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El mundo|Domingo, 4 de febrero de 2007
A 35 AÑOS DE LA MASACRE QUE DESATO UNA GUERRA EN ULSTER

Sunday, Bloody Sunday

Fue el momento simbólico del conflicto de Irlanda del Norte: en ese Domingo Sangriento de enero de 1972, el ejército británico abrió fuego contra una manifestación pacífica en Derry y desató una verdadera guerra civil de casi 30 años. Los disparos encendieron una mecha que terminó costando cientos de vidas y cuyas últimas chispas todavía cuesta apagar.

Por Sergio Kiernan
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El 30 de enero de 1972, apenas pasadas las cuatro de la tarde y con el sol de invierno ya bajando, dos regimientos del ejército británico abrieron fuego contra una manifestación en Derry, la ciudad más católica del Ulster. Fueron apenas veinte minutos, hubo trece muertos, muchos heridos y veinticinco años de mentiras y encubrimiento de varios gobiernos. La masacre rompió como un cristal las últimas posibilidades de encaminar pacíficamente uno de los entuertos más bravos de la historia humana, el conflicto irlandés, y desató una ola de violencia asombrosa. Después del Domingo Sangriento, resucitaron de sus cenizas tanto el IRA, la guerrilla más antigua del mundo, como los paramilitares protestantes. El baño de sangre sólo iba a parar en este otro mundo en que vive Europa ahora, el de la Unión, cuando el Muro de Berlín es un recuerdo y los fierros, una suerte de vergüenza africana.

El Ulster de 1972 ya iba camino a la violencia, con los frenos seriamente pinchados. La misma provincia era una entidad artificial, tanto de pato como de gallareta, producto de una rendición a medias y de un triunfo cortado. Los irlandeses nacionalistas le habían ganado su independencia a los británicos, de la mano de Michael Collins y después de siete siglos, pero les había alcanzado para ganarla sólo políticamente: el primer IRA forzó a los ingleses a negociar o a ponerse totalitarios, pero no los venció militarmente. Lo que surgió fue una partición de la isla, autónoma –y después independiente– en todo menos en un rincón del Norte donde los protestantes eran mayoría y amenazaban con su propia guerra si no seguían siendo británicos. Así, en 1922, Irlanda pasó a tener dos parlamentos, uno en Dublín, nacionalista y republicano, y otro en Belfast, bajo bandera inglesa y con el raro status de ser el único rincón del Reino Unido con autonomía parcial. La entidad tenía hasta problemas de nombre –¿Irlanda del Norte? ¿Ulster?– y ni hablemos de la identidad: todos eran irlandeses, pero no como los otros irlandeses.

El Ulster duró unos cuarenta años más o menos en equilibrio, con un apartheid de hecho donde los católicos, sospechosos de nacionalismo, eran ciudadanos de segunda, sin derecho a ejercer ciertas profesiones y con cuotas para los empleos públicos. Los protestantes la tenían cómoda, ya que su mayoría les permitía ejercer el poder sin sobresaltos. Tanto, que por medio siglo gobernó siempre el mismo partido, con la misma mayoría de diputados y sin necesidad de pensar demasiado. Los católicos, a su manera, sostenían el sistema por su notable rigidez ideológica. La única política aceptable para ellos era el nacionalismo entendido como fundamentalismo irredento: la patria irlandesa no aceptaba la misma existencia del Ulster, de sus instituciones y su gobierno. Los protestantes eran apenas entreguistas, cipayos de los ingleses, peones en un juego de poder dirigido desde Londres. El resultado era que los nacionalistas que resultaban electos para el Parlamento de Stormont no hacían nada. Pero nada de nada: en medio siglo no lograron ni una ley que ayudara a su grey a tener una mejor vida. Y el otro resultado era que la mayoría de los paisanos, los protestantes, terminaban como fantasmas: nadie pensaba que realmente podían sentirse británicos, que sinceramente pensaban lo que decían, que no querían ser irlandeses gobernados desde Dublín.

Los protestantes no facilitaban el diálogo, presos de sus propios fantasmas. En Ulster todo católico era sospechoso de ser un rebelde feniano, un tirabombas, y el fundamentalismo protestante era de una grosería rampante. El inefable reverendo Ian Paisley, que ahí sigue jorobando, ya ganaba fama en los años sesenta con sus sermones sobre “la puta de Babilonia” (la Iglesia católica) y sus llamados a la violencia armada contra “ésos”. Ulster era un lugar victoriano, conservador, rígido, donde los domingos cerraban los comercios, los cines y los bares para que todo el mundo fuera a su iglesia.

Y aun así, la situación se sostuvo hasta la noche tarde del 7 de mayo de 1966, cuando dos protestantes medio mamados encendieron la mecha. Inflamados por Paisley, tapándose la cara con un impermeable y zigzagueando por un callejón de Belfast, los dos “comandos” le tiraron una molotov a una licorería cuyo dueño era católico. Pero el exceso de cerveza los traicionó: la bomba cayó en la casa de al lado, rompió la ventana del living y le explotó encima a Matilda Gould, una señora de 77 años, lisiada y protestante, que siempre dormía en la planta baja para no subir las escaleras. Lo que bien puede ser descripto como la segunda guerra civil irlandesa arrancó con los gritos de una abuela quemándose viva.

Los borrachos de impermeable eran militantes de la Fuerza Voluntaria del Ulster, la UVF, un pequeño grupo de clase obrera protestante que quería luchar contra la “subversión católica”. El grupo emitió un comunicado detallando que los primeros blancos serían “cuadros conocidos del IRA”, pero el festival de matanzas siguió con un homeless alcohólico y católico, y con un chico de 18 años que volvía tarde de trabajar.

Un problema era que en 1966 era difícil encontrar alguien del IRA en Belfast. La organización acababa de cumplir medio siglo –había nacido de la unión de varios grupos paramilitares para la rebelión de Pascua de 1916, como ejército de la clandestina República Irlandesa– y era un fantasma anticuado, lista para un cambio generacional y viendo cómo grupos de izquierda influidos por las campañas de derechos civiles de Martin Luther King le ganaban la calle. Estos grupos querían trascender la división protestantes-católicos, pensando que los intereses proletarios son comunes, y querían exponer las injusticias del sistema con marchas y manifestaciones sobre temas como vivienda, salud y trabajo. Tuvieron mucho éxito, gracias a la televisión y a la torpeza del gobierno local, que reprimió con gusto todo lo que se moviera y logró que los problemas del Ulster pasaran a la agenda de Londres.

El gobierno británico, para peor laborista, simplemente le ordenó a Stormont que reformara el sistema. Así, hubo anuncios sobre vivienda, voto, empleo y abolición de las viejas leyes especiales que enfurecieron a los protestantes duros. Los grupos de derechos civiles florecieron como hongos, de izquierda y moderados, en su mayoría católicos pero también ecuménicos, todos tomando las calles de pueblos y ciudades, todos sospechados oficialmente de ser apenas “frentes” del IRA. El frágil equilibrio terminó cuando una amplia marcha católica en Belfast fue atacada por cientos de protestantes armados con ladrillos y palos. Hubo cantidades de heridos, gruñidos desde Londres y varias renuncias de los más duros en el gabinete local. El gobierno cayó y hubo que llamar a elecciones.

El voto de febrero de 1969 creó otro país, que se las arregló para llegar a fines de siglo. Los unionistas moderados ganaron pero perdieron su mayoría automática, ya que los extremistas les armaron bloque propio. La “nueva izquierda” católica barrió a los viejos nacionalistas, cuyo partido prácticamente dejó de existir. Lo curioso es que, debilitado y todo, el gobierno siguió siendo el mismo, igualmente presionado por Londres y dispuesto a reformar el sistema. Los grupos extremistas protestantes, que iban desde patotas de barrio a células políticas, se unificaron bajo el paraguas del UVF, y las bombas empezaron a explotar por todos lados. Tantas, que el gobierno volvió a caer.

Para el verano, la cosa se le estaba yendo de las manos a todo el mundo. El verano es la época más cruel en el Ulster, ya que los protestantes festejan sus viejos triunfos del siglo XVII contra la nobleza católica con marchas provocativas, que por alguna razón siempre pasan por los barrios católicos. En el relativo calor de ese año, comenzaron a llover ladrillos y molotovs sobre los estandartes naranjas de las marchas, que por decenas degeneraron en trifulcas memorables. Los unionistas se encontraron desbordados y la conducción del IRA se desayunó con que los militantes jóvenes de Belfast ya no obedecían las moderadas órdenes de Dublín. La batalla estalló en serio, con muertos, en Derry y Belfast, donde los extremistas protestantes atacaron abiertamente los barrios católicos, protegidos por la policía, y los jóvenes militantes del IRA salieron a la calle a defenderlos con lo que tenían a mano. En agosto, el gobierno capituló y pidió a Londres que enviara al ejército. Las tropas fueron recibidas por los católicos como protectores, con tazas de té y abrazos. Los protestantes comenzaron a armarse en serio. Y el IRA comenzó un debate interno que resonaría en Irlanda por décadas.

Básicamente, la organización de Belfast se cortó sola. Primero, llamó a un congreso a fines de 1969 y por mayoría simple votó aceptar la realidad de Stormont, asumir que existía Irlanda del Norte. Luego, se dividió cuando los más duros, liderados por Sean MacStiofan, repudiaron “la entrega”. Los disidentes, entre los que se contaba un joven barman llamado Gerry Adams, no hicieron a tiempo de llamar formalmente a un congreso propio, por lo que adoptaron el nombre de IRA Provisional. La etiqueta prendió y en los barrios obreros católicos de Belfast comenzaron a aparecer pintadas mostrando un fénix y la consigna, “De las cenizas del ’69 surgieron los provisionales”.

El nuevo IRA era una peligrosa mezcla de dogmatismo republicano –no se negocia, no se participa en política, no se va a elecciones– y de broncas mal digeridas por una vida de opresión. En sus filas andaban veteranos de viejas lides como Billy McKee, fierrero con historia, y pibes indignados como Martin McGuinness. Todos tenían contactos en Nueva York, la ciudad de donde siempre llegaron fondos y armas para la causa, y pronto los arsenales comenzaron a crecer.

Mientras los bandos se armaban y reclutaban, se terminaba el romance con el ejército británico. Las tropas rápidamente se encontraron haciendo trabajo de policías y para junio de 1970 comenzaron los muertos. En los enfrentamientos entre católicos y protestantes, los soldados se ponían al medio, con lo que cobraban de ambos lados, pero más del católico. Para junio, nuevamente verano, los dos IRA –el Provisional y el Oficial– comenzaron a atacar al ejército y a defender los barrios católicos. Esta vez no eran palos y piedras, eran armas largas, y las tropas de Su Majestad tuvieron sus primeras bajas en suelo soberano desde la blitzkrieg alemana. El 6 de febrero de 1971, en una emboscada cuidadosamente planeada, Billy Reid, un pibe del Tercer Batallón del IRA Provisional, mató con una ametralladora a Robert Curtiss, soldado raso de veinte años de la Artillería Real. Ese día se cruzó una línea.

Las bajas militares, las decenas de bombas, los muchos asesinatos selectivos, el constante desorden, las batallas callejeras y las huelgas, tanto católicas como protestantes, desbordaron al gobierno y se tragaron al movimiento por los derechos civiles. Para el 9 de agosto de 1971, con el ejército inglés desembarcando diariamente refuerzos, el gobierno decidió “internar” a los provisionales: ese día, muy de madrugada, se realizaron las primeras razzias en los barrios católicos, con tropas armadas hasta los dientes y con listas de sospechosos a detener sin cargos ni jueces. La operación resultó en una batalla campal y en pocas horas había 15 muertos y 342 detenidos, doce de los cuales fueron prolijamente torturados por una semana en una base de la Fuerza Aérea en Ballykelly.

La operación fue un fracaso. Hubo un escándalo en Gran Bretaña por las torturas, el Consejo Militar del IRA dio una conferencia de prensa para mostrar que seguía libre y operando, y la venganza de los provisionales resultó en 32 militares ingleses muertos. La espiral de violencia empeoró, con ambos bandos poniendo bombas en bares y locales comerciales, con una alarmante cantidad de niños y hasta bebés muertos. El año horrible de 1971 terminaba con un baño de sangre.

Derry, la segunda ciudad de Ulster llamada Londonderry por los protestantes, se había salvado de lo peor. Menos sectaria que Belfast, los moderados todavía marcaban el tono y a los provisionales les había costado más organizarse. De hecho, recién en agosto de 1971 habían logrado matar a su primer soldado británico. Por eso no llamó la atención que los militantes por los derechos civiles llamaran a una marcha protestando las “internaciones” para el 30 de enero de 1972. Las concentraciones estaban prohibidas, pero el jefe de policía Frank Lagan aconsejó autorizar el acto. Por razones que nunca se revelaron, le comunicaron que el general Robert Ford, supremo comandante militar británico, ordenaba que el ejército frenara la marcha. La decisión había sido tomada al más alto nivel político.

Ese domingo, varios cientos de jóvenes se reunieron en el barrio católico del Bogside para escuchar a los oradores en la “Esquina Libre” de Derry, en el corazón de la zona nacionalista. Todo iba en paz hasta que poco antes de las cuatro de la tarde llegaron diez autos blindados, los notorios “sarracenos”, con paracaidistas. Las tropas bajaron de sus coches, se desplegaron en orden cerrado e inmediatamente balearon a un señor que pasaba por ahí casualmente, John Johnson, que moriría meses después de sus graves heridas. Uno de los sarracenos atropelló a otro hombre y sus conductores se bajaron de un salto, le pusieron los pies encima y lo fusilaron a quemarropa, tirado en el piso.

Esto fue como una señal: las tropas empezaron a disparar con sus armas automáticas para todos lados, desatando un pánico general y ametrallando las casas. La gente comenzó a correr, pero otro regimiento –con el peculiar nombre de Royal Anglicans– había tomado posición atrás y también abrió fuego. Hubo muertos por los francotiradores, hubo muertos por las ráfagas tiradas al voleo y hubo fusilados de rodillas, con las manos en la nuca y frente a testigos. El milagro fue que hubiera sólo trece muertos (catorce, con el pobre Johnson unos meses después).

La masacre rompió toda posibilidad de que el conflicto del Ulster pudiera ser mediado por Londres, que pasó a ser un actor desorientado, descontrolado y torpe por los siguientes 25 años. Después del Domingo Sangriento, el ejército británico se encontró como en un Vietnam interminable y de entrecasa, atacado por los provisonales y despreciado por “blando” por los protestantes. Lo que era un problema político terminó en una mezcla de guerra de liberación imposible de ganar, conflicto étnico y simple batalla territorial entre bandas. Irlanda del Norte pasó a ser sinónimo de bombas, huelgas de hambre, asesinatos horrendos, crueldades y arbitrariedades, famosa por invenciones como el auto-bomba, que debutó en las calles de Belfast en la década del setenta.

Para 1997, a veinticinco años de la inexplicable masacre, el proceso de paz estaba ganando fuerza y el gobierno de Tony Blair, todavía en ablande, admitía en una nueva investigación que si bien era cierto que algunos manifestantes estaban armados, el ejército había abierto fuego sin provocación. A fines de este 2007, una comisión llena de lores publicará las conclusiones de cientos de testimonios, y la promesa es que por fin se nombre a los responsables.

Paisley ya es un dinosaurio y su dureza es casi cómica, la República de Irlanda prosperó de modo increíble, la Unión Europea es una realidad que dejaba tribalizados a todos los bandos. Y sobre todo, ya nadie aguanta una vida así, de guerra interminable. La nueva disidencia fue pensar en la paz.

Y ahora Stormont no es más la etiqueta del gobierno opresor sino la sede de un gobierno compartido problemático, siempre en crisis y atado con alfileres, pero que está llamando a elecciones. En Irlanda del Norte, en resumen, se volvió a hacer política.

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