A finales de los ochenta, el jesuita colombiano Javier Giraldo participó en el proceso que obligó al Estado de su país a reconocer la muerte de 100 personas en Trujillo a manos de soldados y policías. Ahora confía en que “las matanzas” durante el gobierno de Alvaro Uribe no queden impunes. Antes de diciembre de 2005, 13.000 paramilitares se han comprometido a dejar las armas, pero Giraldo, vicepresidente de la Liga Internacional por los Derechos de los Pueblos, asegura que su número va a más. Lo indican las cifras de un banco de datos sobre las muertes violentas en Colombia que elabora desde hace 15 años la oficina de Derechos Humanos del Centro de Investigación y Educación Popular que él dirigió. Denuncia que allí no le dejan informar y aprovechó su paso por Madrid para recoger el Premio Juan María Bandrés, que le concedió la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), para denunciar lo que ocurre.
“El gobierno de Uribe ha trazado una estrategia de paramilitarización muy sutil: la seguridad democrática. Dice que es para los sindicalistas, los defensores de los derechos humanos, los indígenas... pero en la práctica éstos están desprotegidos”, argumenta. “Se han multiplicado las detenciones arbitrarias, las acusaciones, las capturas y los procesos por delitos supuestamente políticos con métodos que no permiten defenderse.” “Uribe habló de la posibilidad de tener un millón de informantes y hace pocos días se hablaba de dos millones. Son pagados por el gobierno y eso rompe con la moral de la información”, reflexiona. “Un desempleado encuentra que si acusa a su vecino de guerrillero se puede ganar algo para comer. Son informaciones que no son evaluadas con seriedad.” Se detiene a hablar con pasión de un pueblo “heroico”, San José de Apartadó. “En marzo del ’97 se declaró como una comunidad de paz en una zona de lucha entre la guerrilla y los paramilitares”, explica. “Idearon un reglamento en el que se comprometen a no vender alimentos a los bandos, a no permitir las armas e incluso a no consumir alcohol para no dar información borrachos.”
Giraldo sostiene que Uribe, gobernador en esa época de Antoquia, donde se encuentra la comunidad, se enfrentó al obispo al pretender el político que la localidad de 3000 personas rompiera sus lazos con la guerrilla y aceptase la presencia del ejército. Desde entonces, dice, su vida es un infierno. “Ya van 135 muertos. Les han mandado 80 mensajes en los que les dicen que van a destruir la comunidad”, señala. Cuarenta de ellos, afirma, han sido torturados para que inculpasen a los líderes de la comunidad como guerrilleros, “cosa que es falsa”, y en noviembre de 2002, el ejército asesinó a cinco conductores que les llevaban comida para que nadie se atreviese a abastecerles. Ahora, remarca, son autosuficientes y no pueden comerciar su cacao porque se los acusa de pertenecer a la guerrilla. Se alarma: “Las encuestas hablan de un 80 por ciento de popularidad de Uribe. ¿Cómo las hacen? Uno ve la gente sometida a una depresión sin precedentes y se dice: ‘¿Cómo un pueblo es tan masoquista de apoyar lo que destruye?’”.