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Domingo, 3 de febrero de 2013
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El ojo de la patria, el espía y un pariente de Sarmiento

Un personaje para Osvaldo Soriano

Hace veinte años apareció la novela y hace dieciséis murió su autor. El protagonista del desopilante thriller de espionaje nació al descubrir Soriano el busto y la tumba de un agente argentino sepultado en París hace un siglo. He aquí la historia de ese “encuentro”.

Por Francisco N. Juárez
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Osvaldo Soriano falleció en 1997, a los 54 años.

Hace pocos días y como sucede todos los años cuando está por cumplirse un aniversario más de la muerte de Osvaldo Soriano en aquel caluroso miércoles 29 de enero de 1997, nos convocamos con María Elena Tuma y Adolfo Res para dejar unas flores en su tumba del cementerio de Chacarita. Esta vez, el pasado martes, el ramo lució con los coloresazul grana del club que desveló al escritor. En el modesto homenaje no faltó un grupo de hinchas de San Lorenzo, algunos tan jóvenes que nunca pisaron los tablones del viejo Gasómetro de Avenida La Plata. Ese mismo día cobró formas la propuesta que aspira a asentar en el lugar, un busto que sonría o una escultura mayor en la que la que Soriano acaricie un gato.

Ni María Elena ni Adolfo trataron personalmente al novelista, pero devoraron sus libros y sus notas en la contratapa de este diario. María Elena pertenece al área del Patrimonio Histórico del cementerio de la Chacarita y Adolfo es nada menos que el fana mayor de San Lorenzo; también cabeza notoria del movimiento que logró el primer paso para que la sede del club querido vuelva a la Avenida La Plata. Años atrás, el también historiador Adolfo Res puso el nombre de Soriano a la biblioteca que enriqueció la vida cultural de la Subcomisión del Hincha y una legión de simpatizantes.

El homenaje al novelista casi coincidió con el vigésimo aniversario de la aparición de El ojo de la patria, su novela en la que el espía argentino Julio Carré vive inmerso en un enjambre de espías que en París de-sentrañan mensajes cifrados, soportan las trampas de la contrainteligencia asechados con intrigas que engordan la desconfianza, mientras reciben contradictorios informes, comen mal y duermen peor.

Aludir ahora a El ojo de la patria se justifica por ser la novela en la que Soriano más acercó a un personaje con su propia muerte, por lo que el agente secreto se impuso frecuentar el cementerio que se le había destinado: el legendario Père Lachaise.

Loca historia, porque el espía Carré debió aceptar darse por muerto obligado a cambiar de fisonomía. Así tuvo el insólito privilegio de fisgonear su propio entierro y reiterar visitas al cementerio para llevarse flores y hasta presenciar escondido la instalación de su propio busto. Su nueva identidad le serviría para custodiar el cadáver de un revolucionario de 1810 que en la ficción quería repatriar. El confidencial Carré emprendió la peripecia plagada de asechanzas para finalmente escoltar secretamente al héroe de Mayo, y la novela, claro, resultó un éxito editorial.

Muchos años antes, cuando Soriano había regresado de su exilio, me confesó su tardío interés por la historia argentina (le sugerí comprar los 22 tomos de la Biblioteca de Mayo editada por el Senado de la Nación en tiempos del presidente Illia). También me volcó sus planes para resucitar un diario como La Opinión a la vez que trazaba sus bosquejos novelísticos a futuro. Desbordaba con anécdotas parisinas, sus cambios de domicilio y los barrios en que vivió con su esposa, Catherine Brucher. Cuando ocuparon un departamento cercano a la estación Gambetta del Metro parisino, Osvaldo solía desandar unas cuadras hasta el Père Lachaîse y visitar las tumbas de Balzac, Molière, La Fontaine o Proust.

La vez que caminó hasta el sepulcro de Oscar Wilde, descubrió la tumba de un tal Julio Carrié, con busto de pecho impetuoso tapizado de medallas. Soriano le quitó la “i” al nombre del occiso y lo trasladó un siglo para que surgiera el Carré de su novela. El disparador fue el dato esculpido al pie del busto. Consignaba haber sido “agente confidencial del gobierno argentino” de lo que Soriano se burlaba de esa innecesaria confesión, aunque allí se lee que era doctor en derecho e inspector general de Consulados. Las fechas (1857-1910) demostraban que Carrié murió en París a los 53 años, sin sospechar Soriano que él mismo viviría sólo 54. Tampoco supo quién fue realmente el destinatario de esa tumba, donde otra lápida al pie reza: Ana de Carrié “artiste Peintre”. ¿Pintora y esposa?

No hace mucho fotografié en el Père Lachaise a Catherine Brucher, viuda de Soriano, junto al busto del agente confidencial. Allí mismo me propuse emprender una corta saga tras las posibles huellas del personaje. Un par de ellas las ubiqué en ejemplares del más importante diario neoyorquino, notas que aluden a Julio Carrié cuando expiraba el siglo XIX. Otras demostraron fehacientemente que el adolescente Julio Carrié y su familia eran todos sanjuaninos, pero vivieron en Buenos Aires con Domingo Faustino Sarmiento mientras duró su mandato como presidente de la República. La noche del sábado 23 de agosto de 1873, la familia de Julio Carrié, entonces de 17 años, se alborotó. A tres cuadras intentaron asesinar al presidente. La más dolida fue la madre del joven Julio, doña Eloísa Salcedo Sarmiento, una prima muy querida por el cuyano alborotador.

Si bien Soriano no pudo saber que Julio Carrié era pariente de Sarmiento, sabía de traslados de personajes de la historia desde tierras lejanas. Que el sanjuanino fue quien recibió en Buenos recién en 1880 los itinerantes restos de San Martín y que el propio Sarmiento embalsamado sufrió la larga peripecia de una semana de navegación para bajar el Paraná y descansar en el cementerio de Recoleta, el Père Lachaise porteño.

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