Descubrí a Marosa al aparecer publicado coincidentemente con ella en un número de la revista Mantrana 7000 a la que me había llevado la poeta Alicia Bello, alrededor de 1974. Llamé conmocionado a Beatriz Eichel, directora del medio y así me enteré de que era uruguaya y, poco tiempo después, nos citamos en el lamentablemente incendiado bar Sorocabana de Montevideo. Marosa atisbaba desde su mesa-escritorio la puerta de ingreso como a una galera de mago de la que emergían fascinantes personajes que, como luego nosotros, evidentemente la adoraban. Me presentó a su hermana, también poeta, Nidia Di Giorgio, madre de su sobrina Jazmín, a la gran Concepción Beilinson Silva y, sobre todo, a ese ser inolvidable que fue su madre, Clemens de Médicis, refulgiendo con la corona de plata que le armaban las canas, a su lado.
Mucho tiempo después, Batato Barea recibió su libro de la tapa de coral, Clavel y Tenebrario, del que seleccionó diversos poemas para representar en el Parakultural. Finalmente, junto a Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese pusieron en escena el espectáculo Los papeles heridos de... tinta. Antes, habíamos logrado que las autoridades del Rojas la invitaran a presentar su fabuloso unipersonal, Diadema, sobre un mar de claveles, jazmines y hojas de repollo. Nos volvimos fanáticos o, mejor dicho, “Marósicos”. Ella siguió regresando a presentarse en diversas instituciones. Quiso presenciar el recital que la actriz Erica Rivas había armado con sus textos. Allí me confesó que iba a registrar su voz para un sello dirigido por el poeta Edgardo Russo, El cuenco de plata, en el que acaban de aparecer, junto a la joya invalorable del CD, su póstumo libro, La flor de lis. Los demás, ya es historia...