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Martes, 6 de marzo de 2012
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El ex Smiths dio un show para el recuerdo en GEBA

Morrissey, torero del dolor

En la obra del cantante inglés conviven la esencia pop y la movilización política, el postulado ecológico y la apelación amorosa: todo eso se combinó para una velada que dejó ampliamente satisfechas a 20 mil personas que se acercaron a Jorge Newbery.

Por Luis Paz
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Sobre el escenario porteño, Morrissey volvió a alegar que “las Malvinas son argentinas”.

9 MORRISSEY
Músicos: Morrissey (voz),
Boz Boorer y Jesse Tobias (guitarras), Solomon Walker (bajo),
Matt Walker (batería) y
Gustavo Manzur (teclados).
Duración: 90 minutos.
Público: 20 mil personas.
Domingo 4, Estadio GEBA.

El 16 de junio es toda una institución para la cultura pop: fue la fecha en la que James Joyce ubicó los hechos narrados en Ulises, en ese día de 1903 se fundó la Ford, en 1960 se estrenó Psicosis y, en 1978, Grease llegó a las salas de cine. Y en esa jornada de 1986 el gran grupo británico The Smiths, que en sólo cinco años de existencia removería una vez más las bases del pop cancionero inglés, publicó el brillante disco The Queen is Dead. Junto a canciones emblemáticas de la banda, su época y su lugar, como la epónima, “Bigmouth Strikes Again” o “The Boy with the Thorn in his Side”, el álbum incluía la perenne “There is a Light that Never Goes out”. En ella, el cantante Morrissey reflejaba un pedido de paseo en coche hacia un lugar con música y gente joven y vital. Sobre el final, aseguraba: “Si un autobús de dos pisos chocara contra nosotros, morir a tu lado sería hacerlo de una forma celestial. Si un camión de diez toneladas nos mata a los dos, morir a tu lado... bueno, el placer y el privilegio serán míos”. El 4 de marzo no tiene tanta historia, pero tendrá su sitio cuando 2012 acabe y se multipliquen los balances: anteanoche, Morrissey dio en uno de los estadios del club GEBA uno de los shows más notables, emocionantes, sólidos y, pese a algunas de sus líricas, también alegres en un buen tramo del calendario musical local; y esa épica canción de amor y juventud fue la gloria en la insigne voz de un cancionista pop de los más refinados.

Las canciones de Morrissey, tanto como letrista y cantante de The Smiths como en su trabajo como solista, son un posible esbozo para una felicidad real de la autoindulgencia, unas oberturas para el consuelo, siluetas de fina belleza para las partes de un corazón roto. Y también una plataforma para exponerles un contrasentido: si algunos errores pueden ser mostrados de una forma tan esbelta, cuán gloriosos serán, entonces, los aciertos. El propio Morrissey lo había avisado luego de “You’re the One for me, Fatty”: luego de salir a una discreta escena (que apenas necesitó de unos cuantos focos y soportes de espejitos y una pantalla para conjugar elegancia, entretenimiento y decoración) asegurándole a “Buenos Airis” que era una estrella, una vez terminado aquel tema contó que esos eran los pedazos de su corazón y confirmó que había “muchos más”. No llegaron a la veintena, pero sí a las grietas de los reductos cardíacos de 20 mil espectadores.

Sí: por lo común en música se los llama “público”, pero con Moz delante inevitablemente se acaba en la expectación: magnético, erótico, sencillo, saludable y parsimonioso, pero a la vez osado, álgido y bien parado para pedir e imponer respeto, Morrissey pasea el escenario como un torero que esquiva las embestidas de la osamenta del dolor. Celebra la música, el amor, la vida. Hasta silencia a todos ante el vuelo rasante de un avión, y posiblemente haya sido el primer artista internacional que tocó en GEBA sin dar lugar a un comentario fofo sobre el tren que pasa por su costado.

También uno de los pocos visitantes que en la historia del espectáculo musical estornudó en un escenario local. Claro, de espaldas al público: cortésmente inglés. Igual, para él no hay ni olvido ni perdón para la realeza británica: los miembros de su banda, vegetarianos como él, vistieron remeras con la leyenda Odiamos a William y Kate, protagonistas de la Boda Real, el último gran opio del pueblo inglés. El cantante lleva a cabo su propia guerra a favor de la naturaleza (“Meat is Murder” vale para la guerra tanto como para el consumo desenfrenado y contra natura sobre las demás especies) y contra los dominios leviatánicos: realeza, informadores hegemónicos de cualquier campo (en su show en Rosario usó una remera con la inscripción “NME is Shit”, por el semanario New Musical Express) y políticas, como en su mención al público de que en Estados Unidos se vive con las ideas del ’52, cuando Eisenhower se impuso en las elecciones y comenzó su doctrina de la Represalia Masiva, las invasiones a territorios donde veía o fabulaba influencias soviéticas y puso al país en Medio Oriente; o en su aclaración de que “las Malvinas son argentinas”.

A diferencia de lo de Micky Vainilla, el personaje de Peter Capusotto y sus videos, las de The Smiths y Morrissey fueron y son músicas pop “para divertirse”, pero también para ampliarse, para besarse y participar de una danza política que pisotea los límites predispuestos por las autoridades. Con The Smiths, Morrissey se atrincheró (¿sin saber?, ¿sin querer?) en la educación sentimental para disparar contra un pueblo desconsolado, un gran hormiguero inglés que debajo de las flores del jardín real seguía en tren de derrumbe ético, estético y romántico. A la desesperanza del punk y el desconcierto del post-punk, el bardo de Manchester los sobrepasó con cierta aspereza, apuntando a una épica del sentimiento: “Cada día es como un domingo, cada día es gris y silencioso. Ven, Armagedón”, reclamaba en su canción “Everyday is like Sunday” (casualmente, un domingo del “año del fin del mundo”), aquella a la que los espectadores le revierten el sentido desde 1988, del tedio original que comprime, para quedarse con el canto glorioso, orgulloso y pasional de que cada día sea domingo, pues en ellos todo es amor o familia o amigos, comida y siesta, el zaguán de una semana plena de posibilidades a la que ya el lunes se le acortarán las piernas.

Como ocurre en “Ouija Board, Ouija Board”, volver a tener a Morrissey (al frente de una banda impecable, en este caso) es poder volver a decirle “hola” a un viejo amigo de esos que saben un poquito más, porque sufrieron una exposición anterior o más prolongada a los dramas que uno atraviesa. Esos que saben pacificar y hacer ver que el clamor de “Please, Please, Please, Let me Get what I Want” no es necesariamente hacia otro, sino que quizá deba hacerse hacia adentro, tal vez haya que pedirse a uno mismo ese favor de dejarse conseguir lo que quiere. Morrissey es ese amigo del alma, de las almas. Cuando uno va a un recital, se supone que quiere escuchar linda música, claro. Pero si el recital es de canciones, se busca también alguna esperanza, una invitación al cambio o a la defensa de una elección, la revelación de alguna verdad, la denuncia de una mentira, provocaciones a lo que se cree y supone, alegría, movimiento y, si se puede, algún gran estribillo para cantar, todos juntos. Y Morrissey lo provee grácilmente.

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