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El país|Sábado, 12 de septiembre de 2009
Panorama político

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Por J. M. Pasquini Durán
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Para el imaginario de cierta oposición, la que se reúne alrededor del Cleto Cobos, el poder de los Kirchner predominará por décadas, mucho más allá que los tiempos limitados de un mandato electoral o de la cronología biológica. Así, la ley de medios audiovisuales que hoy está en el centro del debate parlamentario, según esa visión, le dará al matrimonio el control de radio y televisión por los próximos veinte años o más, después de apropiarse, por mano propia o por intermedio de testaferros/socios, de por lo menos uno de los dos monopolios telefónicos que operan en el país. Telefónica y Telecom llegaron, en los años privatizadores de los ’90, entre los aplausos y vítores de casi todos los que ahora los señalan como un peligro para la libertad y la soberanía.

De acuerdo con esos opositores, no habrá presidente, Congreso o fuerzas políticas en el futuro cercano que puedan sacudirse el yugo eterno de los Kirchner, pese a que perdieron la elección del 28 de junio en el principal distrito electoral, la provincia de Buenos Aires, y a que el mandato presidencial termina en dos años. Es curioso que sean los opositores quienes más insistan, a diario, en casi todos sus discursos, en atribuir la prolongación del poder, mientras proclaman que la “era K” ya terminó y que los más atrevidos se atrevan a imaginar una renuncia anticipada. ¿Cómo se compaginan esas posibilidades al mismo tiempo?

Son actitudes esquizofrénicas, que por un lado acuden al sepelio del actual gobierno y, al mismo tiempo, le auguran vida política interminable. En más de un cuarto de siglo de democracia ininterrumpida, no hubo ningún caso de presidente que haya conservado alguna influencia importante en su partido o en la sociedad. Alfonsín recuperó, con su muerte, parte de la enorme popularidad que tuvo en 1983, pero no rehabilitó la antigua autoridad partidaria. Menem, después de diez años de gobierno y una contundente reelección, se fue malquerido por las mayorías que lo habían idolatrado. De la Rúa casi no existe en la memoria, y del quinteto de la crisis (2001) el único que sobrevive intentando ejercer el rol de hombre de Estado es Eduardo Duhalde, pero todavía tendrá que probarlo. ¿Por qué los K serían diferentes?

La diferencia más que en la pareja está en la ausencia de liderazgo respetable en la oposición. Conviene recordar aquí que el punto de encuentro en la víspera de los ganadores en Capital y provincia el último 28 de junio fue la oficina del mejor ejemplo de la más abrumadora contradicción: el vicepresidente de la Nación, que es, a la vez, el pretendiente al trono en nombre de todos los adversarios y enemigos del gobierno. Julio César Cleto Cobos, en lenguaje coloquial, podría definirse como traidor de la solidaridad empeñada cuando aceptó integrar la fórmula con la presidenta Cristina. Hay quienes han bautizado “borocotismo” al brote de traidores, una especie que ya es pandemia en el micromundo interpartidario. Por la magnitud del rango y el tamaño de la defección debería llamarse “cobismo”. Lo más sorprendente del caso no es la puñalada trapera, sino que sea apreciada como virtud por tantos políticos y analistas y que alcance para darle dimensiones de “presidenciable” a la mano que asestó el golpe artero con toda premeditación y alevosía.

Todos esos opositores se dedican a despotricar contra la oportunidad elegida por el oficialismo y la premura para tratar la ley de medios. Parecería, sin embargo, que tienen más ganas de eludir el debate que ofrecer otro modelo para democratizar la comunicación. Los diputados electos que van de un canal a otro lanzando imprecaciones antigubernamentales porque no reservaron este plato para después del 10 de diciembre, no reunieron a sus mejores oradores y pidieron la palabra en las cuatro audiencias públicas para exponer sus disidencias o sus propuestas más importantes. Es probable que más de uno, atendiendo al núcleo duro de intereses privados de la comunicación, no tenga ninguna intención de aprobar ésta ni ninguna otra norma para el sector. Esa fue la estrategia aplicada durante los años de la administración Alfonsín, durante los cuales las comisiones encargadas en el Congreso recibieron a quien tuviera una vela para el santo y escucharon sus oraciones, en tanto se acumulaban los proyectos, observaciones, sugerencias y como se llame al contenido de toneladas de papel, para nada. En esa época el tema del escándalo era el derecho a réplica que se exigía para los ciudadanos, y la posibilidad de utilizar una parte de la pantalla para noticias, comunicaciones telefónicas, computarizadas y de correo. Hoy en día las aristas espinosas son la “autoridad de aplicación” o la participación de las telefónicas, pero ahora son éstas las que ofrecen la transmisión de los espectáculos televisivos.

Estas disquisiciones son un poco ridículas apenas se las contrasta con los avances tecnológicos. En la actualidad, cualquiera que tenga una computadora puede conectarse con el satélite y observar su casa y su calle desde el espacio. Del mismo modo, en no mucho tiempo la programación la hará cada televidente seleccionando de un menú que tendrán satélites especializados con programas del mundo entero. De manera que habría que empezar por decir que esta TV de hoy, digitalizada por los japoneses o por quien fuera, tan sólo es un eslabón más en la cadena infinita de adelantos y que, en cambio, valdría la pena considerar que en el futuro se acentuará la tendencia actual de tener pantallas para ricos y pantallas para pobres. En especial deberían tenerlo en cuenta todos los políticos que hablan de la pobreza con cualquier pretexto, pero jamás mencionan las fuentes económico-financieras de la constelación mediática.

A ninguna marca publicitaria de importancia mundial se le ocurriría promocionar su mercadería en un canal abierto al pobrerío, y ningún detergente para inodoros, como norma general, auspiciaría programas en un canal de ópera y ballet. Aunque nadie lo menciona, la publicidad es decisiva en el negocio de la información y del entretenimiento. Sin embargo, ningún legislador habla de la ley en términos económicos, donde se mueven cifras impresionantes, como si todas las necesidades estuvieran satisfechas con una docena de avisos oficiales y todo el control de mando estuviera en manos del anunciante gubernamental.

Este es uno de esos temas que por su complejidad no puede tratarse cada año, pero sus cambios comerciales, operativos, tecnológicos y de contenidos evolucionan (a veces al revés) con la velocidad de las computadoras y los efectos especiales. Los que quieran congelar la dinámica del negocio y del instrumento en el tiempo estarán tapando el sol con un arnero. Por el contrario, exige de las autoridades respectivas y de sus operadores estatales, privados y sociales una gama de flexibilidad y valores éticos y estéticos muy firmes para conservar el rumbo pese a la vorágine. La ley es una guía, una especie de mapa, para adentrarse en el laberinto mediático del siglo XXI, pero su vida útil es más breve de lo que imaginan los legisladores. Hasta la necesidad de su existencia debería justificarse mejor, teniendo en cuenta el tiempo que pasó el país sin otra norma que la ley de la dictadura que sólo se aplicaba cuando al interés mayor le convenía. La ley no es necesaria para cambiar un monopolio por otro, o para pasar el negocio a unos inversores amigos, sino para democratizar la comunicación, garantizar al ciudadano el derecho a la información y dar voz a los que no la tienen. Es raro, pero los diputados de la tele casi nunca hacen alusión a estos derechos que fueron tratados hasta en sus mínimos detalles, por partidarios y detractores, durante más de veinte años a partir de la mitad del siglo XX.

Ayer fue 11 de septiembre, antes sólo el Día del Maestro, pero ahora el aniversario del asesinato del presidente Allende y del atentado a las Torres Gemelas de Manhattan han opacado las otras conmemoraciones. Desde aquí es posible entenderlo cuando se recuerda la AMIA o la Embajada de Israel, crímenes masivos todavía impunes. El submundo del delito tiene múltiples formas, todas crueles, como lo demuestra el negocio de los medicamentos, en los que aparece involucrada por ahora una obra social sindical. Cuando se anotan sucesos como éstos en la agenda, las disputas por los negocios mediáticos se reducen a su verdadera proporción y otra vez habrá que convencerse de que no existe dimensión más digna de respeto que la condición humana.

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