Sabiamente sentenciaba Goethe que “son los pecados los que escriben la historia; el bien es silencioso”. El juez federal Daniel Rafecas ocupa merecidamente su cargo, en base al consabido concurso público de oposición y antecedentes, y no mediante su inclusión en una servilleta, adminículo tan socorrido en tiempos aun recientes. Pero, además, el actual magistrado fue, durante largos años, empleado y luego funcionario de la Justicia nacional en lo criminal, hecho de sencilla verificación en el ámbito del Poder Judicial de la Nación. Su desempeño en todos los cargos ha sido impecable, y eso es verdad sabida en el microcosmos tribunalicio, a despecho de las infundadas suspicacias lanzadas a su respecto en las últimas horas.
Informan los periódicos que, por añadidura, un coyuntural ofensor le ha endilgado el mote de “zurupeto”. Denuesto absurdo pero, además, claramente desacertado, por cuanto zurupeto es un agente de Bolsa carente de matriculación o un falso escribano; lo que demuestra que, a la hora de agraviar con epítetos faltos de uso, es oportuno tener a mano el diccionario de la lengua.
Tiempo atrás, hojeando según inveterada costumbre ese venerable mataburros, me he topado con dos vocablos que bien podrían recobrar actualidad, al conjuro de tanto episodio tragicómico de nuestra realidad política y social. Me refiero a “chupóptero”, alusivo a la persona que, sin prestar servicios efectivos, percibe uno o más sueldos, modalidad refinada de nuestro vulgar “ñoqui”, y a “rábula”, que designa al abogado indocto, charlatán y vocinglero.