PAGINA/12 EN LA VIOLENTA RECONSTRUCCION DEL ORDEN EN EL MEDIO DE UN CAOS
La invención de una semicolonia policial
Los mismos soldados y guardias pretorianos que se suponía que eran la última línea de defensa de Saddam Hussein están pasándose en masa a las fuerzas invasoras de Estados Unidos. En una recorrida por Bagdad, el enviado de Página/12 pudo comprobar el modo en que una nueva autoridad se construye sobre las bases de la vieja.
Iraquíes y estadounidenses en una patrulla conjunta en las calles de Bagdad..
Delante de las rejas de la Escuela de policía del barrio Nuevo Bagdad, Abdul Alhal esboza una sonrisa tímida, casi ausente. Después de 12 años de servicios con un régimen dictatorial, una guerra que descompuso su país, casi siete días de ausencia absoluta y un ejército extranjero recorriendo las calles de la capital, Abdul Alhal está dispuesto a servir de nuevo “los intereses de Irak”. El hombre habla en voz muy baja, casi escondiendo las palabras. El miedo y la desconfianza se leen en sus ojos, tanto como en los del centenar de policías que recorren el patio de la Escuela y en los otros, que llegan en pequeños grupos ante el acceso de la institución, controlado por los soldados norteamericanos. Abdul Alhal y sus compañeros forman parte de los 2000 policías iraquíes que aceptaron colaborar con los norteamericanos para intentar poner término a la violenta anarquía que domina Bagdad. Una historia increíble como sólo Hollywood puede ofrecerlas.
A Abdul Alhal no le molesta el hecho de tener que obedecer al ejército que destruyó su ciudad natal. “Sólo nosotros podemos poner orden en Bagdad. Conocemos cada rincón de la ciudad y somos capaces de terminar de una buena vez por todas con los saqueos. Hoy no se trata de saber quién manda sino de liberar a nuestra ciudad de los fedayines árabes, libaneses, yemenitas o egipcios, que saquean Bagdad. Saddam Hussein se fue y ahora hay que dar vuelta la página.” Ayer a la mañana, antes de salir de su casa, Abdul Alhal se vistió con el uniforme verde oliva de la policía local y vino a la Escuela de policía sabiendo que “empezaba una nueva vida”. La escena, en su totalidad, es de un exquisito surrealismo. Enfrente de la Escuela, el edificio de la prefectura de policía todavía saca humo. Alrededor todo ha sido bombardeado y el barrio huele a pólvora y hierros calcinados. Los edificios de la escuela parecen restos de una revolución incierta. La dependencia central está destrozada. La onda expansiva de las bombas y los saqueos terminaron de carcomer el resto. Esos hombres de rostros duros y sonrisas temerosas constituían una de las armas más temidas del sistema represivo de Saddam Hussein. En cierto momento, algún experto occidental un poco apresurado los contabilizó dentro de las fuerzas que iban a defender Bagdad a cualquier precio. Esa misma policía que antes de que el régimen se esfumara como por arte de magia hostigaba a los periodistas y maltrataba la población pretende hacer imperar el orden con criterios que jamás conocieron. “Aprenderemos la democracia y también a vivir sin Saddam”, dice un oficial que se niega a dar su identidad. Una obra del teatro del absurdo no podría ser más exacta en su descripción de la inextricable maraña que envuelve a Irak. Con uniformes verdes o vestidos de civil, esos oficiales se pasean en medio de los tanques y vehículos militares norteamericanos que ocupan la Escuela. Muchos de los Marines que los controlan en la reja de entrada podrían ser sus hijos. Sin embargo, siempre con sonrisas contenidas, los aguerridos policías de Saddam hacen cola para servir “al país”. Quienes tenían que haber dado sus vidas para que las armas de Bush no controlaran el petróleo ofrecen ahora su existencia a una nueva causa: “El orden, la reconstrucción, el respeto de la ley y la obediencia a las normas básicas de convivencia en una ciudad”, explica Muhammad, un joven policía que lleva sus anos en el cuerpo.
Pese a las buenas intenciones, la sombra de Saddam Hussein está siempre al borde de los labios. Para que esos servidores del nuevo orden hayan aceptado ponerse bajo el mando de la jerarquía militar norteamericanatienen que tener mucha fe o estar seguros de que Saddam ha muerto. “Tengo fe y necesito trabajo. No hay agua, faltan los alimentos y Bagdad se hunde cada día más en un desorden sin fin”, afirma otro oficial que está a punto de realizar su primera patrulla por la ciudad. Abou se sube a un inmaculado vehículo blanco y espera que le saquen la foto. Se nota que le han explicado lo que tiene que hacer. Con más de 20 años de leales servicios no está acostumbrado a que un civil le hable de igual a igual ni tampoco a responder a tantas preguntas, y menos aún a que un extranjero le saque una foto. Sus demás compañeros lo observan con cierta envidia y algunos se acercan para hablar voluntariamente. Parecen niñitos de vacaciones y con ropa nueva. “Este es un día histórico para nosotros. Me siento feliz de estar aquí, de haber decidido estar entre los primeros”, comenta espontáneamente Hamid, un policía joven. Los hombres que van llegando se unen a los que ya están adentro. Hay abrazos, apretones de manos sinceros, escenas que revelan un verdadero reencuentro. Nadie diría que es el patio de una escuela de policía donde se formaron las fuerzas del orden más temibles de la región sino, más bien, el patio de un bachillerato lleno de muchachones alegres que regresan de vacaciones. Todos hablan con entusiasmo, como si el pasado fuese un territorio límpido y feliz, como si detrás de las rejas no hubiese una ciudad herida, arruinada a bombazos, miles de heridos, muertos entre los escombros y un abismo de autoridad que prohíbe cualquier idea del orden. “Haremos historia”, dice con malicia un policía. Los demás se ríen, asienten con la cabeza y se sientan sobre un banco medio comido por el fuego. Detrás de ellos, a la izquierda de la reja principal, una casucha de techo bajo cuenta lo que ellos no saben o no pueden contar. Adentro, desparramada por el piso, hay comida podría, restos de uniformes desgarrados, sangre y un alucinante enjambre de moscas. Nada, visiblemente, ha sido preparado, ni siquiera el orden. Del otro lado de la reja principal, ante las mismas narices de los jóvenes soldados norteamericanos que montan la guardia, la gente se pasea por la calle transportando lo que acaba de robar en los edificios adyacentes. Dos hombres corpulentos arrastran un sillón por el medio de la calle, cuatro jóvenes pasan con máquinas de escribir sobre la cabeza, otros tres llevan un armario en andas y un hombre sólo camina con las dos ruedas de una moto recién desmontada. La anarquía de la capital iraquí se presenta desnuda ante quienes han sido llamados para erradicarla.
“No será fácil, desde luego. Casi nada funciona. Los autos de la policía han sido robados, los sistemas de transmisión destruidos o saqueados y hasta las armas desaparecieron. Pero por algún lado hay que empezar”, explica un policía cuya autoridad revela un alto rango. Cuando alguien les pregunta por Saddam Hussein, por los cuadros del partido Baaz que se hicieron humo, por los servicios secretos que lo controlaban todo, por la Guardia Republicana que nadie vio, una sombra de momentáneo terror les atraviesa la cara. “Eso se acabó”, dice un policía. Otro amplía la explicación: “No nos ponemos de rodillas ante los norteamericanos, respondemos al pedido del pueblo”. El hombre se refiere a las cotidianas manifestaciones de ciudadanos que, en la plaza Al-Firdus, frente al hotel palestina, con una inmensa banderola desplegada, piden: “We want a new government as soon as possible to ensure security and peace” (sic) (“Queremos un gobierno democrático para garantizar la paz y la seguridad lo más rápidamente posible”). El pasado no es únicamente Saddam Hussein. También es el de esos hombres. Los norteamericanos los llamaron mediante mensajes en árabe difundidos por la radio y ellos vinieron. El sargento Claudio Lamentia se excusa diciendo que no es a los estadounidenses “a quienes les corresponde determinar quién puede reincorporarse y quién no”. Hachem Hawleri, responsable de las Free Iraqi Forces (FIF), un grupo de opositores entrenados en Hungría y encargados de ayudar a las tropasnorteamericanas en las traducciones, explica que “por el momento verificamos que los policías que se presentan son realmente lo que dicen ser”.
De agentes de Saddam a agentes del imperio que lo derrocó, el paso es grande. El coronel Mohamed Abdel Sattar al-Najjar reafirma que “siempre estuvimos al servicio de Irak y de los iraquíes. Las cosas deben ordenarse y vamos a poner término a todo esto, solos, sin los norteamericanos”. Ali Ahmed Kalaf, un sargento de la policía iraquí, se frota las manos. Para él sí que el presente es una revancha sobre el pasado. “Me echaron de la policía porque no quise adherir al partido Baaz. Ahora hay que eliminar a todos los miembros de ese partido.” Otro representante de la nueva autoridad admite que era miembro del partido Baaz pero se excusa con un “en el fondo siempre estuve con la oposición”. El Irak “libre” prometido por George Bush ya tiene un embrión de autoridad policial. Son los sobrevivientes del pasado que se lavaron la cara y aprendieron rápidamente a sonreír.