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Contratapa|Lunes, 24 de agosto de 2015
Arte de ultimar

La hora de la patria dibujante

Por Juan Sasturain
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Voy a hacer una confesión, que no es nueva ni original. Aunque siempre tuve problemas con el pico del Pato Donald, el sombrero de los cowboys visto de frente, las patas de los caballos y los cascos ingleses –que siempre me quedaban depositados como una empanada sobre la cabeza de los commandos–, pese a todo eso, durante bastante tiempo quise ser (como toda mi generación) dibujante. Dibujante de historietas, en realidad.

Es que a los que nos tocó ser pibes en los años cincuenta, las revistas, los semanarios de humor y de aventuras nos volaron la cabeza: el kiosco era el superpoblado templo que nos convocaba semanalmente para la ceremonia de consumir nuestra ración de aventura dibujada. Algo que a la postre resultó un alimento mucho más adecuado para crecer que el Toddy, el Vascolet o el ominoso aceite de hígado de bacalao.

Por eso, aunque supiéramos poco de los diaguitas o de la integración del Segundo Triunvirato y se nos confundieran Gregoria Matorras y Paula Albarracín, aunque recitábamos la secuencia Mussimesi; Colman y Edwards; Lombardo, Mouriño y Pescia, etc., con mayor seguridad que la Primera Junta, había cosas, saberes acaso inútiles, que nos enorgullecían: podíamos identificar a primera vista el dibujo de Lino Palacio en una tapa de Billiken, admirábamos los dientes del Señor Mordancio o de Taraletti (tan incorrectos, hoy) y los personajes con culo parado y el ombligo de María Luz que dibujaba el bestia de Battaglia, reconocíamos entre mil las olitas que hacía Ferro para el mar de Langostino en Patoruzito, los bosques canadienses a la aguada y las carabinas que sonaban ¡crac! ¡crac! del tano Pratt, la nariz achatada de El Indio Suárez que dibujaba Carlos Cruz en Rayo Rojo, el eterno pulóver de cuello alto que le puso Solano López a Bull Rockett (y que no se sacaba jamás...), la cabeza en punta de Amarroto y los chicos minúsculos y sonrientes de Oski, el gato lineal y la firma de Landrú, los petisos engominados de Calé, el increíble cuello en escorzo que les diseñaba Breccia a los negrazos amenazantes de Vito Nervio... Tantos nombres y trazos y personajes, tantas maravillas.

Uno se pregunta ahora y desde acá: ¿Para qué carajo (nos) serviría después, al crecer, ese pesado lastre de información gráfica académicamente berreta, sin otro aparente valor de cambio cultural que la módica y a veces estúpida nostalgia culposa y risueña que gustan mostrar los refutadores de leyendas dolinianos, tonto arquetipo en el que corríamos el riesgo de convertirnos?

Pero el tiempo y la historia y los avatares de una siempre vigente batalla de reivindicación de la cultura popular argentina contra las concepciones academicistas de elite o el simple prejuicio han ido haciendo posible que aquello que vivimos apasionadamente de pibes en aquel contexto perdonavidas –desde el sistema educativo y la cultura oficial y reconocida– como formas menores de simple y vulgar entretenimiento sean hoy reconocidas –los autores y las obras: aquéllos y los que los siguieron hasta hoy– como lo que son: soberanos artistas creadores de un puñado de obras maestras que hacen a lo mejor y más original de la cultura argentina.

Todo esto viene al caso porque, más allá de la evidencia de que las cosas en cuanto al reconocimiento de los dibujantes argentinos desde lo institucional y los medios ha cambiado mucho para bien –sin ir más lejos, ya se viene Comicópolis, esta semana inaugura una muestra José Muñoz en el Palais de Glace, se vuelven a exponer las maravillas del Bebe Ciupiak en Buenos Aires, mientras se publican mensualmente excelentes libros ilustrados y de historietas con una calidad y respeto inusuales en otra época–; pese a eso, digo, hay una asignatura pendiente que tiene que ver con el reconocimiento profesional y la consecuente cobertura y protección de derechos no sólo autorales de los dibujantes. Y también se están dando –por fin– pasos importantes en ese sentido.

Así, ya es un hecho, gracias al laburo de muchos artistas empeñados en la tarea a lo largo de los últimos años, la creación por la Ley 27.067 y su reciente reglamentación (decreto 1327/2015), dentro del Ministerio de Cultura de la Nación, del INAG (Instituto Nacional de Artes Gráficas). En éste, una vez debidamente institucionalizado, con presupuesto adecuado y autoridades constituidas, entre otras actividades, se irá completando el registro de todos los autores en actividad en el país a través de la ADA (Asociación de Dibujantes de la Argentina), entidad con personería jurídica que agrupa a los dibujantes (ilustradores, historietistas y humoristas gráficos) desde hace muchos años, mientras se sienten las bases materiales para cumplir los objetivos mediatos e inmediatos del INAG.

Estos son, entre otros y según detalle de los interesados, promover talleres de historieta, ilustración y humor gráfico en los diferentes ámbitos educativos; otorgar créditos para autoediciones o emprendimientos cooperativos que produzcan y fomenten las publicaciones; promocionar las artes gráficas en ferias nacionales e internacionales; constituirse en ente fiscalizador de los contratos en las compras institucionales de libros que involucren a dibujantes y, finalmente, conformar –atenti compañeros– una Caja Compensatoria (jubilación) exclusivamente para los dibujantes.

Se viene entonces la (buena) hora de la patria dibujante. Y la pronta institucionalización y puesta en marcha del INAG sólo se merece –se nos ocurre– la adecuada exclamación aprobatoria del reflexivo Mendieta: ¡Qué lo parió!

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