“Jehová dijo a Eva: tantas haré tus fatigas como sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia. Y él te dominará.”
Génesis 3, 16
¿Festejará Jehová el Día Internacional de la Mujer? ¿Y el Papa? Porque en nuestra digna civilización occidental la discriminación contra las mujeres viene del Génesis. Ya en el tercer capítulo, Jehová maldijo a la mujer sin advertir siquiera que en el episodio de la serpiente Eva se muestra como inteligente, astuta, curiosa y desafiante, mientras que Adán aparece como un imbécil, sin pensamiento o iniciativa propias y llevado de la nariz. Pero curiosamente la conclusión que se derivó de allí es la inferioridad intelectual de la mujer “por naturaleza” y decisión divina.
Un poquito más modernamente, y a cierta distancia de la creación judeocristiana, en la Universidad de Harvard, Estados Unidos, se ha levantado una buena polvareda sobre el tema: hace cosa de un mes, nada menos que el presidente de la universidad, Lawrence Summers, asistió a una reunión informal del National Bureau of Economic Research, una institución de investigación académica, donde tomó la palabra y constató que hay muy pocas profesoras de ciencias con status de “tenure” (contrato permanente) en las universidades, y lo atribuyó, entre otras causas, a diferencias innatas de género, que las harían menos proclives para las ciencias (a pesar de haber probado antes que el hombre el fruto del conocimiento), lo cual muestra que Summers o bien se cree Jehová, o bien no ha avanzado mucho respecto de Jehová. Nadie debe extrañarse, en consecuencia, de que un distinguido alumno de Harvard como Domingo Cavallo haya enviado a la científica argentina Susana Torrado a lavar los platos, lo cual hace suponer que la tesis tiene cierto peso en la universidad.
Cavallo seguía una ilustre tradición: cuando Marie Curie quiso inscribirse en la Universidad de Cracovia, le denegaron la entrada a la carrera de física y le sugirieron que se anotara en cursos de bordado y de cocina (Marie no quiso y optó por irse a París, donde inició la carrera hacia sus dos premios Nobel). También participaron en este asunto los muchachos de la Sorbona, que a principios del siglo XX organizaron una manifestación de estudiantes para impedir que una mujer se anotara en la Facultad de Medicina. Y no está de más recordar que hace menos de diez años se organizaron protestas en el Colegio Montserrat, dependiente de la Universidad de Córdoba, oponiéndose al ingreso de mujeres, seguramente para que no probaran la fruta del árbol del conocimiento.
Pero hubo discípulos de Jehová terriblemente firmes: en 1884, cuando en Oxford se propuso permitir a las mujeres ingresar a la universidad, el reverendo J. W. Burgon dijo en un sermón: “¿No tendrá ninguno de ustedes la generosidad o la sinceridad para decir a la mujer que desde el punto de vista del hombre se convertirá inevitablemente en una criatura sumamente desagradable? Si quiere competir con éxito contra los varones por las máximas calificaciones, habrá que poner en sus manos inevitablemente a los autores clásicos; dicho de otra manera, habrá que darles a conocer las obscenidades de la literatura griega y latina. ¿Se proponen ustedes seriamente hacer eso? Abandono este tema con una breve alocución dirigida al otro sexo: Dios os hizo inferiores a nosotros, y seguiréis siendo nuestras inferiores hasta el fin de los tiempos”.
Las palabras de Burgon eran un sermón y por lo tanto podían atribuirse a un arrebato bíblico, pero ya había habido quienes enfocaron “científicamente” el asunto: en Francia, Gustave Le Bon (1841-1931), fundador de la psicología social y autor del muy famoso libro La psicología de las masas, espantado ante las propuestas de algunos reformadores norteamericanos, que pretendían facilitar el acceso de las mujeres a la educación superior, escribía: “El deseo de darles la misma educación, y como consecuencia de proponer para ellas los mismos objetivos que para los hombres, es una peligrosa quimera... El día en que, sin comprender las ocupaciones inferiores que la naturaleza les ha asignado, las mujeres abandonen el hogar y tomen parte en nuestras batallas, ese día se pondrá en marcha una revolución social y todo lo que sustenta los sagrados lazos de la familia desaparecerá”. La psicología de las masas se estrenaba bien. Pero la antropología (que muchos consideran que siempre fue una ciencia progresista) había aportado su granito de arena: en algunos círculos antropológicos y médicos franceses se había puesto de moda considerar la inteligencia proporcional al peso del cerebro. Paul Broca (1824-1880), profesor de cirugía clínica de la Facultad de Medicina de París, fue un líder de esta corriente y fundó una verdadera escuela de medición y peso de cráneos y cerebros: la craneometría de Broca sólo se extinguió ya entrado el siglo XX.
Y así, sobre una muestra de 200 cadáveres, don Broca calculó el peso medio del cerebro masculino y el femenino y concluyó que el hombre era 181 gramos más inteligente que la mujer. Naturalmente, hubo quien objetó esta linealidad; el contraargumento de Broca fue interesante: “Como sabemos que las mujeres son menos inteligentes que los hombres, no podemos sino atribuir esta diferencia en el tamaño cerebral a la falta de inteligencia”. Lo cual demuestra que las mujeres son menos inteligentes que los hombres, como ya sabíamos. Razonamiento perfecto (y perfectamente circular). Ni Jehová (que nunca se caracterizó precisamente por la limpidez lógica de su pensamiento) lo hubiera hecho mejor.
Pero la escuela de Broca no se detuvo allí: sobre la base de una docena de esqueletos prehistóricos, los craneómetras encontraron que en ellos la diferencia de pesos cerebrales era menor, y ni lerdos ni perezosos concluyeron que la inteligencia del hombre había evolucionado más que la de la mujer, debido al papel predominante que éste, por “naturaleza”, juega en la sociedad.
Y realmente, ya que estamos en el Día Internacional de la Mujer, no viene mal recordar esta verdadera perlita salida de la pluma del inefable y antes citado Le Bon: “Entre las razas más inteligentes, como entre los parisienses, existe un gran número de mujeres cuyo cerebros son de un tamaño más próximo al de los gorilas que al de los cerebros más desarrollados de los varones. Esta inferioridad es tan obvia que nadie puede discutirla siquiera por un momento. Todos los psicólogos que han estudiado la inteligencia de las mujeres reconocen que ellas representan las formas más inferiores de la evolución humana y que están más próximas a los niños y a los salvajes que al hombre adulto civilizado. Sin duda, existen algunas mujeres distinguidas, muy superiores al hombre medio, pero resultan tan excepcionales como el nacimiento de cualquier monstruosidad, como, por ejemplo, un gorila con dos cabezas; por consiguiente, podemos olvidarlas por completo”. Esta auténtica joya literaria se publicó en la revista antropológica más importante de Francia, allá por 1870.
Jehová habría estado verdaderamente feliz.