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El mundo|Sábado, 20 de abril de 2002

La Operación Muro Defensivo que encerró a Belén en estado de sitio

Tanques y tropas israelíes mantienen bajo asedio a 250 milicianos palestinos armados en la Basílica de la Natividad en Belén. Ninguno quiere rendirse. Esto es lo que vio el enviado de Página/12 allí.

Por Eduardo Febbro
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Tanques israelíes toman posición en una calle cerca de la Basílica de la Natividad.
Belén está desierta. No hay ni una sombra que se asome a la ventana. Belén está cubierta por una espesa capa de miedo e invadida por largas hileras de basurales. Belén es irreal, sin nada, sin nadie más que el rugido de los tanques contra el asfalto y, de tanto en tanto, el paso sigiloso pero firme de los soldados israelíes que la recorren incansablemente. Belén es también una trampa de ojos que miran a través de las miras telescópicas: “Andese con cuidado. Usted no ve a nadie, pero acá hay cien ojos que lo están mirando. Los francotiradores están en todas partes”, dice una habitante de la entrada de Belén. Las callejuelas estrechas son un paisaje de fin del mundo: autos calcinados, camionetas perforadas por las balas, puertas destrozadas a cañonazos, vidrios rotos, interiores de casas descuartizados, muros y edificios derruidos a golpe de obuses, caños de agua reventados a balazos y perdiendo agua incesantemente, postes de luz derribados. Belén no da miedo sino terror. Terror de vacío porque se puede caminar sin ver a nadie. Terror de desorden, terror de abandono, el terror que dejan las huellas de una guerra en las calles de un lugar santo.
La plaza Mangeoire es inaccesible. El lugar en donde según la tradición cristiana nació Cristo está rodeado por los tanques y los soldados israelíes. Sólo el dirigible blanco dotado de una cámara con el que los hombres de Tsahal vigilan la plaza sabe lo que ocurre allí abajo. “Hasta los ateos se sentirían heridos si viesen cómo quedó la ciudad”, comenta un religioso que desde hace dos semanas vive “enterrado bajo la cama”. Los disparos son frecuentes, de día como de noche. De pronto, sin ninguna explicación, las ametralladoras sacuden el silencio. En muchos casos, los tiros van en dirección de los periodistas que, con el ejército, son los únicos que andan por las calles. “Son disparos de advertencia. Esto es una zona militar cerrada y en toque de queda. Está prohibido circular”, dice un soldado al borde de una tanqueta que cierra el paso. La escena es ridícula. El vehículo militar cortó el paso a los periodistas que se dirigían al Hotel Star, es decir, el hotel que “comparten” los enviados especiales de los grandes medios de comunicación y el ejército israelí. Ayer, las fuerzas armadas se apoderaron del quinto piso y el precio de las habitaciones subieron al doble en un par de horas: pasaron de 150 a 300 dólares.
Después del repiqueteo de las ametralladoras, todo vuelve a estar, una vez más, enmudecido. Las campanas de la Basílica de la Natividad no suenan más. Los francotiradores israelíes mataron al hombre que las hacía sonar todas las horas junto a un palestino que salió a la calle a apagar un incendio. Su cuerpo estuvo más de seis días sin que nadie lo pudiera ir a buscar. “Un crimen inútil, como tantos otros”, comenta el mismo religioso. El Estado de Israel impone restricciones desmedidas y sus hombres parecen tener muy mala puntería. “Hace dos días asesinaron a una mujer de 24 años que le estaba dando el pecho a su hijo de seis meses. La bala le entró en un ojo y luego explotó en la cabeza”, cuenta, indignado, el doctor Mohammand, jefe del servicio de urgencias del hospital Beit Jala. El médico dice, con odio: “Lo más deplorable es que el ejército no deja que atendamos a los heridos y a los enfermos como se debe. Hay que negociar un montón de horas para que dejen pasar las ambulancias. Pero también están los enfermos con enfermedades crónicas, hoy sin atención. Recibimos un montón de llamadas de personas diabéticas... pero no podemos hacer nada”. En la morgue está el cuerpo de un hombre que recibió 50 balazos. Israel afirma que era un terrorista, la gente que lo conoció dice que no: “Era miembro de la policía turística de los palestinos, nada más”, dice un enfermero.
A 100 metros del hospital Beit Jala, sobre la avenida central, el cuartel general de la policía palestina es una montaña de escombros. La virgen del Hospital de la Santa Familia también está perforada por los balazos. La silueta de piedra es irreconocible. Belén es un mundo perdido. Ni siquiera hay pan. Por haber decidido fabricar el pan a pesar del toque de queda, un par de empleados de la panadería pasaron un mal rato. Uno de ellos abre la puerta de su casa, tiritando de miedo. “Me vinieron a buscar, me llevaron esposado y me pusieron de rodillas, como si yo fuera un terrorista. Y todo eso por fabricar el pan”, dice el hombre, aterrorizado. La calle de la Estrella no tiene más panadero. La puerta verde del negocio está cerrada, media hundida en el medio por los culatazos. “Acá es difícil dormir, mis hijos se despiertan en plena noche. El más chiquito sufre crisis espantosas. Lo que pasa es que esos aullidos dan miedo... y cuando hay disparos es peor”, cuenta Leila, con sus cuatro hijos agarrados a ella. Vive enfrente de la parte trasera de la Basílica y soporta todas las idas y venidas. Los “aullidos” a los que se refiere Leila son parte de la “guerra psicológica” del ejército contra los palestinos armados que se refugiaron en la basílica. Los soldados usan unos altavoces que emiten ruidos estridentes y los chicos de Leila, todos menores de siete años, se despiertan. Su marido está en el hospital afectado por una profunda depresión nerviosa. Ir a verlo es jugarse la vida. Desde hace dos días el hombre no puede hablar. Cada intento por sacar un puñado de palabras de su boca se convierte en un río de lágrimas. Hoy Leila está feliz. Alguien la va a ayudar a sacar a sus niños de la ciudad. “Es más seguro. Acá no hay mucha comida, y menos aún garantías de que no les pase nada. Los francotiradores apostados en los techos abren fuego contra cualquiera. Me siento humillada. Ni siquiera nos dejan salir a comprar comida.”
El odio es tan denso como el miedo o el silencio. Los tres están en las calles, adheridos a las piedras, escondidos en los ojos temerosos que, de tanto en tanto, se animan a correr levemente las cortinas de las ventanas. En Belén también se escuchan voces sin origen. Se oye “Welcome, welcome”, como si la voz viniera del cielo. Nadie pone un pie afuera, pero cuando la gente ve pasar a los periodistas –todos protegidos con chalecos antibalas que llevan la palabra PRENSA en el medio– les dice, escondida adentro de sus casas: “Welcome”. Los cristianos de la ciudad –los pocos que aún no se han ido– y los activistas internacionales intentan en vano llevarle comida a los que están dentro de la basílica. “Contamos hasta diez. Si no se han ido, disparo”, les dice un soldado apostado a 200 metros de uno de los accesos a la plaza. “No hay caso –comenta una de las activistas europeas–. Pero hoy debemos tener cuidado. Están muy nerviosos.”
“No vendrá nadie y la situación en la Basílica va a terminar en un desastre”, dice, nervioso, un cura de Belén. Todos están convencidos de lo mismo. Belén huele a desgracia, huele a teatro después de una función agitada. Pero aquí todavía no empezó. “Ha sido un entreacto”, dice el cura. Puede tener razón. Tanto odio no admite la cordura. Basta con mirar las puertas y los muros de las casas. En muchas casas el ejército pintó una cruz, símbolo de que el domicilio fue “controlado”. En otros muros, sin razón aparente, con pintura verde, prolija y bien trazada, las tropas israelíes pintaron la estrella de David. Así quedó Belén.

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