales de espionaje capitalista. Pero eran el mismo hombre. El día en que los comunistas tomaron el poder, Edvard Kirchberger dejó sobre el escritorio de su jefe, en la revista anticomunista donde escribía, una carta que decía: “Vendrán a encerrarte pero puedes confiar en mí, estoy preparado para ir a la cárcel contigo por combatir el totalitarismo, por defender la libertad”. Dos días después escribió una carta al PC checo pidiendo su ingreso en estos términos: “No quiero nada del partido. Creo que los que se afilian por miedo o interés son falsos. Yo he reflexionado por mi propia cuenta y sé que el comunismo es mi evangelio. La noche que escribí esa carta a mi jefe estaba borracho, me puse triste y compasivo hasta un extremo inconcebible y redacté esas líneas cuyo contenido ya ni recuerdo. Entiendo que esto pueda parecer poco fiable, pero a los escritores nos ocurren todo tipo de cosas extrañas por las noches”.

Su pedido no recibió respuesta. Poco después empezaron las persecuciones y se cerraron las fronteras. El previsor Kirchberger venía juntando piedras de encendedor (vulgarmente conocidas como chispas) porque le habían dicho que en Alemania valían más que los billetes checos. Las escondía en casa de un amigo, junto con una muda de ropa. Al volver un día a su casa vio un auto policial en la puerta, siguió caminando hasta lo de su amigo y huyó con sus chispas del país. Lo increíble es que volvió en dos meses. Se presentó a las autoridades, dijo que su nombre era Karel Fabian y que había escrito la primera novela socialista checa. Se titulaba El fugitivo y contaba la historia de un checo que huía de su país, llegaba arrastrándose a Occidente, iba de campo en campo de deportados hasta convencerse de la magnitud de su error y, mareado por el hambre y la sed, con sus últimas fuerzas, lograba volver a Checoslovaquia. Nadie sabía de dónde venía Fabian, pero el comandante Pokorny de la policía secreta dio el visto bueno para su publicación, porque coincidía con el primer aniversario del comunismo en el poder.

Así comenzó la larga y opaca carrera literaria de El Hombre Que Reía Sin Separar Los Labios. Como Kirchberger, Karel Fabian se dedicó a lo único que sabía y quería hacer: novelitas baratas. Sólo que ahora eran socialistas. “Nuestras plantas metalúrgicas son las entrañas del país. La electricidad es su sangre. El ladrillo es nuestro pan.” Sobrevivió a la caída en desgracia de Pokorny (que lo había tomado bajo su ala para que escribiera una novela sobre su vida). Aceptó sin queja ir a trabajar a una fundición de metal y luego a una fábrica de tractores. Cuando las aguas estaban revueltas, escribía igual sus novelitas, pero para el cajón. En cuanto aclaraba el panorama volvía a publicar. Nunca tuvo grandes tiradas, nunca recibió un Premio Stalin ni una dacha de verano. Ni siquiera tenía carnet del partido: en los archivos consta que recién logró el ingreso durante la Primavera de Praga de 1968, cuando no le decían que no a nadie. Dice la carta: “No espero ventajas, tan sólo balas para defender a mi país en la lucha”. Después de que entraran los tanques soviéticos, y que lograra acomodarse una vez más (haciendo ocasionalmente de informante), Fabian hace decir a un personaje de sus novelitas: “Lo importante es el mástil. La bandera puede ondear de cualquier color”.

Cuando era Kirchberger todavía, durante la guerra, estuvo tres años encerrado en la prisión de Straubing, superó 94 interrogatorios, períodos de aislamiento solitario y de extenuación laboral, durante tres años sobrevivió con una ración de ochenta gramos de pan duro por día, cuando los nazis huyeron los dejaron encerrados de a diez en celdas para uno, él fue el único sobreviviente de la suya, cuando lo encontraron estaba rodeado de cadáveres, tenía las articulaciones de los codos de-sencajadas, una pierna rota y le habían arrancado todos los dientes. Por eso se reía sin separar los labios. Durante los interrogatorios había traicionado a catorce personas, incluyendo a su mujer y sus suegros de entonces. Cuando salió de Straubing escribió a los familiares de los que había denunciado, pidiéndoles perdón; le dijeron que se fuera de Praga si no quería problemas. Ese fue el momento en que huyó a Occidente. En una de sus novelitas socialistas, un oficial americano en la Guerra de Corea, responsable de una matanza, es encontrado por los aldeanos delirando de fiebre. Como está enfermo no pueden negarle ayuda, pero lo tienen en una choza apartada, le dejan la comida en la puerta, nadie le habla ni lo toca y después de cada comida destrozan el cuenco y la cuchara que usa.

Karel Fabian murió, pacíficamente jubilado, en un departamentito proletario en Praga, en 1983. Antes quemó todos sus cuadernos y papeles, salvo una carta que le había enviado desde Alemania, luego de emigrar, una hija suya: “Me exigiste siempre obediencia absoluta, pero nunca me explicaste por qué ser tan obediente”. Ni esa hija ni las demás personas que conocían a Karel Fabian sabían que había sido Edvard Kirchberger, que hizo todo lo que hizo por obediencia al único imperativo que rigió su vida: seguir escribiendo sus novelitas, sabiendo que después de cada comida serían destruidos el cuenco y la cuchara que habían pasado por sus manos. Nunca aspiró a la gloria, ni siquiera aspiró a que alguien contara su historia. Pero eso fue lo que pasó. El libro se llama Gottland, lo escribió el polaco Mariusz Szczygiel y tiene un epígrafe que sospecho que a Karel Fabian no le hubiera disgustado: “No sé quién le lava la ropa a Dios / sólo sé que el agua sucia nos la bebemos nosotros”.

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