Siempre es difícil tener que explicar sensaciones, sentimientos, y mucho más dar cuenta de los gestos que los acompañan, señales o síntomas delatores. No se necesita ser Roland Barthes ni psicoanalista ni siquiera enfermero del Hospital Pirovano para saber –por ejemplo– que no es lo mismo sentir un dolor que gritar “Ay” y mucho menos explicarlo diciendo “Me duele”. Tampoco es lo mismo estar enamorado de alguien que hacerle el amor y/o decirle “te amo”. Son instancias, momentos no necesariamente sucesivos, de un solo proceso. Sentir, manifestar lo sentido con el cuerpo y nombrarlo, describirlo. De eso se trata también cuando nos metemos con el fútbol.
De ahí que en vísperas de la apoteosis emocional que se nos viene, con el Mundial desafiando el umbral de una cordura en franco retroceso, cabe avisar al profano o no creyente –“al que no salta” en general– de qué se trata lo que vendrá. Es decir, por qué saltamos (hemos saltado antes, volveremos a saltar en estos días) no sólo en la cancha sino ante la pantalla verde iluminada del fútbol universal. Hay un resorte tenso calzado bajo nuestras machacadas asentaderas siempre dispuesto a dispararse, que sólo espera un silbato lejano.
Sabemos lo que va a pasar (nos). Cuando gritemos “guarda atrás” cada vez que la lleve Román, nos tiremos a tapar el remate del grandote Drogba, vayamos a cabecear al área propia para defender en un córner sobre la hora, estiremos el pie para llegar con Crespo a un centro rasante y paralelo, le gritemos al Pato Abbondanzieri para que no descuide el segundo palo en un tiro libre holandés o acompañemos a Messi en la rodada que nos dé el penal que haga justicia y nos dé felicidad; cuando hagamos todas esas cosas –en el salto, en la risa, en el grito y en la congoja– pareceremos, seremos irreparablemente patéticos.
Y cuando transpiremos la camiseta en la euforia de la celebración o la empapemos con el sudor frío del pánico, todo por una efímera circunstancia –una hora y media de ir y venir de la pelotita– seguro que nos sentiremos, después, un poco ridículos.
Así, durante las próximas semanas confesos patéticos, ridículos, impresentables tras la victoria o la derrota en cada jornada, mínimamente nos recompondremos el ánimo y la indumentaria para afrontar la opaca cotidianidad, esos inútiles baches de trabajo o rutina familiar que deberemos sobrellevar hasta el partido siguiente, la próxima evidencia de que, pese a todo, seguimos vivos.
Y, bien pensado, no es un costo tan grande: no hay tantas cosas en la vida que nos devuelvan esa sensación. Y encima, mirá si ganamos...
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