Los rusos sonrieron, los chinos asintieron, los franceses se relajaron, los británicos quedaron inmóviles en contemplación solemne y Colin Powell, secretario de Estado norteamericano, contempló con agria fijeza el espacio vacío en el que su ahora desacreditado argumento a favor de la guerra había brillado hace apenas una semana. La respuesta a la pregunta de si el mundo estaba yendo hacia la guerra o la paz parecía escrita en las caras de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU ayer, luego del informe de Hans Blix. El lenguaje corporal en torno suyo era precisamente el opuesto al de la última vez que había hablado. Hace dos semanas, cuando su informe resultó mucho más crítico de Irak que lo que muchos habían esperado. Ayer, mientras Blix sugería que, pese a que subsisten problemas, la situación ha mejorado, y puede haber soluciones, las palomas se arrullaban y los halcones postergaban su vuelo.
Aunque el informe de Blix no representó un respaldo claro a ninguno de los dos campos, no cabía duda de qué lado había quedado fortalecido en una fractura crecientemente polarizada. Todas las partes buscaron aliviar con bromas las tensiones de la semana pasada, en la que la resistencia francesa y alemana a la guerra fue menospreciada como la obstinación de la “vieja Europa”. Los chinos fueron más lejos, insistiendo en que eran “antiguos”. Powell dijo que estaba representando al “país más nuevo y la democracia más vieja”, mientras sólo el canciller británico Jack Straw provocó algunas risas con la afirmación: “Estoy hablando por un país muy viejo... fundado en 1066 por los franceses”.
Respondiendo al informe, el canciller francés Dominique de Villepin pronunció un discurso apasionado pidiendo más tiempo en nombre de la paz y de la unidad de las culturas, que bordeó en lo utópico. Powell apenas podía controlar su irritación. Con frustración y sin anotaciones, intransigente en su argumento e implacable en su ritmo, Powell descargó preguntas sobre el Consejo de Seguridad en rápida sucesión. “¿Están siendo serios?”, “¿Van a cumplir?”, “¿Van a cooperar?”, preguntó sobre los iraquíes. Y en lo que puede probarse un reflejo de la opinión global, la cámara recibió la contribución de Villepin con aplausos, y la de Powell con silencio.
Inmediatamente después del informe, el recinto se había llenado rápidamente, una nube de sobretodos de lana, trajes impecables y portafolios de cuero en un frenesí de intrigas diplomáticas de último minuto. Con el balance de poder en proceso de cambio, naciones no alineadas y menos poderosas como Angola, Camerún y Chile se encontraron como centro de un intenso interés. El embajador británico Jeremy Greenstock se deslizó de los españoles a los angoleños antes de quedarse hablando con los sirios. Kofi Annan, secretario general de la ONU, se dirigió primero a Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores alemán, y luego hacia Powell. Sólo el representante de Guinea permaneció solo, sin que nadie lo cortejara, y aparentemente desinteresado en la escena. El llamado al orden dividió el mar de sociables dignatarios, enviándolos a sus asientos y atrincherándolos en las posiciones trazadas previamente en la mañana por sus capitales a la espera del veredicto de Blix.
Que no llegó hasta el final de su informe, que cuestionó los informes de inteligencia de Powell y la necesidad de acción militar. Una conclusión que ganó tiempo y volvió las posiciones estadounidense y británica aún más duras de vender.