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Jueves, 8 de octubre de 2009
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Luis Biasotto reestrena Octubre (un blanco en escena), en el Teatro del Pueblo

El espejo convexo de la sociedad

El fundador del célebre grupo Krapp, que probablemente retorne pronto, presenta una “no-obra” que rompe con todos los cánones de la danza, de lo que se supone que debe hacer el público y hasta de su propia condición de autor y director.

Por Alina Mazzaferro
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Biasotto asegura que en sus obras no quiere un público “participativo”, sino uno “activo”.

Si hay alguien que parece haber comprendido bien el concepto de “obra abierta” de Umberto Eco, ése es Luis Biasotto. El y el grupo Krapp –célebre desde Mendiolaza, la pieza que los llevó a recorrer el mundo– se caracterizaron por montar obras sin guión, coreografías sin pasos ni una técnica determinada, puestas que exhiben sus costuras, que se arman y desarman frente a los ojos del espectador. Son productos escénicos que no son otra cosa que el resultado de largos procesos de investigación, con estructuras que se parecen más a un eterno fluir que a una historia con principio, medio y fin; obras que de ninguna manera cierran sus sentidos, sino que permiten que estos proliferen a gusto y placer en la cabeza de cada espectador. En la actualidad, Biasotto se encuentra algo alejado de Krapp –tan sólo por un tiempo, pero es posible que pronto el grupo vuelva a reunirse–, y este año ha estrenado por las suyas un espectáculo que intentó llevar todas estas premisas hasta las últimas consecuencias: Octubre (un blanco en escena), que se presentará hoy y el próximo jueves 15 a las 21 en el Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943).

Octubre: su nombre ya suena a revolución. Y, de hecho, la intención fue romper con todos los cánones, con lo que se supone que es una obra de danza, con lo que se supone que debe hacer el público, con lo que se supone que es bailar, actuar, ir al teatro. Biasotto puso todo en cuestión, hasta su propia condición de autor y director. Luego de haber estado un tiempo en cartel en el Centro Cultural de la Cooperación, la obra inauguró un debate y, con él, instaló dos bandos con posiciones encontradas: de un lado, los que ensalzaron la osadía de Biasotto; del otro, los que se quejaron de tanta anarquía. En el medio quedaron los que apreciaron que “es arte contemporáneo, pero de ese que no se entiende nada”. Claro que no era precisamente “entender” lo que debía hacer el público con esa obra. Más bien, Biasotto buscó todo lo contrario: desorientar. Y sobre todo, poner a pensar. “¿En qué lugar está el arte hoy? ¿Cómo estamos parados nosotros frente a ello? ¿Qué sucede con el espectador?”, son las preguntas que funcionaron como disparadores de esta pieza a la que su creador define como el anti-entretenimiento o la no-obra. Así lo explica él: “Con esta idea de ausencia de la obra, el punto de partida para trabajar fue el momento en el que el bailarín deja de ser bailarín para ser un intérprete con nombre y apellido. Heiner Müller habló de la muerte del actor y eso me llevó a pensar en la muerte del autor que propone Roland Barthes”.

–¿Y cómo puso ese concepto en práctica?

–Lo que planteo acá es que cualquier rol es intercambiable, reemplazable. La obra, más allá de que yo la dirija, es de todos. Todos tenemos algo de la gente que nos rodea en cada cosa que hacemos, la influencia es constante. Esto implica que, una vez que ya está puesto en juego el trabajo escénico, de alguna manera desaparece el autor.

–¿Eso implicó también revisar el lugar de la danza y sus modos de producción?

–Realizo un juicio crítico, sobre todo, a la antigua mirada sobre el objeto danza, a la autonomía de la danza como expresión artística. Estoy bastante cansado de ver siempre lo mismo, de saber lo que voy a ver antes de sacar la entrada, de que todos apunten sólo al mercado del exitismo y de que pocos se arriesguen a buscar un cambio. Me entristece ver que los directores siempre van a lo seguro.

–Octubre busca la participación del público. ¿Qué espera de él?

–No sé si espero algo del público. Pero el espectador ya no puede seguir siendo un espectador kantiano, donde el eje pasa sólo por lo que está viendo. Elena Olivera habla del nuevo espectador del siglo XXI que, para ver cierto tipo de trabajos, debe conocer un poco de historia del arte, de filosofía y otras cosas. Por ahí es mucho pedir, pero creo que el público debe manejar cierta información y habituarse a que no sólo va al teatro a entretenerse o a que le cuenten una historia. Debe irse a su casa con preguntas y no hablando de lo lindo que se movían los bailarines. En algún sentido, la danza es un espejo, invertido o convexo, de la sociedad. Pero pensar debería ser una responsabilidad de todos y no de unos pocos. Más que un público participativo, espero un público activo.

–Algunas críticas a la obra se preguntaron si realmente se trataba de una obra de danza, si tanta libertad no era “peligrosa”; se argumentó también que la pieza se parecía a la televisión porque “idiotiza” y muchos la catalogaron como “una de esas obras que el espectador no entiende”. ¿Quisiera responder a todo eso?

–La libertad del artista es la base para la creación, es el motivo por el que la mayoría de los que nos dedicamos a esto comenzamos a trabajar. Decir que la libertad es peligrosa me suena un poco fascista. Otras críticas me resultan bastante banales para entrar en su juego. Por ejemplo, una revista escribió que el mío era un espectáculo de arte contemporáneo pero de esos que entrás a ver y no entendés nada. “¡¿Pero qué hace un mingitorio en un museo?!”, hubiese dicho el mismo crítico. La gente está acostumbrada a ver espectáculos tradicionales o por lo menos bastantes aprehensibles, busca entender lo que está viendo. Cree que la danza es de cierta manera y que tiene que cumplir ciertos requisitos, como bailar, por ejemplo. No quiero decir que mi trabajo sea críptico ni mucho menos, pero mi espectáculo no tiene la mirada habitual de la danza. Hay que observarlo desde otro lugar. Encuentra un borde distante del común y al mismo tiempo es muy simple: está fuera de las estéticas reconocibles. Y creo que lo más complicado para el crítico es que el espectáculo presenta su propia crítica. Es radical y eso provoca ciertos enojos. Toma por sorpresa al público, que se encuentra con que en vez de ser mero voyeur es co-creador y debe mirarse a sí mismo.

–Entonces, ¿considera que una obra puede ser coreográfica a pesar de no incluir pasos pertenecientes a ninguna técnica elaborada?

–No lo sé. Antes hubiera dicho que sí, porque vengo de la danza y en mis obras hablo desde la danza. Esta obra es danza, aunque con poca sensación de salir a bailar.

–¿Puede reflexionar a partir de su obra respecto del camino que toma la danza contemporánea hoy?

–Salvo algunos casos, la danza contemporánea actual es poco arriesgada, muy acartonada, carente de reflexión. Mi aporte puede ser muy grande o imperceptible, depende de quién lo mire: intento que el espectador tome conciencia de que la danza no es menor que otras artes y que los bailarines no sólo bailan, y también que asuma ciertas responsabilidades, que revise su posición intelectual respecto al objeto danza.

–¿Se sorprendió de que la obra resultara tan polémica?

–Intuí que algo así pasaría. Pero la intención del trabajo no era polemizar o impactar, sino presentar lo que creo que está ocurriendo hoy con ciertos lenguajes, como la danza. El que se enoja o polemiza es el espectador medio que se niega a que le cambien pan por chocolate. Ir al teatro es una apuesta; quizás al venir apostaron al animal equivocado, pero esos que quieren ver ganar siempre al mismo caballo no me interesan.

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