Nos hemos visto sólo dos veces, pero yo tengo la impresión de que hemos estado viéndonos durante años de años. Será por eso de que nacimos muy cerca en el tiempo. Será porque durante esos años de años nos hemos escrito, nos hemos mandado tarjetas de Navidad y de viajes, hemos a la distancia hablado de libros y de palabras, nos hemos dado noticias de nuestros hijos y de nuestros nietos; será porque uno de mis libros está dedicado a ella y a otra hermana del norte; vaya a saber por qué será.
La primera vez tomamos café en Powell’s, una librería que es un mundo, en Portland, su ciudad lluviosa y bella. La segunda vez en Madison, en un encuentro fantástico de narrativa fantástica en donde se presentó su versión de Kalpa.
Es que ella una vez tradujo un cuento mío que se publicó en Starlight. Hubo más cartas y más tarjetas y más noticias y después fue cuestión de Kalpa Imperial que acababa de leer, y cuando me mandó la primera parte, me pareció, y se lo dije, que era perfecta. Vino un intervalo con poetas latinoamericanas que ella traducía aunque no por eso dejábamos de escribirnos, y entonces sí, así, sin anestesia, sin previo aviso, un día me dijo que 1) tenía Internet, cosa hasta el momento increíble porque se había resistido heroicamente a tenerlo; 2) me ponía en contacto con su agente a ver si se podía publicar su traducción de Kalpa Imperial en Estados Unidos.
Cosa que sí sucedió: de pronto estábamos en Terramar, ella y yo y las poetas latinoamericanas y los reyes y Ged y Erreth-Akbé y subimos desde la Mar Abierta a las Noventa Islas y pagamos con marfil las sedas que compramos en Lorbaneria, y esperamos el día más corto del año para celebrar la Larga Danza y nos sentimos dichosas porque aunque no sabemos todos los nombres verdaderos de todas las cosas sí conocemos el de la felicidad de las palabras. No he conseguido hasta ahora que desde Terramar nos vengamos hasta acá, al sur del sur para que ella se asome al Paraná, el Padre del Mar. Pero quién sabe, tal vez un día de éstos.