Una versión teatral de la cultura de la corrupción
El director Néstor Sabatini presenta en el Teatro del Pueblo “Siempre nada”, una pieza en la que un grupo de jóvenes de un pueblo muerto encarna un retrato de la desesperanza argentina.
Por Hilda Cabrera
Sabatini dice no temerle a un teatro de corte realista o testimonial.
¿Por qué no apostar en este momento al montaje de una obra realista, testimonial, sobre lo que se denomina la “cultura de la corrupción”? El director Néstor Sabatini entiende que hoy en la Argentina gran parte de una generación de jóvenes es ganada, no sólo por la incertidumbre generalizada y el descreimiento respecto de los valores considerados positivos sino también por esa cultura. De ahí su interés en la dirección de Siempre nada, obra de Orlando Leo (el mismo de Dos de sobremesa, presentada en Teatro Abierto 1982, El pastor y Lo que no se ve), que acaba de estrenarse en el Teatro del Pueblo, de Diagonal Norte 943. La pieza tiene como protagonistas a cuatro jóvenes de alrededor de veinte años, establecidos en un pueblo ignorado del país: un lugar sin fábricas ni comercios, paralizado, casi muerto. Siempre nada se ofrece los viernes a las 21 y está a cargo de un elenco de actores tan jóvenes como sus personajes: Leonardo Bermúdez (Rolo), Fernando Casarín (Ricardo), Lisandro Quiroz (Cacho) y Emiliano Ramos (el Flaco). Escenografía, vestuario y luces corresponden a Stella Iglesias, y la música es original de Sergio Vainikoff.
Aunque con diferentes estéticas, el teatro argentino ha retratado los varios quiebres padecidos en el país, sean éstos de carácter institucional, social o anímico. Un ejemplo es esta pieza de Leo, vista en 1996 en Andamio 90, durante uno de los ciclos de semimontado del Club de Autores, creado entre otros por Sabatini, también dramaturgo (Viejas fotos, El hijo, La deuda, De esto ni una palabra a nadie, El fangote, Estimado presidente, Juan Miga de Pan) y docente que completó su formación con teóricos y artistas extranjeros de la talla de un Lee Strasberg, Dario Fo, Jean Vilar y Eugenio Barba. “Los chicos de esta historia representan a muchos otros; son de buena madera, pero no tienen cómo resolver su vida. Son pibes de clase media baja y uno de ellos, de la calle. Tienen, como todos, alguna meta, que acá es hacer dinero, y de mala manera, porque no conocen otra forma de salida”, reflexiona Sabatini en diálogo con Página/12. Y tanto es así que, quien aspira a ser justo, cae “en actitudes fascistoides, y dice cosas como que hay que colgar a todos en la plaza”.
–¿A qué se debe, cree usted, esa reacción primaria cuando se pide justicia?
–En alguna medida, a la violencia que sigue instalada en nuestra sociedad. Ellos nacieron cuando estaba por caer la dictadura. 1982 fue el año de la guerra de Malvinas. ¿Qué se construyó en estos últimos veinte años para ellos? Estos jóvenes pueden ser solidarios entre sí, pero cuando tienen que idear una salida en ese pueblo muerto sólo piensan en el dinero y en inventar juegos absurdos. Están perdidos. El juego es lo único posible en ese paisaje desolado, por donde sólo de tanto en tanto pasa un automóvil. Acá apuestan a un número de patente, y esperan.
–¿La realidad es necesariamente adversa para esos jóvenes?
–La obra se va desgranando en esa espera, pero con cierta dosis de humor, a pesar de la densidad del tema. Los actores no son profesionales de 30 años que hacen de pibes de 18 o 20, sino jóvenes también ellos, que vuelcan en sus personajes toda la frescura y potencia de esas edades. Eso le da otro clima a la desgracia.
–Por lo visto, usted no tiene prejuicios respecto del montaje de obras llamadas realistas o testimoniales...
–No. Esas diferenciaciones me parecen tontas. Si la obra es buena y está bien puesta y actuada, no importa que sea tradicional o de vanguardia. Así como nos duele y golpea lo que está pasando con nuestros viejitos, también nos tiene que interesar y comprometer lo que sucede con nuestros pibes. Los vemos tan huérfanos, tan sin salida... Me interesan las obras que se relacionan con lo social, pero también las comedias, sobre todo cuando muestran absurdos. Los argentinos nos conectamos muchocon ese tipo de humor, y con el humor negro. Nuestros más grandes dramaturgos lo utilizan en sus obras. Pienso en Griselda Gambaro, Roberto Cossa y Eduardo Pavlovsky. Hasta en El señor Galíndez hay humor.
–¿Cómo se conectan los actores con este problema generacional?
–Aunque no viven personalmente la situación que se les plantea a los personajes, encuentran puntos de contacto con lo que les pasa a ellos. Es interesante trabajar con los conflictos del momento. La obra es de 1996, pero lo que sucede allí no ha cambiado. En otros aspectos, el país tampoco cambió. Eso sentí cuando hice la puesta de Suicidador, de Luis Sáez.
–¿Cuál es hoy la propuesta del Club de Autores que usted fundó y coordina?
–Organizarnos a nivel nacional, pero no sólo entre autores. También participan directores. Venimos realizando ciclos de semimontado en diferentes teatros. Comenzamos en Andamio 90, después en el Tabarís y el Picadilly, y en el Cervantes con los elencos provinciales. Las invitaciones corren por cuenta nuestra. En el interior hay gente muy talentosa. Nosotros les aseguramos comida y hotelería a diez elencos. Como otros teatristas, también yo vivo de la docencia. Es la única manera que tengo de continuar con mis proyectos. Acabo de terminar una obra y mandé otras a concursos, algunas son sketches cómicos. Hace seis años que dirijo a un elenco de tres actores, con el que llevamos a colegios y teatros de todo el país un espectáculo sobre la historia del teatro argentino desde el gauchesco hasta la actualidad. Está pensado para los más jóvenes. Si los chicos saben tan tempranamente todo acerca de la música que más se difunde, ¿por qué no enseñarles, sin bajar línea y con humor, algo de lo mucho de valioso que tiene nuestro teatro?