Desde la huida del poder de Fernando de la Rúa, no hay quien resuelva ninguno de los problemas básicos del funcionamiento de la Secretaría de Cultura de la Nación, de la que dependen docenas de organismos e instituciones, además de miles de empleados. María Teresa del Valle González Fernández de Solá fue nombrada por el efímero gobierno de Adolfo Rodríguez Saá, renunció con él y permaneció en su despacho hasta que se cansó, hace tiempo. Ahora funge de primera dama de la provincia de Buenos Aires, a la vera de su marido Felipe Solá. En los despachos de Cultura, en la Casa Rosada y en la Secretaría, los empleados ya no saben como hacer para explicar que nadie puede resolver, por ahora, problema práctico alguno. Como los habitantes de Casablanca, en la mítica película de Michael Curtiz, los sectores de la cultura esperan, esperan, esperan, esperan. Y no saben siquiera si esperan algo bueno.
Hay un tema práctico y un tema ideológico en torno de la situación de acefalía del sector. El tema práctico es que la cultura, o si se quiere Cultura, no está representada en las reuniones donde por estas horas se discute el Presupuesto Nacional. Los administradores saben que muchas veces la suerte de una gestión depende de los buenos oficios de quienes se sienten con Economía a discutir la cantidad de dinero para cada área. En la lógica de Economía, al menos en la lógica de los economistas que han llevado a la Argentina donde la Argentina está, Cultura es un gasto, y no una inversión. Si alguien no defiende, y con buenos argumentos, la necesidad de que el Estado cuide al Instituto de Cine, se ocupe de sus Museos, atienda a la Biblioteca Nacional, destine dinero al Instituto de Teatro y a la Orquesta Sinfónica Nacional, apoye al Teatro Cervantes, etc. lo más probable es que les llegue dinero si sobra. Y hoy no sobra. De hecho, luego del famoso Déficit Cero del ex ministro Cavallo, durante 2001 lograr que Economía girase a los organismos el dinero que les correspondía por presupuesto fue una hazaña para los funcionarios del área. Aun si el gobierno de Eduardo Duhalde morigerase sus internas y anunciara hoy mismo el nombre del nuevo responsable del área, el tiempo pasado sin timón sería muy difícil de recuperar.
El tema ideológico tiene que ver con qué mensaje le transmite a una sociedad como la argentina un estado que relega a la cultura al último lugar en la cola de sus prioridades. Ni siquiera el gobierno de Carlos Menem –un presidente que citaba las obras completas de Sócrates, decía haber leído las novelas de Borges y afirmaba que los versos “caminante no hay camino se hace camino al andar” pertenecían a Yupanqui– transmitió una imagen tan perezosamente distante de los problemas centrales de la cultura. Los gorilas suelen decir que el peronismo y la cultura se llevan a las patadas. Pero el peronismo es también Homero Manzi y Hugo del Carril, Leonardo Favio y Enrique Santos Discépolo, Alejandro Dolina y Arturo Jauretche, Leopoldo Marechal y Rodolfo Walsh. Un gobierno peronista que no entienda a la cultura como un valor estratégico propio se parece a la caricatura que del peronismo han hecho, históricamente sus enemigos.