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El país|Martes, 17 de agosto de 2010
Opinión

Borges y el peronismo

Por Horacio González *
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Borges, un ser irónico por naturaleza, nunca dejó de explorar los límites del lenguaje político. El ironista consumado es el que se lanza a hablar sin medir sus palabras y sus consecuencias. Quien no mide sus palabras, pero las enfunda en un uso reversible de los conceptos, hiere con efecto retardado y enigmático. Así actuó Borges toda su vida, con lo que él mismo denominó “los juegos irresponsables de un tímido”, para poner toda su literatura como un entretenimiento que partía ni más ni menos que del profundo estado de situación del lenguaje en una sociedad histórica determinada.

Todos los que lo leyeron literalmente están en su derecho de sentirse ofendidos o de tentarse a emplear con él su misma medicina, que difícilmente llegue a la cumbre de esa arte inventada que de ese mismo modo pocos manejarán: la injuria de combate dicha en estilo distraído, aristocrático y diferido. Es lógico que en especial el peronismo se haya sentido agraviado con las numerosas declaraciones que hizo Borges respecto del “hombre capaz de todos los males”, así como el demócrata común y corriente, en su sentido común básico, quizá no supo sentirse tan molesto con el descabellado juicio de Borges sobre “la democracia como un abuso de la estadística”. Predominaba en él el deseo de frasear lo incontenible. La incontinencia de Borges es un regodeo sutil con el idioma; nunca una persona notable pudo ser más perjudicada por su incontinencia, una maña que ya había condenado Aristóteles en la Etica a Nicomaco. Como buen anarquista conservador, nunca se privó de tocar ningún objeto venerable de las culturas populares. Sobre todo las del peronismo, frente a las cuales hizo el papel de gran profanador.

Es indudable que aún es necesario preguntarse qué hacer con él en la significación más genérica de su literatura y su vida. En el enorme volumen recientemente publicado post-mortem, el Borges de Bioy Casares, hay un formidable desnudamiento de su figura, que lo muestra poseedor de una teoría estética magnífica, pero dicha en forma entrecortada, dañina y deliberadamente desdeñosa. Casi siempre herética y extrañamente devocional de cultos minoritarios, pero vistos con severa imaginación, que acaso no fuera soportada ni por su propio autor. El de Bioy es un libro formidable y quizás equivocado. Pero está allí la historia argentina en sus heridas fundamentales: fusilamientos, golpes de Estado, miedos, conspiraciones, estados mayores literarios participando de toda clase de conjuras y de políticas de premios literarios, entregados siempre con mordacidad y pequeños cálculos de cenáculo.

Una actividad civil y resignada –como el mismo Borges diría– para resolver sobre su trayectoria pública en el máximo nivel de la potencialidad interpretativa que su figura hoy permite –hay que destacar el gran ensayo de Viñas de los años ’80, “Borges y Perón”–, exige considerar que su literatura reintroduce, de un modo extraordinario, todos los temas sobre los cuales opinara políticamente, en muchos casos de un modo desastrado. Y esta reabsorción en su literatura “de traidores y héroes” de todos aquellos temas políticos sobre los cuales se pronunciara, lo hace quizás el único caso de la literatura argentina en que un autor puede ser leído como un caso eximio de refutación de sí mismo.

El acto de lectura de Borges equivale a entrar en su corazón secreto que lo anula a sí mismo, pero también le exige al lector ser otro. Muchos lo saben, y forman parte de una gran legión de lectores mundiales (seamos amplios y polares con las denominaciones) de derecha y de izquierda, libertarios y autoritarios, peronistas y gorilas, aristocráticos y plebeyos. A todos estos modos de lectura afecta y redime, haciéndoles diversos y alternativos a ellos mismos.

Ahora bien, las fuerzas del trabajo y de la producción. Las de la emancipación y las de la invención de nuevas tecnologías productivas. Las fuerzas políticas ligadas al peronismo en sus numerosas variantes –y los movimientos obreros en general–, todas, todas ellas, fueron afectadas de diversa manera por la presencia de Borges, el “tímido irresponsable”. Era y es un indicio del poder de su literatura. No puede ni debe resolverse la paradoja de su existencia, que arrastra, confirma y niega las figuras de Jauretche, Manzi, Ernesto Palacio, las Madres de Plaza de Mayo y todos sus contrarios, sino como una gran obra alocada de un Shakespeare argentino, como si fuera una broma de Mario Sapag –su imitador– contada por Faulkner en Las palmeras salvajes y recitada por Discepolín. Un canto de los ’70, “Borges y Perón, un solo corazón”, Borges lo comentó con simpatía en las cenas con Bioy. Era la simpatía del que vivía a contramano de la historia, como golpista y libertario, como emancipador y cautivo, pero todo eso ocurriendo en canales profundos del ser social. En 1973 se negó a tomar un café con Jauretche, omitiendo con esa reconciliación de los dos grandes yrigoyenistas y criollistas un capítulo que hubiera reescrito buena parte de la historia literaria argentina. No evitó mezquindades de arrogante imberbe, mientras meditaba sobre el alucinado secreto de sangre de la historia nacional.

El truco, el tango de la época de “El Choclo”, el fileteado, la gauchesca como una posibilidad de vanguardia, la quiebra de la temporalidad racional de la historia, son flechas borgeanas que señalan quizás alienadamente todos los problemas argentinos, al revés de tantos y tantos no alienados y pretendidos ciudadanos juiciosos, correctos en su expresión política, pero que no atinan a señalar problema alguno. Borges no puede ser convertido en un icono, ni puede serles indiferente a los obreros argentinos y a las herederas de Emma Zunz, la obrera, o de Fergus Kilpatrick, el jefe ambivalente del movimiento nacional irlandés.

Que se lo vitupere no trae problema para el gran vituperador Borges, que elevó ese modo de expresión a la altura de una épica del lenguaje de los argentinos. A las fuerzas vivas y militantes de la sociedad argentina, estudiantes, trabajadores, sindicalistas, intelectuales, les está reservada una tarea que siempre comienza y siempre cesa en el mismo punto. Historiar a Borges, que lógicamente puede ser condenado. Y también borgeanizar el linaje político social argentino, que puede así adquirir notas nuevas, con nuevas posibilidades de movilización. Para ello no es necesario citarlo, apenas sospechar las ironías del destino que todos tenemos reservadas.

Leerlo sigue siendo terrible, es un oficio para aventureros de la lengua y soñadores del cambio social. Los oficiantes de una condena previa inadecuadamente desplegada no deben privarse de adentrarse allí, porque es ahí que subyacen también sus existencias. Que origine humoradas, no es problema: su figura pública televisiva lo permitió, pues fue el gran clown de los oscuros simbolismos argentinos, y cuando tuvo que decirles cobardes a quienes lo merecían, acertó póstumamente dándole un giro más a su figura pública doliente. Por lo demás, siempre es tarde, para él o para nosotros, para desdecirse. Falta una gran tarea historiográfica adicional sobre su trayecto social y lingüístico; y faltan nuevos libros sobre el tema. La reciente publicación de Borges, libros y lectores, de la Biblioteca Nacional, es un paso gigantesco en dirección al crecimiento de la crítica borgeana.

Que su nombre surja siempre como si fuera el de un ser ajeno sometido a mordacidad o repulsión, son signos de estos tiempos donde todo vuelve a estar en discusión. En buena hora que al antiguo yrigoyenista Borges le broten alrededor, como espigas urticantes, nuevas humoradas, que podrán demostrar –y no creemos estar equivocados al decirlo– que esta época está en condiciones de releerlo todo, que la historia argentina puede ser también un magnífico tribunal literario renovado, y que las relaciones entre historia viva y ficción escrita no han agotado sus vaivenes. Contra o a favor de Borges crece el pensamiento crítico. Ahí las tradiciones que más lo han enfrentado, las nacional-populares, pueden renovar en nuevos duelos la práctica más importante que le reconocemos al oficio político, la atracción para sí de lo más asombroso que ni siquiera el otro, los otros o lo otro sabían que poseían. Poco falta para que sean sus adversarios quienes mejor lo lean y renueven un legado. No podemos sino marchar con estas tareas a la transformación de los aires simbólicos y populares de la historia argentina que estamos viviendo aquí y ahora.

* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.

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