EDUARDO BELGRANO RAWSON Y LOS INOLVIDABLES
PERSONAJES DE “ROSA DE MIAMI”, SU NOVELA MAS RECIENTE
“El humor es muy necesario para escribir”
En su libro, el novelista organiza una sinfonía caribeña que contiene decenas de personajes, historias y escenarios y se centra en la frustrada invasión de EE.UU. a Cuba en 1961.
“Es una novela con gran contenido periodístico, que traté de llevar al plano literario”, define Rawson.
Por Angel Berlanga
Cerca de la mitad de Rosa de Miami, la extraordinaria novela de Eduardo Belgrano Rawson, en una doble página coexisten sin problemas –narrativos– los dictadores Trujillo y Batista, los ex presidentes de Guatemala Jacobo Arbenz y Juanjo Arévalo, un quetzal embalsamado usado para una broma, el dueño de la United Fruit, Salvador Allende, el comandante de un submarino nazi que reventará muy graciosamente, Perón y Hemingway. ¿Qué los reúne? El Caribe: hacia ahí confluyen los protagonistas y las historias que conectan con un núcleo central constituido por la fracasada invasión impulsada por Estados Unidos a Playa Girón, o Bahía de Cochinos, en 1961. Tres años le llevó la escritura de este libro, en el que son retratados, entre otros, Fidel Castro, el Che, Camilo Cienfuegos, Graham Greene, Rodolfo Walsh, Jorge Masetti, Yuri Gagarin, Tacho Somoza, Cassius Clay, John Kennedy y Malcolm X. Esos son los nombres más conocidos: Rosa de Miami –la sensual locutora que desde Radio Swan daba los mensajes cifrados que coordinarían el despelotado ataque– cuenta también decenas de historias de pilotos, agentes de la CIA, putas, guerrilleros, balseros, periodistas, asesinos y asesinados.
“Y eso que el año pasado, durante un viaje que hice a Alemania y a París, podé cien personajes”, dice Belgrano Rawson en La Paz, el bar en el que se reunían cinco décadas atrás los periodistas que fundaron la agencia cubana Prensa Latina, Walsh, Masetti y Rogelio García Lupo. En La Paz habla de un nuevo libro (después de Fuegia, Noticias secretas de América y Setembrada) sobre tierras arrasadas de Latinoamérica, aunque aclara que tiene listo uno de relatos “en el que no hay ni un tiro” (se llama El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos) y otro que es una historia de amor que lleva una década esperándolo para ser escrita, a la que piensa abocarse cuando termine una novela acerca de un crimen que, dice, “debe contarse pronto”. Refunfuña un poco en la entrevista: que consiguió pocas páginas buenas, que siempre hay diferencias entre lo que se imagina y lo que resulta, que la magia está entre que se empieza a escribir y la publicación y que luego el libro “se va alejando”.
“Era difícil de contar esto, demasiada complejidad: los mercenarios, los hechos, idas y vueltas, épocas. Están Nicaragua, Guatemala, Fidel, el Che: ¿cómo escribir sobre el Che a esta altura del partido?” La singular –y, por estilo, distinguible– prosa de Belgrano Rawson anda alejadísima de la solemnidad, mantiene un ritmo incansable y convoca climas, sabores, colores, músicas y vocabulario que remiten al Caribe. “Yo no conocía París, y todavía no conozco Italia ni España, porque me he pasado la vida en el Tercer Mundo: países de mierda con tsunamis, masacres, degollinas, golpes de Estado, invasiones de la CIA”, dice. “Lugares que de algún modo me deslumbraron en la juventud. Pero París también es lindo, ¿no? Pasé unas semanas inolvidables junto a mi hija, que está viviendo allá. Y al libro lo fui reescribiendo en trenes, parques, bares. Al Caribe lo conozco desde hace treinta años: llegué a Nicaragua por primera vez cuando estaba Tacho Somoza, y al viaje siguiente Managua estaba en el suelo por un terremoto. Y me recorrí las selvas húmedas de Guatemala, cuando estaba lejos de mi cabeza la idea de esta novela.”
–¿Qué hacía en Centroamérica?
–Era periodista de una revista de medicina de un norteamericano. Las reuniones de redacción se hacían en México. Estaba encantado. De ahí pasaba a Nicaragua, Panamá, a todos esos lugares, cada vez que iba. Por eso muchos sitios ya me resultaban familiares. Además los había tenido en la historieta que hice para D’Artagnan y en mi primera nota periodística, que fue la invasión de Bahía de Cochinos, y significó mi ingreso a Primera Plana, donde conocí a Vicky Walsh.
De los primeras ligazones con el Caribe cuenta Belgrano Rawson en una “carta a la abuela” que es una introducción autobiográfica: de la amistad de su padre con Juanjo Arévalo mientras estuvo en Punta de los Venados, donde recibió la invitación a candidatearse presidente en Guatemala y se cruzó con quien luego sería el dictador Jorge Rafael Videla; de la visita de las Mulatas de Fuego, del Tropicana de La Habana, con Celia Cruz en el plantel; de los paratrúpers (cubanos adiestrados por la CIA para la invasión) que luego venderían pollos San Sebastián en Buenos Aires y le dieron una versión que luego transformaría en aquel guión de historieta; de los boleros que bailaba y del noticiero del cine en el que descubrió “al barbudaje”; de cómo cuando le contó a Vicky Walsh la historia de los paratrúpers supo que su padre, Rodolfo, no sólo había estado en Guatemala: fue él quien descifró las claves secretas de la invasión. “El mundo es un puto pañuelo, abuela”, escribe.
–¿Por qué eligió ese título?
–Me pareció que la referencia a Rosa de Tokio era bastante obvia. Resume toda la historia esa locutora que habla desde una isla remota en Honduras, que en realidad ha salido de un prostíbulo llamado Séptimo Cielo y que después se esfuma de la novela, como pasa con la gente en la vida. Ella da las claves codificadas del desembarco, y está enamorada de algunos protagonistas. Una locutora de la época del bolero, de cuando la gente bailaba abrazada.
–Como en sus otros libros, la novela se asienta en una investigación periodística.
–En Cuba andaba grabador en mano, rompiéndole las bolas a medio mundo. Pilas de casetes con entrevistas. Los diarios de la época son la principal fuente. Es una novela con un gran contenido periodístico, que traté de llevar al plano literario. De algún modo, los periodistas aquí pueden sentirse cómodos: son personajes fundamentales en todo el libro. Siempre hay alguno dando vueltas.
–¿Fue complicado acceder a entrevistar agentes de la CIA?
–Nada del otro mundo. En una parte cuento que Régis Debray argumenta que lo torturaron y que un agente dice: “Le dimos dos cachetazos: uno para que hablara y otro para que se callara”. Con los agentes es igual: hay que darles un cachetazo para que se callen.
–¿Qué se plantea, qué persigue con el estilo de su prosa?
–No sé. Yo trato de ser lo más evocativo posible y que el tipo no se me pierda en el relato. Ya bastante quilombo tengo con los temas que elijo. Alcanzar una poética. Nunca perder el humor. No puedo escribir sin el humor: lo necesito como el aire. El libro carece de la épica y el heroísmo de la Revolución Cubana, pero tampoco está escrito desde la industria del anticastrismo; no me parece que los agentes de la CIA vayan a recomendarlo. Creo que es un buen tema para ser abordado por un argentino. Un estadounidense no entiende un pedo de lo que pasa. Y un cubano lo convierte en un brulote, sea del lado que sea: del lado socialista sería “el tractorista heroico” o “el piloto inconmensurable”, y del lado de Miami... ya sabemos.
–¿A qué testimonios o datos le costó más llegar?
–Me costó que Ciro Bustos me contara cosas (sobre la experiencia de Masetti y el Ejército Guerrillero del Pueblo). Noticias secretas me abrió la puerta: luego de leerlo me dijo que me contestaría. Hubo personajes a los que nunca llegué: Howard Hunt, por ejemplo. Y gente a la que llegué que no quiso hablar. Pero me quedo corto en la historia que cuento, eh: soy muy mesurado. Los documentos desclasificados de la CIA son mucho peores. Tampoco pude llegar a Miami: me rompía las pelotas tener que estar explicándole a un pelotudo de la embajada americana que no iba a hacer saltar lo que quedaba del Pentágono o que me iba a quedar a trabajar.
–¿Por qué escribe historias de guerra?
–Eso digo yo, que ni siquiera tengo un revólver guardado en mi casa, por si me agarran los chorros de Villa Pineral. Es una buena pregunta. Ya está bueno, ¿no?, de relatos de guerra. Lo que pasa es que nuestra historia latinoamericana es de guerras. Y yo me siento un escritor de Latinoamérica. Lo que alguna gente llamaría un idiota útil latinoamericano.
–“¿Cómo escribir sobre el Che?”, se preguntaba. Sus miradas sobre él y Fidel Castro, el Caballo, no tienen condescendencia. Camilo Cienfuegos, en cambio, sí le cae en gracia.
–Su muerte temprana lo convirtió en una leyenda. Camilo tiene su encanto, la gente lo amaba. Al Che la gente lo respetaba y lo admiraba, pero no lo quería. Fue un hombre de un estoicismo y una valentía extraordinaria: ni sus peores enemigos pueden dejar de admitirlo. No sé qué pasa con el Caballo. Será difícil escribir sobre él hasta después de su muerte.
–Pasaron más de 40 años desde la invasión. ¿Qué cambió en Centroamérica?
–Esos dictadores salvajes, como Trujillo o Somoza, ya no existen y es impensable que vuelvan. Pero la situación política conserva sus lacras y miserias. Se han vuelto países tan insignificantes que ni siquiera vale la pena invadirlos. Ni los mamados lo harían.
–Y sin embargo usted escribe sobre esos países.
–Eso me dijo una arqueóloga francesa, Laurette Séjourné: que le parecía increíble que alguien se ocupara hoy de Cuba o de América Central. La Revolución Cubana, los años ’60, el nacimiento del rock, son parte de mi infancia, en un mundo todavía dominado por el bolero y la música romántica. Me gustaría que el libro transmita también eso, que vaya más allá del desembarco en una ciénaga perdida.