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Cultura|Miércoles, 31 de diciembre de 2003
HACE 125 AÑOS NACIA EL GRAN CUENTISTA RIOPLATENSE HORACIO QUIROGA

“El cuento es una flecha muy bien apuntada”

Considerado por consenso como uno de los mayores cuentistas del Río de la Plata, el autor de Cuentos de amor, de locura y de muerte mantiene su vigencia a partir de un puñado de relatos que encandilan a una generación tras otra, y de una leyenda negra, personal, y cargada de desgracias.

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La historia de Quiroga, incluso antes de su nacimiento y después de su muerte, estuvo cargada de desgracias.
Por Angel Berlanga

Tres palabras aparecen de inmediato cuando se evoca a Horacio Quiroga y su obra: selva, cuento, muerte. Y el nombre de otro escritor, una de sus influencias literarias más potentes: Edgar Allan Poe. Se cumplen hoy ciento veinticinco años desde su nacimiento y todavía, a casi sesenta y cuatro de su suicidio, muchos de sus relatos mantienen intacta la contundencia. Aunque nació en Salto, Uruguay, es un hombre clave en la historia del cuento como género en la Argentina y, sostienen algunos, en toda Latinoamérica. “Luché para que el cuento –escribió en Ante el tribunal, en 1930– tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin. Ningún obstáculo, adorno o digresión debían acudir a aflojar la tensión de su hilo. El cuento es, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo no conseguirían sino entorpecerlo”.
Suele estremecer la suma de muertes a las que desde el principio asistió Quiroga (que nació, dicho sea de paso, cuando moría 1878). Tenía dos meses e iba en brazos de su madre cuando su padre, en una cacería, accidentalmente, se mató de un escopetazo; en la desesperación por la tragedia de su marido la mujer dejó caer al niño al piso. Era adolescente cuando su padrastro, con quien había construido una gran relación, tras quedar inválido se pegó un tiro en la boca; él estaba dentro de la casa cuando oyó el estampido. A los veinticuatro, cuentan sus biógrafos, mientras intentaba explicarle a un amigo el funcionamiento de una pistola, el arma se le disparó: fue mortal. Poco antes habían muerto dos de sus tres hermanos. Años después, en 1916, en la selva misionera, su primera esposa se suicidó. Todavía más: luego de su propio suicidio, decidido cuando supo que tenía cáncer, en 1937, los dos hijos que había tenido en ese primer matrimonio también se suicidaron. Si se escribe de lo que se sabe, como dice Héctor Tizón, ahí está una de las materias de Quiroga: el horror de asistir a muertes terribles. Difícil encontrar en sus relatos alegrías o finales felices.
Ese rasgo, la presencia de la muerte y del horror en sus cuentos, es uno de los que contribuyen a su asociación con Poe. En su Decálogo del perfecto cuentista Quiroga lo reconoce (junto a Kipling, Maupassant y Chéjov) como uno de sus maestros; en uno de sus primeros relatos publicados en libro, El crimen del otro, el narrador es un escritor tomado por la lectura de Poe. Hay entre ellos varias coincidencias biográficas: desgracias familiares que producen personalidades “raras” (Quiroga creía, temía, estar un poco loco), traspiés en sus intentos por adaptarse en sus sociedades, acceso a publicaciones y reconocimientos a fuerza de talento y voluntad que sin embargo no les alcanzan para vivir sin penurias, amores trágicos con mujeres a las que les llevaban muchos años, caminos abiertos a través de sus cuentos, muertes en la pobreza.
Luego de la muerte accidental de su amigo Quiroga se instaló en Buenos Aires. Para entonces ya había publicado Los arrecifes de coral, un libro de poemas, y algunas colaboraciones en revistas. En 1903 Leopoldo Lugones, a quien admiraba y había conocido unos años atrás, lo llevó como fotógrafo para un trabajo que debía hacer sobre las misiones jesuíticas en San Ignacio. Ahí, en la selva, Quiroga encontró su lugar para renacer, su nueva patria, un territorio para construir, inventar, conquistar, entender y contar. Luego de un fallido intento por instalarse en el Chaco, en 1906 compró 185 hectáreas cerca de San Ignacio, y tres años después se radicó allí junto a su primera esposa. La segunda, varios años más tarde, tampoco aguantó a la combinación Quiroga-selva y lo abandonó. En la selva Quiroga descubrió otro universo: hombres, plantas, animales, leyes, trabajos, nada tiene que ver con la ciudad. De ese universo (en el que pone el cuerpo, en el que imagina y pone en práctica proyectos que lo desbordan, con los que sueña hacerse rico) empiezan a nacer sus personajes –él mismo, muchas veces– y a nutrirse sus relatos. Osvaldo Soriano apuntó que Quiroga fue a la selva “no a descubrirla, sino a indagar los límites del hombre frente a la adversidad”. Progresivamente fue consiguiendo espacios en diarios (La Nación, La Prensa) y revistas (Caras y Caretas, El Hogar, La Novela Semanal) para publicar sus cuentos. Gana fama, también. Cuando vuelve a Buenos Aires con sus dos hijos pequeños, tras el suicidio de su esposa, se mantiene con lo que escribe (aunque se queja, siempre, de lo que le pagan). En 1917 publicó su mejor libro: Cuentos de amor de locura y de muerte. Luego vendrán El salvaje, El desierto, Los desterrados, entre otros. Difícil encontrar quien elogie sus novelas o sus obras de teatro. Suele rescatarse, en cambio, que fuera uno de los primeros en escribir sobre cine en Argentina; hizo un guión con la adaptación de un par de cuentos e intentó montar una academia. Quiroga nunca terminó de sentirse a gusto en Buenos Aires y volvía, siempre, a la casa que levantó con sus manos en la selva.
En sus cuentos la muerte, esa constante, pocas veces tiene que ver con el asesinato premeditado: lo que mata, al menos en sus mejores relatos, está vinculado al azar, al accidente, a la naturaleza, a lo sobrenatural. La muerte es un gusano imposible en El almohadón de plumas, una aparición sólo vista por los perros en Insolación, un traspié en la cotidianidad en El hombre muerto, una víbora en A la deriva, cuatro deficientes mentales que imitan algo llamativo en La gallina degollada. No hay, aquí, “criminales” a quienes “responsabilizar” por sus actos. “En Quiroga –escribió Abelardo Castillo– la muerte nunca se da como aceptación o pasividad. Es curioso que sus mejores críticos no se hayan detenido en este tema. A la deriva, Un peón, El hombre muerto, El hijo son metáforas de la muerte al mismo tiempo que conjuros contra la muerte. Como lo es El espectro en un nivel más evidente”.
Juan Filloy decía que Quiroga era “el cuentista perfecto” y que el cuento tomó impulso en la Argentina a partir de sus relatos. Para Juan José Saer El almohadón de plumas es una obra maestra. Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, en cambio, opinaban que escribía mal. Soriano decía que aunque buena parte de su obra aparece vapuleada por el tiempo y los imitadores El hombre muerto era un ejemplo de perfección. En 1967 Rodolfo Walsh publicó “El país de Quiroga”, un artículo magistral en el que daba cuenta del escenario del escritor, “un hombre que alzó en torno de San Ignacio una construcción más inmaterial, duradera, que la ordenada piedra de los jesuitas”. Algunos cuentos, como flechas cuidadosamente apuntadas a la muerte.

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