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Miércoles, 15 de abril de 2009
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Revisitando Mataderos, del proyecto “El arte de la Independencia”

Los poemas son de nosotros y las vaquitas son ajenas

Entre evocaciones a Echeverría, Dante y el I Ching, los poetas argentinos Cecilia Pavón, Martín Gambarotta y Ezequiel Zaidenwerg y el poeta alemán Timo Berger recorrieron el Mercado de Liniers, un lugar donde se desata, cotidianamente, “una tragedia asordinada”.

Por Silvina Friera
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Zaidenwerg, Berger, Pavón y Gambarotta en Mataderos. Los poetas leerán hoy en el Goethe los poemas escritos para la ocasión.

El barrio está despierto hace rato, aunque a las nueve de la mañana Mataderos luce la pereza típica en la que se sumerge todo barrio después de que un puñado de vecinos se van a trabajar. Por Lisandro de la Torre la combi del Instituto Goethe se confunde con otros vehículos parecidos que reparten productos en los supermercados y comercios del barrio. Sólo que en ella viajan tres poetas argentinos, Cecilia Pavón, Martín Gambarotta y Ezequiel Zaidenwerg; un poeta alemán, Timo Berger, muy aporteñado, que dice “bondi” como si siempre hubiera vivido por estos pagos, y la cronista de Página/12.

Una señora desarma un tenue colchón de hojas de paraíso con su escoba bajo un sol que ya se cierne como una amenaza en medio de un otoño que no termina de asentarse o un verano que se prolonga demasiado. Un perro tipo ovejero alemán, pero raza perro, pasea a su dueña, enojada por los tironeos y arrebatos de su mascota. La combi se detiene a metros del escenario donde los domingos cantan los artistas que animan la Feria. En la entrada al Mercado de Liniers, el monumento al Gaucho Resero evoca a una figura tradicional de los campos argentinos que fue desplazada por el progreso. Hernán, uno de los supervisores, recibe a los poetas y los conduce por dantescos pasillos que configuran una suerte de círculos del Infierno. No hay sangre ni se la verá. Hace mucho que se dejó de faenar la hacienda en este Mercado que sólo se limita a vender el ganado bovino. Desde la disposición de los corrales, como campos de concentración donde las vacas son apretujadas para “maximizar el espacio”, hasta los gauchos que guían a puro grito y rebenque a las vacas vendidas –marcadas con pintura en el costillar–, se sucede una cadena de signos que remiten a esa realidad que no está conjugada en tiempo presente, pero que es un futuro irreversible: la muerte. Las imágenes capturadas por la cámara en esta recorrida titulada Revisitando Mataderos –primer programa del proyecto “El arte de la Independencia: ecos contemporáneos” (ver aparte)–, más los poemas escritos para la ocasión, se podrán ver y escuchar hoy a las 20, con entrada libre y gratuita, en el Goethe (Corrientes 319).

La mirada de las vacas

“La hacienda se recibe desde las cuatro de la tarde hasta las siete de la mañana del otro día”, cuenta Hernán. El guía camina despacio y habla en un medio tono, esperando que la mirada de los poetas se acostumbre a ese paisaje hostil que espanta en el primer golpe de vista. “Acá se venden las piezas”, dice Hernán, mientras señala una hilera de corrales con novillos, las vacas que tienen menos de tres años. “Los compradores los eligen por el peso, el aspecto del novillo y por cómo se lo alimenta”, prosigue el guía, entusiasta por la información que brinda, pero sin reparar en que ese conocimiento que a él lo tranquiliza, que ordena y pauta la grilla del día a día de su vida, impresiona a los poetas que empiezan a contemplar a esas piezas, las vacas, que ya fueron rematadas. Cruzarse con la mirada de una vaca es una experiencia de la que no se sale indemne. El ojo del animal, muy brillante y grande, espejo donde se despliega la creación entera, se dilata como si supiera cuál es su destino. “Nos miran a nosotros, nos dicen ‘salvame’”, comenta Cecilia Pavón. Cuando una vaca se retoba y gira en círculos en el corral sin querer salir, el gaucho, a caballo, se acercará con el rebenque para empujarla hacia su destino.

Pavón de pronto repara en un detalle: en todos los corrales hay mucha agua. “Cuanto más agua toman, pesan más y más alto es el precio de venta”, aclara Hernán la inquietud de la poeta y traductora. Complementa el detalle un letrero en una de las paredes: “La reglamentación establece que nunca debe faltar agua en los bebederos del sector ventas”. Un comprador con su boina vasca anda a caballo entre los corrales. Está seleccionando las vacas que se llevará. No hay mujer a la vista; todos los que trabajan en los corrales son hombres, confirma el guía, quien opina que son los que tienen más fuerza para tratar con toros y vacas. Hay un sector que se denomina Playa de Caídos donde amontonan a las vacas que se cayeron de los camiones y se quebraron una pata. Ni las vacas caídas se salvan; se venden aparte. Y a menor precio. Página/12 le pregunta a Hernán si no siente pena por las vacas. “No, no me da pena porque no las veo morir”, responde. Como si lo que dijo el guía quedara rebotando en el aire en busca de un sentido extraviado, una cita del I Ching aporta quizá la punta de un ovillo del que habrá que seguir tirando: “El tiempo significa únicamente que las etapas del devenir pueden desplegarse dentro de él en nítida sucesión. Y al hallarse enteramente presente en cada instante, emplea las etapas del devenir como si viajara hacia el cielo”.

–Tengo cien pesos, ¿puedo comprar algo? –pregunta Ezequiel Zaidenwerg.

–Ni la uña –dice Hernán.

Las vacas se rematan a 4 pesos con veinte centavos el kilo. Cada una pesa un promedio de 400 kilos. Para poder comprar una hay que tener 1680 pesos.

El negocio de ser caballo

“Eh, eh, vaca, vaca, vaca”, grita un gaucho fornido, tirando a obeso, porque una vaca negra se pegó flor de resbalón y quedó por unos segundos desparramada en el barro como fuera de juego. Pero un tropezón no es caída. El gaucho a caballo la obliga a levantarse y ella se incorpora al resto de las obedientes compañeras que son trasladadas hacia el frigorífico. “Es más negocio ser caballo que vaca, lo tratan mejor”, razona Zaidenwerg. La risa viene bien, corta un poco la atmósfera más trágica que cómica del Mercado. El aperitivo que aporta el poeta abre las compuertas de la veta cómica, como si todos empezaran a registrar, más allá de la muerte diferida que se huele a cada paso que se da dentro del Mercado, otro tipo de fisuras. Tanto gaucho por aquí y por allá de pronto alguien repara en el uso y abuso de la palabra y se anima a preguntar: ¿De qué hablamos cuando hablamos de gaucho? “Nuestro joven Virgilio”, trata de despejar, como puede, el panorama. “Se dice y se piensa que el gaucho vive en el campo, pero los gauchos que trabajan acá tienen sus casas ahí nomás, cruzando la General Paz.”

Una tragedia asordinada

Zaidenwerg confiesa que lo primero que se le viene a la cabeza al recorrer el Mercado de Hacienda es el Infierno y el Purgatorio de Dante. “Por supuesto que el lugar central que ocupa la carne en las representaciones culturales argentinas y las inevitables asociaciones con El matadero de Echeverría como texto fundante de nuestra literatura son algo que va de suyo, pero a mí lo que me llama más la atención es la dimensión maquínica de su funcionamiento. Pienso en el Infierno dantesco por lo compartimentado de los distintos ámbitos de castigo, y en el Purgatorio por las distintas estaciones que las almas deben atravesar; en cualquier caso, en el Dante, al igual que en el Mercado de Hacienda, el proceso se nos antoja eterno e infinito –compara el poeta–. En el Mercado, particularmente, la instancia de la muerte, si bien allí todo refiere a ella, está borrada casi por completo: los animales son conducidos constantemente de un corral a otro por los gauchos, y sólo sabemos que existe una Playa de Caídos, espeluznante nombre, adonde se traslada a los que caen en el camino; sabemos, también, que luego de su venta, que es inevitable en todos los casos, porque hasta los animales más defectuosos son rematados para los fines más sórdidos, la faena tiene lugar fuera de allí, en cada frigorífico. Pero el carácter cómico del Infierno del Dante aquí se trueca por una atmósfera de tragedia asordinada que a todos los asistentes nos resulta bastante ominosa y cuya imagen más característica es la mirada triste y resignada del ganado.”

No dejen de comer carne

Mario hace cinco años que trabaja en el Mercado pesando al ganado desde las seis de la mañana hasta la una del mediodía, de lunes a viernes. Tiene 24 años y una remera azul francia de los Ramones. Calcula que por su balanza transitaron más de 5000 vacas en todo este tiempo. Vive en Rafael Castillo, a una hora y media del Mercado, y cuenta, con una sonrisa que le parte la cara al medio, que se levanta a las cuatro de la mañana. “A veces los animales se enojan, pero para eso están los muchachos a caballo. Al estar en las garitas, nosotros no corremos riesgos porque no tenemos contacto con las vacas”, revela Mario.

–¿Sentís lástima cuando ves la mirada de las vacas? –interroga Pavón.

–No, lástima no. A veces me da pena ver a los animales tan flacos y después en lo que se convierten... Es mejor no pensar. Los flacos terminan en paty o fiambre.

Pavón, curiosa y pertinente la muchacha, quiere saber si hay algún vegetariano entre los trabajadores. Mario sacude la cabeza negando rotundamente y pide: “¡Por favor, no dejen de comer carne!”.

Las grietas

La muerte es omitida, de eso no se habla. “Mejor no pensar”, es la consigna que desplaza al referente hasta anularlo. Los poetas quieren saber qué opina Mario del conflicto agrario. Esboza una sonrisa nerviosa, mira a sus interrogadores incómodo, rumiando por el brete en el que lo ponen. Amable y resignado, alza los hombros mientras gana tiempo. “Se dicen tantas cosas que no sabés a quién creerle, si a los del campo o al Gobierno. Con los paros no hubo entrada de hacienda y no sabíamos si teníamos el trabajo garantizado.” Mario intenta zafar. Los poetas insisten, le dicen que no están los patrones, que las paredes no oyen. Misión imposible. “El matadero es como un puerto que tiene su propia lógica –plantea Berger–. Un sistema aparte con reglas internas. La gente con la que hablamos no tiene una idea global del matadero, sabe algo pero no todo el funcionamiento. Y aunque se guardan de no caer en la pelea campo-Gobierno, se nota que la grieta atraviesa el matadero mismo.” El alemán subraya que de las voces de los vecinos con los que habló surgió otra imagen del barrio, “no el de la barbarie, sino un barrio tranquilo, de vecinos que se conocen; un barrio aún ligado con su pasado inmigrante, con los sueños de grandeza, y con este presente del vaivén de los bondis, donde antes murieron siete líneas de trenes a la par con las vacas”.

Pavón rescata de la visita a Mataderos la metodología, a la que le augura un gran potencial. “No es muy común juntarse con otros poetas para visitar un lugar, conversar y después tratar de hacer algo con todo eso que en algún punto se toque con la escritura. Es una idea distinta de qué significa escribir y pensar: pensar también es caminar por un lugar, digamos que también se piensa con el cuerpo y la acción. Me parece interesante poner en juego la idea de que la poesía puede ser una herramienta de investigación de la realidad, y no sólo el trabajo solitario de un alma sensible encerrada en su estudio frente a la hoja en blanco –ironiza la poeta–. Se me ocurrió escribir un texto hecho de fragmentos, de frases que me quedaron dando vueltas en la cabeza a lo largo de la visita. Es inevitable, estando en Mataderos, que aparezcan temas como la identidad, el peronismo, la historia, temas omnipresentes en el discurso cotidiano de cualquier comerciante de la zona que recuerda, por ejemplo, cuando en 1959 el frigorífico fue tomado por los obreros para resistir un intento de privatización.”

Entre vacas, gauchos, pesadores y compradores, entre evocaciones a Echeverría, Dante y el I Ching, ya se acerca el mediodía en Mataderos. Otro escritor ingresa en este mini Olimpo de misceláneas, el uruguayo Juan José Morosoli. Cómo no recordar al viejo Andrada de uno de sus cuentos. El domingo era un cuerpo muerto para el trabajo. Y se echaba debajo de los árboles, “mirando p’arriba”. Como las vacas, que siempre miran a favor de la tierra.

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