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El país|Domingo, 3 de abril de 2005
UNA VIDA SIGNADA POR EL RIESGO Y LOS ROCES CON LA MUERTE

El Vía Crucis personal de Wojtyla

Los últimos días del papa Juan Pablo II fueron un calvario personal, pero toda su vida estuvo permanentemente en la línea del peligro.

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Los guardaespaldas lo sostienen luego de que fuera disparado en la plaza San Pedro.
“Cristo no se bajó de la cruz”. Después de un atentado que pudo ser mortal, de varias operaciones –entre ellas una por un cáncer–, de once internaciones, de accidentes y de la contracción del mal de Parkinson, ésta era la manera en que un Papa prácticamente paralítico explicaba su negativa a abdicar del trono de Pedro, cuando su cara era la muestra misma del dolor y del estoicismo. Tras una agonía pública de dos meses, la vida de Juan Pablo II tuvo ayer su desenlace.
El primer Papa polaco de la historia explicó que su nacionalidad lo marcó profundamente: “Llevo conmigo la historia, la cultura y la experiencia de Polonia. Habiendo vivido en un país que debió luchar por su existencia frente a las agresiones de sus vecinos, comprendí lo que es la explotación. Me puse del lado de los pobres, los desheredados, los oprimidos, los marginalizados y los indefensos.” Antes de ser el Juan Pablo II era simplemente Karol Jozef Wojtyla o Lolek para los amigos. Nació en 1920 en el seno de una estricta familia católica. Era el segundo hijo de un sastre que fue oficial del ejército y una maestra de ascendencia lituana. Tuvo una infancia sufrida, la muerte rondó sus anchas espaldas desde pequeño. Una hermana murió antes de que él naciera, su madre falleció de problemas del riñón y del corazón antes de que cumpliera nueve años y cuando tenía 12, su hermano mayor murió de fiebre escarlata. A pesar de todo, era un excelente estudiante. Cuando apenas era un niño su padre lo obligaba a estudiar en una fría habitación para fortalecer su carácter y desarrollar su concentración. Sus pasiones de juventud eran los deportes, la poesía, el teatro y, obviamente, la religión.
Durante la Segunda Guerra Mundial participó en la resistencia contra Alemania y se unió a un grupo de teatro interpretando papeles de fuerte contenido patriótico. Su experiencia actoral le sería útil tiempo después durante su papado en la era mediática. Cuando fue nombrado en 1978 se convirtió en el primer papa no italiano en 455 años. Según George Weigel, biógrafo del Pontífice, cuando su elección fue anunciada, Yuri Andropov, jefe de la KGB, advirtió que habría problemas. Tenía razón.
A fines de los años ’80, su actuación en Polonia y su influencia sobre el ex bloque comunista tuvieron un peso considerable en la caída de los regímenes de Europa Oriental, según coinciden numerosos historiadores. Menos de un año después de su nombramiento, retornó a su país natal y fue recibido por una multitud en un país que se declaraba ateo. En esa oportunidad, les recordó a sus paisanos: “Ustedes son hombres. Tienen dignidad. No se arrastren sobre sus barrigas”. Su apoyo al movimiento Solidaridad en Polonia fue clave para la caída del comunismo en ese país.
Este movimiento emergió durante las huelgas de trabajadores de los astilleros en 1980 y se convirtió en el primer sindicato libre de Europa del Este y una importante fuerza contra el gobierno comunista. El Papa enviaba mensajes a los líderes políticos encarcelados a través de los curas que ocultaban las cartas en sus sotanas.
En esa época, la Iglesia Católica era una de las pocas instituciones que podían levantar su voz contra el régimen. El rol de Jerzy Popieluszko, un cura polaco famoso por su posición anticomunista, fue fundamental. Miles de fieles asistían a sus misas a escuchar sermones que tenían forma de discursos políticos en los que criticaba al sistema e incentivaba a la gente para que protestara. En 1984 fue asesinado por la policía secreta. El crimen enfureció a la población mayoritariamente católica –más de 600.000 polacos fueron a su funeral– y reforzó la oposición al régimen, que cayó finalmente en 1989. Cuatro oficiales fueron condenados, 20 años después ya estaban libres. La actuación de Juan Pablo II y la presión que ejerció en este caso fue muy diferente a la que tuvo en América latina, donde muchos le critican no haber levantado un dedo por los curas que fueron asesinados por las dictaduras. Reinó su Iglesia con mano de hierro y no tuvo problemas en silenciar a los que no estaban de acuerdo con él, dentro de la gran familia católica. En América latina se empeñó en aislar a los teólogos de la liberación, designando a obispos conservadores y alentando movimientos como el Opus Dei. Cuando visitó Nicaragua en 1983 –pese a sus propias acciones– sermoneó al cura Ernesto Cardenal por haber desoído sus instrucciones de mantener a la Iglesia apartada de la política.
Desde el trono de San Pedro en el fastuoso Vaticano, criticó a Occidente advirtiendo sobre los peligros del materialismo, el egoísmo y el secularismo. Juan Pablo veía al comunismo y al capitalismo como dos caras de la misma moneda. “Este mundo”, solía decir, no es capaz de hacer feliz al hombre”. (Ni hablar de la felicidad de la mujer.) En 2004 se difundió la Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo, que se ganó la denuncia de mujeres a lo largo del globo. Después de que innumerables teorías feministas demostraran que es posible separar las funciones biológicas de la mujer de las sociales, este documento afirmaba que “la capacidad de dar vida de la mujer estructura la personalidad femenina”, aunque aclara: “Ello no autoriza a considerar a la mujer exclusivamente bajo ese aspecto de la procreación biológica”.
El Pontífice demostró ser completamente ajeno al modo de vida terrenal de la gente con su rechazo intransigente a la anticoncepción y el aborto. Acusó a Occidente de promover una “cultura de la muerte”, refiriéndose a los métodos anticonceptivos, el aborto y la eutanasia. Equiparó la anticoncepción con el genocidio, diciendo que era un “mal intrínseco” que condenaba a los pecadores al infierno por toda la eternidad. Así, la enorme mayoría de las parejas católicas quedaron igualadas a Hitler y Pol Pot. En su “humilde” parecer, la única forma de combatir el sida era mediante la práctica “correcta” de la sexualidad, o sea, según su opinión, mediante la castidad y la fidelidad. Fue incapaz de ceder posiciones respecto de la importancia de los preservativos para combatir el sida. Tal vez predicaba desde su posición de querer dar el ejemplo del valor salvador del sufrimiento. El historial clínico de este Papa, “varón de dolores”, comenzó de joven cuando tuvo dos roces con la muerte, fue atropellado en dos ocasiones, la primera por un tranvía y luego por un camión. Años después, en 1981, el terrorista turco Mehmet Ali Agca le disparó dos veces durante una procesión. Su recuperación podría calificarse de milagrosa, si este término no estuviera mal visto por la teología católica. Su salud comenzó a debilitarse después del atentado y a pesar de sus años de deporte y vida sana, el “atleta de Dios” experimentó un brusco envejecimiento. En 1992, le extirparon un tumor del tamaño de una naranja y fue operado de apendicitis en 1995. Se cayó dos veces, una vez al resbalar en la bañadera fracturándose el fémur.
Su mal de Parkinson comenzó a manifestarse a mediados de los años ’90 con un temblor en la mano y de una progresiva invalidez. Dejó de caminar y se trasladaba en el “trono de ruedas” tecnológico que le permitía dar misa sin ponerse de pie. Ironías de la vida, su libro autobiográfico lleva por título ¡Levántese, vamos! El hombre que pasaba tanto tiempo rezando que se decía que tomaba la mayoría de sus decisiones de rodillas se vio impedido de hacerlo por una artrosis y las dificultades derivadas del Parkinson. Debió resignarse a no besar la tierra que visitaba, como solía hacer en cada viaje y reemplazó ese gesto simbólico por un beso que depositaba en una caja que contenía la tierra del país visitado.
A pesar de estar exhausto y balbuceante, el Papa mantuvo siempre bajo su control las riendas de la Iglesia. “El más grande testimonio viviente del sufrimiento humano” no abdicó al trono de San Pedro, no tenía por qué hacerlo, al fin y al cabo no era un ejecutivo de empresas. Siguió su peregrinación terrenal “hasta el final” y murió con el anillo de Pedro en el dedo, tal como fue su deseo. Su calvario ha finalizado.

Perfil: Ximena Federman.

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