Hace tres años, el Nobel fue a Roma a conocer a su “paisa” Darío Castrillón Hoyos, ya entonces posible candidato. Una mirada fascinada al interior del Vaticano y de un personaje.
Darío Castrillón Hoyos, 72 años, uno de los cardenales colombianos bien colocado en la sucesión.
El cardenal Darío Castrillón Hoyos, hoy de 72 años, recibió a su famoso compatriota Gabriel García Márquez en su departamento en el Vaticano, a 30 metros de la “frontera” con Italia. El escritor se quedó fascinado con los detalles del lugar, como los muebles “rescatados del naufragio de los siglos por los anticuarios” vaticanos, los cientos de libros de teología y filosofía, las muchas pinturas populares colombianas. “En la capilla donde celebra la misa, todas las mañanas a las seis, el altar está hecho con grabados de artesanía colombiana y con un Cristo primitivo tallado sobre tablas de madera”, escribe García Márquez. “El cuadro más notorio y notable, en la sala de recibo, es el episodio bíblico de la Casta Susana que se baña desnuda en la fuente, mientras dos ancianos la acechan desde los matorrales.”
La vida diaria del cardenal es igualmente colombiana. “La verdad es que este paisa con perfil de águila está muy lejos de la imagen académica de un cardenal. Su personal de servicio son dos religiosas colombianas menudas y vivaces, de la congregación de la Sagrada Familia, que mantienen la casa con el orden y la limpieza un tanto infantil de los conventos. Son maestras en las cocinas regionales de Colombia y empiezan a serlo en las italianas. El cardenal es de buen comer, pero sus gustos son más nostálgicos que gastronómicos. Prefiere almorzar en su comedor para ocho personas y a menudo con invitados colombianos. Hace poco sorprendió al presidente Andrés Pastrana y su comitiva con un desayuno antioqueño de frijoles, arepas y huevos revueltos con chorizo.”
Para el escritor, el milagro de su compatriota es que “pueda sostener la casa con su sueldo de prefecto de la Sagrada Congregación del Clero”. Pese a que el cargo es como una jefatura de personal vaticana, Castrillón cobra el equivalente a 2500 dólares mensuales, en una de las ciudades más caras del mundo. “El Vaticano tiene un supermercado interno con precios humanitarios”, explica García Márquez, “pero la mano de obra italiana no lo es. El electricista le pedía 120 dólares por colgar en el comedor una lámpara de Murano que no lucía en la sala, y el cardenal no tenía sino la tercera parte. Su Volkswagen desgastado lo conduce él mismo porque no tiene presupuesto para chofer y sólo le corresponde un tanque de gasolina al mes. Su pobreza resulta aún más irónica frente a las enormes sumas de dinero que tiene que manejar por su oficio: ninguna transacción de la Iglesia en el mundo que sobrepase el medio millón de dólares, puede hacerse sin su autorización”.
Los tesoros materiales del cardenal son cuatro: un viejo piano de cola, herencia familiar en la que aprendió música sacra y folklore; una cinta para trotar; una bicicleta fija y una computadora de excelente calidad. Su oficina está a cuatro cuadras de su casa y tiene “un ventanal privilegiado que domina la plaza de San Pedro” y permite ver “las habitaciones donde trabaja el Papa. Allí se conservan los documentos de todas las instancias del Vaticano, y se concentra la información y se dirige la acción para que cada uno de los sacerdotes del mundo se mantenga al día en el papel de la Iglesia. El servicio se presta en los siete idiomas que el cardenal conoce, además del español: italiano, portugués, inglés, alemán, francés, latín y griego, y ahora estudia el árabe”.
Castrillón se ordenó a los 23 años en el seminario de Santa Rosa de Osos, “entendió su sacerdocio como una milicia de justicia social y la ejerce desde entonces –como los poetas– con el don sobrenatural de la inspiración. Así fue como obispo coadjutor y obispo residente de Pereira durante veintidós años, luego como secretario general y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) y al final como arzobispo metropolitano de Bucaramanga hasta que fue llamado a Roma para ser elegido como el sexto cardenal colombiano. ‘Así como llamaba a los pobres a la diligencia y al trabajo convocaba a los ricos a la distribución inteligente de los bienes y a compartirlos para convivir’, ha dicho uno desus amigos más antiguos. En Pereira, una ciudad próspera y pacífica, se enfrentó a la codicia y los vicios especulativos de los cafeteros. A los que le mandaban cheques de caridad para apaciguar sus conciencias se los devolvía con el encargo de que se preocuparan de las hordas de desamparados que dormían en la calle. A muchos, en especial a los niños, les repartía pan y café a media noche”.
Una de las primeras aventuras que le dieron fama fue la de frenar los escuadrones de la muerte que “limpiaban” las calles de prostitutas, huérfanos y mendigos. “El obispo habló de frente con el comandante de la policía, sospechoso de los desafueros. Como no le hizo caso lo denunció ante el presidente de la República en persona, pero tampoco tuvo respuesta. Entonces tronó en el púlpito: ‘Anoche a las once invité a unos muchachos a tomar café. Algunos amanecieron muertos y otros no aparecen. Señor comandante de la policía, contésteme: ¿Dónde están mis hijos?’ La respuesta fue inmediata: los desaparecidos aparecieron, pero nadie resucitó a los muertos, y el señor comandante se fue de la ciudad.”
Luego vino la amenaza de los narcos de destruir Pereira para evitar las extradiciones a EE.UU. “El obispo se disfrazó de civil y fue a encontrarse en Medellín con un Pablo Escobar disfrazado de repartidor de leche a domicilio. Escobar le preguntó altanero a quién representaba. El obispo le contestó en seco: ‘Sólo represento al que te va a juzgar’. Faltó poco para que se confesara. Le preguntó si rezaba el rosario, si había hecho la primera comunión, si se arrepentía de sus crímenes, y le dio la noticia de que los únicos pecados que la Iglesia no perdona son los que se cometen contra el Espíritu Santo. Escobar contestaba entonces con respeto, y aun con humildad. Permitió que le grabara el diálogo, y por último le dio un mensaje para el presidente de la República: si el gobierno resolvía no extraditarlo, él se comprometía a liquidar el cartel de Medellín, entregar su fortuna y sus armas, y acabar con el terrorismo. El gobierno no aceptó. Pero lo que estremeció al obispo fue que Escobar le dijo al despedirse: ‘Si tengo que matar a toda Colombia para que no me separen de mi esposa, lo haré sin que me tiemble la mano’.”
Impresionado, García Márquez cuenta que “no pude resistir la tentación de preguntarle qué interés lo inspiraba para implicarse en tantos enredos terrenales. Su respuesta inmediata me erizó la piel: ‘No les habría dedicado ni cinco minutos, sino fuera por mi convicción absoluta de que existe la vida eterna’.” No es por nada que el cardenal tiene sobre su escritorio seis balas montadas sobre una base de plata: son recuerdos de un tiroteo entre guerrilleros y militares en el que él estuvo al medio. “¿No se asusta cuando le suceden estas cosas?”, preguntó García Márquez. “El me reveló su secreto en paisa puro: desde sus tiempos de cura raso inventó unas oraciones muy cortas, casi instantáneas, y las reza sin falta antes de asumir un riesgo grave. ‘Por ejemplo –me dijo– siempre las rezo antes de una entrevista’. Y concluyó divertido: ‘Sobre todo de ésta’.”
García Márquez cuenta en su nota que “la relación personal con el Papa es buena y frecuente, y tiene audiencia preferencial para asuntos de su ministerio. Dos de las muchas restricciones de la dignidad pontificia es que no se le puede hablar por teléfono, y los almuerzos oficiales son siempre de trece en la mesa –en memoria de la Ultima Cena– contra la superstición pagana de que uno de ellos ha de traicionarlo. ‘Los traidores son sustituibles’ se dice. Pero el Papa suele hacer otros almuerzos domésticos de sólo tres personas: él mismo, más un invitado y un testigo. En varias ocasiones, por motivos diversos, el invitado ha sido el cardenal Castrillón. Otros invitados habituales son los cardenales Roger Etchegaray, de Francia, y Camillo Ruini, de Italia. No parece casual que ambos sean papables de dominio público”.
Y ya en aquel entonces, como para ir calculándose las posibilidades al paisano, García Márquez escribe que “una distinción reciente de Castrillónfue haber sido uno de los dos ayudantes del Sumo Pontífice en los actos de Semana Santa, y su acólito en la misa crismal. Son hechos cotidianos que los augures acumulan como indicios de sucesión a medida que se recrudecen los quebrantos del Papa. Los que favorecen a Castrillón se fundan en su identificación integral con la apertura de Juan Pablo II, y en la evidencia de que éste lo trata como un discípulo. En ese sentido es válido pensar en los votos del Tercer Mundo: Asia, Africa y América latina. Pero cada vez que quise sondear el pensamiento del cardenal sobre los fuertes rumores de su candidatura pontifical, me eludió con elegancia. Y en el momento de la despedida sus razones fueron más elegantes que nunca: ‘Espero que Dios nos conserve este Papa muchos años para que sea él quien rece sobre mi tumba’”.