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Domingo, 10 de mayo de 2009
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Laura Restrepo y su nueva novela, Demasiados héroes

“La dictadura fue también una condena al silencio”

La escritora colombiana vivió en los ’70 en la Argentina y militó durante cuatro años en el PST. De esa experiencia surgió una ficción con fuertes implicancias autobiográficas y nacida, según reconoce la autora, “de la dificultad para contar aquel período”.

Por Raúl Kollmann
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Laura Restrepo hurgó en los vínculos familiares condicionados por la militancia.

Laura Restrepo lo resume así: “La mamá le cuenta de la militancia y la clandestinidad, pero el hijo no quiere saber de eso. El hijo, ya adolescente, busca a su padre al que vio por última vez cuando tenía dos años y medio. Ella no termina de contarle sobre lo que los dos llaman el episodio oscuro, ocurrido cuando Ramón, el padre, y Lorenza, la madre, dejaron el partido y se fueron a vivir a Colombia. Ahí, en Bogotá, Ramón secuestra o rapta o roba a Mateo y usando los recursos de la clandestinidad –aquella habilidad para fabricar y moverse con documentos falsos– se lleva al niño. La madre trata de endulzar, de atenuar el dolor; Mateo quiere afrontar el dolor”.

Durante la dictadura, Laura Restrepo, la gran escritora colombiana, vivió y militó a lo largo de cuatro años en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) de la Argentina, la organización que después devino en el Movimiento al Socialismo (MAS). La novela que acaba de publicar, Demasiados héroes (Editorial Alfaguara), se parece muchísimo a la realidad y, en concreto, a la realidad que ella vivió, incluyendo el episodio oscuro. Se acerca con calidez a las dificultades que tuvieron y tienen los padres que militaron para contarles la historia a sus hijos, explicarles algo de aquella pareja que tuvieron algún día y ya no tienen y que es un padre o una madre ausente. Paralelamente, es la historia de un adolescente que no quiere que le cuenten nada más: confronta con su madre, necesita ver y descubrir al padre de carne y hueso. Es más, Demasiados héroes es en gran parte la historia del viaje de Lorenza y Mateo a Buenos Aires, unos doce años después de la dictadura, para que Mateo conozca a su padre.

En esos años, los de la dictadura, yo conocí a Laura Restrepo –le decíamos Laurita– en el PST. De manera que este diálogo no es entre dos desconocidos. La llamé a su casa de Bogotá –aunque vive habitualmente en México– conociendo su historia y sabiendo que lo que cuenta en la novela, casi todo, pasó realmente. Incluyendo los hechos más asombrosos e impensados.

–¿Por qué Demasiados héroes?

–Quise sacarle a la historia las dos retóricas. Por un lado, la retórica literaria y, por el otro lado, la retórica política. Tardé cinco años en escribir este libro y lo escribí seis veces. Las primeras versiones me parecían una especie de boletín interno político, con esa visión heroica, habitual en nuestro relato de la izquierda, con excesiva valoración de lo que hicimos. Así que fue como deshojar un alcaucil. En la medida en que el hijo, el adolescente, va confrontando a la madre, ella se ve obligada a contar una historia de seres humanos y ya no de militantes un poco fuera de lo normal o dotados de una ética superior o de superpoderes.

–¿Y qué pasó con la retórica literaria?

–El noventa por ciento del libro son diálogos y eso fue todo un desafío. Porque cualquier metáfora, cualquier utilización del lenguaje literario, chirriaba, desafinaba. Por eso la exigencia era de lenguaje cotidiano. Y más porque el hijo cuestiona a la madre. Tiene que ver con los intereses diferentes que hay entre ellos. Ella cuenta una historia de militancia, con partes autocomplacientes, y el chico necesita encontrar al padre. Esto genera dos lenguajes distintos, con enormes dificultades para comprenderse. Una parte de la novela lo constituyen diálogos imperfectos, difíciles, donde prima la incomprensión.

–¿Hay un poco de rencor en el hijo, tal vez por el maltrato o las dificultades que sufrieron muchos hijos de militantes?

–Yo creo que el hijo sufre más por la ausencia del padre que por las idas y vueltas a que lo lleva la militancia de la madre. El problema es el silencio, los eufemismos que usa la madre para contarle la historia de ese padre que no está. Ella no termina de contarle la verdad o cuando le cuenta se la atenúa, la disfraza, la dulcifica. Todo para evitarle el dolor. Y el muchacho siente que tiene derecho a ese dolor, quiere el dolor. La madre lo niega. En algún momento el hijo le dice a la madre que ella tiene algo de robot. Por eso, si yo tuviera que definir de qué trata el libro, diría que de la dificultad para contar aquel período.

–¿En qué sentido?

–Es que también tiene que ver con lo que vivimos. La dictadura fue una condena al silencio. Te lo imponía la clandestinidad, te lo autoimponías por razones de seguridad. Uno no quería saber porque se ponía en riesgo la seguridad. Nadie anotaba nada, no se podía hablar por teléfono. Y en el fondo, esa misma clandestinidad hace que ella tampoco sepa mucho de Ramón, su ex pareja, el padre del chico. Mateo, el hijo, la pone contra la pared: ella no tiene mucho para aportar y eso hace todavía más imperioso que él encuentre al padre y construya su propia imagen de él.

–En la realidad, ¿cómo hace la madre para explicarle al hijo adolescente lo que fue la militancia?

–Es que al chico mucho no le interesa. Volvemos al título, Demasiados héroes. Ella le pinta a ese padre, militante clandestino, con toque heroico. Pero Mateo no quiere saber eso, quiere saber por qué ese señor no está, por qué se borró. Ella tiene un discurso político, pero el adolescente la cuestiona, la incomoda. Y sólo le importa, por ejemplo, conocer por qué lo robó, aquello del episodio oscuro. Hay que fijarse que la madre ni lo quiere nombrar: no le dice rapto o robo o secuestro, le dice episodio oscuro.

–¿Y por qué no le dice directamente que el padre se robó al hijo de ambos?

–Bueno, ése es el reclamo de Mateo: díganme la verdad. La dictadura era un enemigo poderoso que te imponía el silencio y era tan monstruoso que se te metía adentro. Y Mateo de alguna manera estaba diciendo que su padre lo secuestró, hizo con él lo mismo que hizo la dictadura. La madre eso no lo puede nombrar directamente, no puede. Pero la verdad es que la situación se te mete adentro. Mi anterior libro Delirio trata justamente de eso, pero respecto de Colombia. No se puede pensar que en un país existen la guerrilla, los parapoliciales, los narcotraficantes, y uno se mete en su casa, cierra la puerta y la guerra queda afuera. El personaje de Delirio, Agustina, pierde la cabeza, delira.

–¿No fue muy, pero muy inhabitual eso que te pasó, que un padre, militante, o ex militante, se robara al hijo de ambos?

–Tal vez eso no, pero las relaciones personales, con los hijos, con los padres, con la propia pareja, todo fue afectado por la dura prueba por la que atravesamos.

–En algún momento Mateo dice que está cansado de mudarse, de las distintas parejas de su madre en la militancia.

–Sí, es verdad. Mateo dice en la novela “vos me tenés corriendo detrás de tus cosas y yo ni siquiera sé cuáles son tus cosas”. Creo que la dictadura hizo que uno hiciera una alianza muy estrecha con la pareja, una especie de solidaridad muy fuerte, pero al mismo tiempo eso hizo que uno no supiera del todo quién era la pareja. Cuando en la novela Lorenza y Ramón se van a Colombia, abandonando el partido, o cuando cayó la dictadura, esa unión solidaria, esa alianza, esa cohesión contra el monstruo, desapareció. Y entonces nos enfrentamos y en el libro se enfrentan dos personas que ya no se reconocen como antes.

–¿Y cómo lo ves mirando hacia atrás?

–Contradictoriamente, yo siento nostalgia de esos años en que estuve en la Argentina en el PST. Por supuesto que era sumergirse en el horror. Pero también fue algo entrañable, acogedor. Por eso el libro está escrito con cariño: la solidaridad entre la gente te hacía sentir arrullado. Y cuando todo eso pasa, se produce una cierta soledad. Uno sentía que tenía gente de su lado, compañeros. Paradójicamente te diría que aquellos fueron algunos de los años más felices de mi vida. Estaba tan claro contra quién luchábamos, qué era lo que nos unía. La compañía de la gente que estaba de nuestro lado es una compañía que fue muy difícil de encontrar después.

–¿En qué se diferencia tu novela de lo que has visto escrito por los que participaron de la lucha armada?

–Hay libros muy valiosos, como el de Miguel Bonasso, Recuerdo de la muerte. Pero en general son libros muy duros, de una autocrítica feroz, despiadada. Yo quise contar lo que fue la resistencia pacífica, invisible, la de los militantes que cruzaban la ciudad para entregar un periódico del partido, doblado hasta el cansancio para meterlo en un atado de cigarrillos. El militante que valoraba en forma increíble haber conseguido uno o dos contactos entre las trabajadoras de Bagley. Cuando Lorenza y Mateo viajan a Buenos Aires, doce años después de la dictadura, ella le muestra los lugares donde se reunía con estibadores del puerto para hablar, choriceada mediante, de la situación política. Y Mateo le pregunta: “¿Y en qué molestaban ustedes a los dictadores comiendo chorizo y hablando mal de los dictadores?”. Ella le dice: “Era una forma de romper el silencio, de mencionar a los muertos, a los desaparecidos”. Honestamente, para bien o para mal, yo no sería la persona que soy sin aquella formación en el PST argentino. No sería la escritora que soy. Por eso el libro tiene también cariño, añoranza.

–Hubo aspectos negativos, me imagino.

–Quiero remitirme a uno de mis primeros libros: Historia de un entusiasmo, que trató sobre las negociaciones de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla del M-19. Yo estuve muy cerca de los militantes y dirigentes del M-19 que fueron asesinando durante aquel proceso de paz. Y ése sí fue un libro de héroes. Yo escribí sobre las actitudes heroicas del M-19, pero minimicé, pese a que conocía, los desastres que hizo el M-19. Eso dejó el libro chueco y nunca me lo perdoné. Más allá de todo, aquel proceso de paz fue un modelo, y hoy Alvaro Uribe lo tergiversa todos los días. Este libro es en cierta manera una respuesta a Historia de un entusiasmo, mostrando las cosas positivas y las negativas.

–Obviamente está el episodio oscuro como parte de las cosas negativas.

–Está explicado en el libro, a partir de la dureza de la situación que vive Ramón, llevado por Lorenza a Bogotá. El se encuentra totalmente perdido, dejó el partido, su espacio en Buenos Aires y el rapto del hijo es la búsqueda del espacio anterior, un territorio en el que sea local.

–Casi no se habla del duro trance que significó dejar el partido. Tanto por parte de Lorenza como por parte de Ramón. Aquello era traumático.

–Es cierto. Decidí pasar por encima de eso. En los términos de la novela igual se ven los efectos, con un padre que perdió completamente la identidad en Bogotá y una madre que también perdió la identidad.

–¿Existió el viaje con tu hijo a la Argentina a conocer al padre?

–Sí, existió. Y muchas de las discusiones, los líos con mi hijo de entonces, son la base de este libro. Es más, originalmente, el personaje central del libro era la madre, pero el cambio decisivo que me llevó a transformar todo es haber convertido al hijo, al adolescente cuestionador, en el protagonista central.

–Sé que hoy es un licenciado en Letras que se acerca a los 30 años. Nació en 1980.

–Sí, es un muchacho magnífico.

–No vamos a contarle a la gente el final, pero no puedo dejar de preguntarte si el final de tu novela, la forma en que recuperaste a tu hijo, se parece a la realidad.

–Sí, se parece mucho, mucho.

–En la novela, Ramón, siendo dirigente del partido, ante tareas difíciles alienta a los militantes con la frase “¿Qué somos? ¿Héroes o payasos?”. Y en tu mirada, ¿qué conclusión sacaste? ¿Héroes o payasos?

–Ni héroes ni payasos. El necesario punto intermedio que hace la historia humana. Héroes no, pero payasos menos. Militantes humildes, que hicieron lo que había que hacer, como también lo hicieron las Madres de Plaza de Mayo. Una resistencia infinita, invisible, una resistencia de la gente del montón, que fue la que derrotó a la dictadura.

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