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Psicología|Jueves, 14 de febrero de 2013
En tiempos del “gran autómata”

La ilusión posmoderna

Vale la pena reflexionar sobre la actualidad de este texto de 1995, donde el filósofo Oscar del Barco se pregunta qué pasa cuando “el sistema-de-máquinas, el ‘gran autómata’, como lo llamó Marx, ha tomado el control del desarrollo del sistema en su conjunto y ha hecho entrar en crisis el concepto esencial de la sociedad moderna. ¿Puede haber historia de un mundo absolutamente tecnificado?, ¿puede haber historia sin hombre, sin totalizaciones y sin prioridades?, ¿puede haber historias en un mundo plano, en dispersión y carente de cualquier tipo de centralidad y de proyectos?”.

Por Oscar del Barco *
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Pensar lo posmoderno exige pensar lo moderno. Lo posmoderno puede ser descalificado adjudicándolo a una moda, en un sentido peyorativo; pero con eso no se dice mucho ya que, más allá del nombre que se le dé, hay algo que está pasando en el nivel de las economías, de las ideologías, de las políticas, de las artes y de las filosofías. Y a eso que está pasando en el mundo se lo ha dado en llamar, nos guste o no el término, posmoderno. Moderno y posmoderno son entonces calificaciones que mentan el conjunto de formas sociales constitutivas de nuestra época. Max Weber caracterizó lo moderno como un proceso de racionalidad y de racionalización de la sociedad occidental (capitalista) que producía una creciente laicización-profanación de su cultura, cuyo efecto más fuerte en el nivel de las conciencias era el desencanto. Se trataba, según la expresión de Habermas, de “una gavilla de procesos acumulativos”, entre los cuales los más significativos fueron la formación del capital, el desarrollo de las fuerzas productivas, el incremento de la productividad del trabajo, los poderes políticos centralizados, el desarrollo de las entidades nacionales, la participación política, la vida urbana, la educación formal. Finalmente, y ya en su límite, la modernidad social “se habría desprendido de la modernidad cultural ya obsoleta” (Gehlen), despejando de esta manera el espacio para una deriva cultural flotante o posmoderna.

Lo que caracteriza este período de cambio es la incorporación masiva a los procesos productivos del desarrollo científico-técnico, la que por lo menos ha revolucionado tres grandes espacios: primero, el de la composición social del sistema mediante el desplazamiento de la fuerza productiva humana y su reemplazo por la fuerza productiva técnica, lo que implica una caída sustancial de la importancia de la clase obrera (Habermas), con implicancias decisivas para lo que se ha dado en llamar “crisis de lo político”; segundo, el de la subjetividad y la individualidad, penetradas y disueltas por los productos de la informática y de los medios; tercero, el de la teoría, mediante la creación de inmensos bancos de saber y la utilización reglada de ellos.

El sistema-de-máquinas, el “gran autómata”, como lo llamó Marx, ha tomado el control del desarrollo del sistema en su conjunto y ha hecho entrar en crisis el concepto esencial de la sociedad moderna. Esta caída deja entrever los alcances de la partícula pos en la palabra “posmoderno”: pérdida de todo fundamento, de toda verdad y de toda historia, en cuanto ya se habrían realizado los proyectos que conformaron lo moderno; dicho de otra manera: ¿puede haber historia de un mundo absolutamente tecnificado?, ¿puede haber historia sin hombre, sin totalizaciones y sin prioridades?, ¿puede haber historias en un mundo plano, en dispersión y carente de cualquier tipo de centralidad y de proyectos? Lo pos señalaría así, por un lado, la realización de lo moderno, y, por el otro, el desierto, según la expresión de Nietzsche.

La terminología teórica que trata de rendir cuenta de esta problemática está marcada por una suerte de indecibilidad producida por la rapidez de las transformaciones económico-sociales y por la incerteza y la evanescencia de los principios a los que obedecen. Esta confusión generalizada no es una confusión del pensamiento, sino que está en las cosas mismas como un nuevo orden-confuso (aunque la expresión parezca paradójica), y constituye el escenario de lo posmoderno. Se trata de un concepto equívoco, pues tiene como correlato algo así como un real-imposible: lo imposible de ordenar, de someter a un sentido o a una lógica; o, a la inversa, se trataría de una realidad irreal, en disolución y dispersión, y por lo tanto no subsumible en una teoría unitaria; de una “realidad” que ha disuelto, en cuanto ha despojado de fundamentos, las utopías y los ideales de lo que hasta hace muy poco constituyó el sentido de la praxis de una gran parte de la humanidad.

Lo moderno

Pero ante todo hay que definir lo moderno. Marx lo visualizó como una conformación contradictoria estructurada alrededor de la disimetría entre fuerzas productivas y relaciones de producción y consideró que las primeras, en las que privilegiaba la forma-obrero por sobre la forma-máquina, harían estallar los modos de propiedad, dando comienzo así a una nueva etapa histórica. Captó la autonomización creciente de la máquina, pero apostó a la posibilidad de su control mediante la realización revolucionaria.

Weber, por su parte, entendió lo moderno como el proceso de racionalización del conjunto de la sociedad a partir de la racionalidad de la producción capitalista y la consecuente formación de una capa burocrática depositaria de esa razón y encargada de realizarla. Uno pensó que la salvación estaba en los obreros en cuanto sujetos de la negatividad, el otro pensó que no había salvación, pues la “sociedad burocrática” era socialmente insuperable. Tanto uno como el otro se equivocaron, como hoy podemos verlo, y es posible que este poder ver, a lo que posibilita que se pueda ver semejante fracaso teórico y práctico, sea lo que se llama posmoderno.

Producción, racionalidad, la clase obrera como depositaria del sentido de la historia y realizadora de la gran reconciliación a lo Hegel, burocracia dominante, libertades del hombre, democracia política, vanguardias estéticas, moral utilitaria... Si todos estos elementos pudieran sumarse, tendríamos posiblemente una vaga imagen del sistema en el momento ideal-extático de su historia que se denomina moderno. Una época dominada por la idea de evolución, de progreso y de novedad, en la cual se creyó en un desarrollo “infinito del conocimiento y en un infinito mejoramiento social y moral” (Habermas).

Si pretendiéramos una descripción exhaustiva del fenómeno moderno, intentando definir su contenido, no terminaríamos nunca. Sí puede afirmarse que se trata del momento del lanzamiento del sistema en cuanto modo-cultural. También puede decirse que estamos en una etapa de tránsito, y que se llama posmoderno a ese punto que articula el momento pasado con el que viene: se trataría de una nueva nominación de la historia del sistema; una nominación a la que es preciso no aferrarse, no únicamente porque su valor es descriptivo, sino porque ya está siendo cuestionada por otras nominaciones que responden a otras tantas oscilaciones de la gran masa de lo social ordenada por el ritmo de la técnica, la que, como una especie de agujero negro social, nulifica-conforma-nulifica permanentemente las configuraciones de su propia movilidad.

Así, lo posmoderno se referiría a un mundo teórico-ideológico-estético que actuaría como “correlato” (las comillas buscan señalar los equívocos de este concepto) de las transformaciones aceleradas que se producen en las distintas estructuras del sistema. Con esto quiero darle todo su peso a la figura posmoderna: el nombre es secundario, mientras que las transformaciones que se producen en el sistema son formas de vida que involucran al conjunto de los seres humanos.

Por supuesto que la palabra “posmoderno”, como afirma Lyotard, carece “de consistencia”; pero no es allí donde está el problema. El problema está planteado por el hecho masivo ante el que nos encontramos y que es reconocido por todos, desde Bell hasta Habermas y desde Lyotard hasta Baudrillard o Vattimo. Ya se le denomine sociedad poscapitalista, posindustrial, poshistórica o como se quiera, lo cierto es que en la sociedad capitalista moderna se ha producido una transformación esencial: la ciencia y la técnica han pasado a ser efectivamente las principales fuerzas productivas (Habermas), desapareciendo de esta manera (según Lyotard) “la perspectiva de una sociedad sin clase”. Información y comunicación se han constituido en las claves de las dinámicas actuales del sistema, cuya aceleración (y en este aspecto son válidos los estudios de Paul Virilio) implica una modificación sustancial de “las jerarquías y las oposiciones tradicionales entre lo real y lo simulado, entre lo real y la imagen”.

Esto, entre otros efectos, produce lo que Lyotard llama “incredulidad frente a los grandes relatos”, es decir: fin de los metarrelatos legitimatorios y fundantes de lo real en la autoridad de un Sujeto de la emancipación, ya fuera éste el Pueblo, la Humanidad o la clase obrera. El desarrollo abrupto de una realidad impensada ha echado por tierra todas las creencias y fundamentos que hasta ayer mismo sostenían el gran proyecto moderno. La cosa ya está entre nosotros; ha sumergido a una buena parte de la humanidad en un ámbito y una pasión autista; ha modificado las identidades y está arrasando las tierras, los océanos y el aire; está extinguiendo las especies y las comunidades. La “comunicación” invade todo, transitando por sobre los pueblos y las naciones. El propio sistema ha destruido o se ha “desprendido” de los grandes relatos de la metafísica que fundaban su ética, su estética y su política alrededor de esa idea esencial que era la del Hombre como sujeto constituyente, como fundamento de toda acción y de toda creación.

Se trata de una destrucción nulificante que convierte al hombre en una pieza más de la gran maquinaria producida por la técnica, precisamente como efecto de su movimiento global y no como efecto de una intención perversa: precisamente este superar la conciencia para instalar la decisión en la propia técnica es lo que le da su significación trágica al problema.

Desde esta perspectiva, el concepto de lo posmoderno sintetizaría los efectos de ese mundo de transformaciones en cuanto reordenamiento específico de la cultura; pero no se trata de un efecto unívoco y esto debe tenerse en cuenta para orientarse en el complejísimo entramado de tendencias que caracterizan lo posmoderno. En él actúan fuerzas tanto positivas como reactivas (en un sentido nietzscheano) que van desde las posiciones débiles de la democracia hasta las posiciones fuertes del neoconservadurismo, todas unificadas por el impacto de la revolución científico-técnica que está experimentando el sistema y que nosotros consideramos la entrada en escena del nihilismo europeo. En resumen: un nuevo mundo regido por la utilidad y la eficiencia (lo que Benjamin denominó “atrofia de experiencia”) que hacen tabla rasa con la idea de Verdad que sostenía los “grandes” discursos del período moderno.

Lo posmoderno se entiende, pues, como lo que ocurre al fin de la historia, al fin de la política, al fin de los relatos metafísicos. Sin olvidar, y esto hace a uno de los núcleos de la discusión, que tanto la historia (el progreso, la teleología) como el sujeto (el hombre, el alma) fueron el centro de la crítica a la conformación logocéntrica del sistema que realizaron Marx y Nietzsche; crítica que apuntaba a una trascendencia del sujeto y no a suprimirlo mediante el crecimiento de la alienación.

Existen por lo tanto dos supresiones del sujeto-hombre: la producida por el proceso de cosificación capitalista y poscapitalista, y la producida por la superación (no dialéctica) propia del Eterno Retorno; en los hechos, una oculta a la otra: la aniquilación maquínica del hombre aparece como el más-allá anunciado en el Zaratustra de Nietzsche, taponando toda posibilidad de liberación al hacer pasar por liberación el mundo nihilista de la técnica.

* Fragmento de “La ilusión posmoderna”, publicado en abril de 1995 en la revista Confines.

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