“Las Ferias son un añejo vicio porteño: recuerdo haberme extasiado, hace mil años, en una muestra industrial por Retiro, ante un televisor soviético tan grande como el Kremlin. Pero ésta del Libro acuna anécdotas más fervorosas y polémicas. Por no hablar del agotamiento físico tras deambular horas buscando el ejemplar de marras o a la morocha que caminaba por otro pasillo. Y resulta que La Feria –así, con mayúsculas– es además un implacable termómetro del envejecimiento. Cada año nos reencontramos allí con amigos siempre más canosos; yo aprovecho para acercarme a De la Flor y saludar a Daniel Divinsky –y a Kuki, es claro–, con quienes sólo nos vemos en este ámbito. Alguna vez llega un amigo de afuera, como ocurrió el 2003 con Octavio Prenz, escritor argentino que vive en Trieste y vino acompañando a Claudio Magris. O la inefable argentina-cubana Basilia Papastamatíu (ni falta hace presentarla).
Como la nueva Feria es faraónica –sin la calidez de la anterior– y los costos se fueron por las nubes, se extraña el ‘stand de la poesía’: Botella al Mar, con Alejandrina Devescovi al timón, o a esos otros, de países latinoamericanos que regresan de a poco. Y a los de entidades culturales que deberían estar, como la SEA, Sociedad de Escritores de la Argentina. Pero se expanden los reductos de comidas enjundiosas. Y no se trata de exaltar aquí las ofertas, ni a las editoriales y libros de provincias que sí están, y a tanta gente que la pelea y cambia ideas, ni mencionar –por contraste– los charcos barrosos e infames que se forman en el acceso principal cuando caen cuatro gotas. Se trata, apenas, de que uno pretende que el libro sea una herramienta accesible todo el año. Y no un objeto al que adorar, como al becerro de oro, por un quítame allí esa Feria...”