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Miércoles, 26 de abril de 2006
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ISRAEL ADRIAN CAETANO ESTRENA “CRONICA DE UNA FUGA”

“Mostrar el horror puro no conduce a nada, no sirve”

El director vuelve a apostar por el cruce entre el cine de género y las situaciones cargadas de significación social y política. Después de Pizza, birra, faso, Un oso rojo y Bolivia, esta vez trabaja con la acción, el terror y el suspenso atravesando una temática dura que es, a la vez, todo un género en sí misma: la de la última dictadura militar argentina.

Por Mariano Blejman
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“Los films sobre la dictadura reiteran discursos porque la historia no está resuelta”, dice Caetano.

Si hay un gran acierto en la flamante película del cineasta Israel Adrián Caetano (Pizza, birra, faso, Un oso rojo, Bolivia) es haberse metido en una película de género con una temática –la última dictadura– demasiado fuerte para una película de género. En el film se cruzan la acción, el terror y el suspenso. Y eso, además, sin perder el rumbo político, esa mirada sobre una época en donde imperó el terrorismo de Estado. No había existido hasta ahora una película así en el cine argentino, más acostumbrado a tratar la temática desde un costado testimonial. Crónica de una fuga cuenta la historia del escape de cuatro detenidos-desaparecidos, condenados a caer desde un avión, presuntamente en el Río de la Plata. Los prisioneros provienen de la también desaparecida Mansión Seré, un centro clandestino de detención que fue “borrado” del mapa de la provincia de Buenos Aires en la época de Juan Carlos Rousselot. Crónica... está basado en la historia novelada por Claudio Tamburrini en Pase libre, un libro que cuenta el escape de Mansión Seré en el año 1978.

–¿Por qué decidió hacer una película de acción y suspenso sobre un tema tan duro?

–La película cuenta una historia de los que vivieron en la dictadura. Yo tuve una infancia del no te metas en Uruguay, nací en el ’73, y me eduqué puertas adentro con esa cosa de que no haya lío, no te metas, portate bien. Nos vinimos a la Argentina con mis viejos en 1984, cuando aquí ya estaba la democracia, que en Uruguay volvió en el ‘85. Pero lo nuestro fue más que nada un exilio económico. Creo que soy el único de los directores de cine que abordó el tema sin vinculación directa: no tengo parientes desaparecidos ni nada de eso, aunque sí mi familia fue militante de izquierda y peronista. Vengo de una familia donde mis viejos no eran intelectuales pero sí obreros metalúrgicos muy cultos, a pesar del prejuicio que puede haber con los obreros en ese sentido.

–¿Se cuidó políticamente para encarar el guión?

–Sí, fui muy respetuoso. Cinematográficamente hablando, hay cosas que no quiero mostrar. Aunque está en la película sin verse directamente, la tortura es muy individual de cada persona. Eso no conduce a nada, mostrar el horror puro no sirve. Yo cautivo público con escenas bastante duras, hay muchos directores de cine que tienen prejuicio con el espectador. Los films sobre la dictadura se transformaron en un discurso reiterado. Y eso creo que se debe a que la historia no está resuelta.

–¿A qué se debe el prejuicio?

–Muchos creen que la gente ya no quiere saber nada más sobre la dictadura. Los productores tienen temor, y es verdad que fue un tema vapuleado. Pero creo que no está resuelto. Es necesaria una autocrítica de la lucha armada, pero no un mea culpa, sino volver a pensar sobre lo que se hizo y qué no se hizo. Es una especie de educación que falta, el debate sobre la lucha armada.

–¿Qué educación?

–Hay que dejar claro que el plan era para instalar un modelo económico. No era una cuestión de cuentas pendientes de unos milicos locos, hubo un plan socio-político y militar, que venía de la Alianza para el Progreso, que incluso se mantuvo en los ’90 con el menemismo: la continuidad del modelo económico se instaló matando gente. Había que convertir a los opositores en invisibles.

–¿Pero cómo llega a la historia de la fuga?

–Los productores Hugo Sigman y Oscar Kramer me propusieron la historia y me gustó. Yo tenía una idea con esta época, un boceto o sinopsis sobre la vida de un guerrillero, un hombre de armas llevar, que no era un chupado, sino que tenía un cometido concreto, dos vidas paralelas. Y cuando llega la dictadura su organización se desbanda, y él se queda con un secuestrado en una casa, un empresario, y le dice que la revolución está triunfando, hasta que lo ejecuta. Cuando llegó la propuesta de Sigman, empecé a informarme con Claudio Tamburrini, leí su libro, luego hablé con Guillermo Fernández, uno de los sobrevivientes, leí los testimonios del juicio a las Juntas, pero cuando me puse a escribir el guión lo que realmente me interesaba era mostrar el momento de la fuga. Es una película con visos de thriller, suspenso y acción. A pesar de que es realmente difícil crear acción en cada escena dentro de una casa. Sin embargo, cada vez que la cámara se instalaba pasaba algo... Quería apuntalar una ideología. Debía quedar claro que había un atentado contra lo humano.

–¿No era riesgoso caer en el planteo de “por qué estaban ahí”?

–No importa por qué están ahí. No queda claro, no lo dejo claro, en la habitación conviven el delator quebrado y el delatado. Se ve esa lógica perversa, psicológica a la que eran sometidos, poniéndote en la misma celda al tipo que te manda al frente. Traté de escapar del discurso político verbal, sabés que los meten por zurdos, los secuestra el gobierno y los somete a situaciones infrahumanas. Los están haciendo percha.

–Pero nunca se sabe bien por qué están ahí.

–Realmente no tenía sentido meterse en ese terreno: había datos en el libro de Tamburrini como que metían quinieleros, prostitutas, tenían que ver o no, no importa, eso es pernicioso. El Estado de terror estaba instalado en la calle, los militares se ufanaban de eso, las cosas se mostraban en un plano simple, como cuando sacan a un detenido y lo hacen cruzar la calle. Había una aceptación de la dictadura.

–Son detalles.

–Lo medular es la supervivencia, el final es bastante triste. Es la sensación de salir del horror y seguir adentro.

–¿Dónde se filmó?

–En una casa en Brandsen. La Mansión Seré original la demolió Rousselot, hicimos un scouting y apareció ésa. Fue difícil filmar entre cuatro paredes. Cada vez que filmamos ahí, la puesta en escena tenía que decir algo, porque sino iba a embolar. El primer corte duraba 2.40 horas y se sacó una hora. En vez de contar más, podría acercarme al tedio.

–Guillermo Fernández fue una especie de consultor en el terreno, ¿cómo fue esa convivencia?

–Estuvo presente pero la verdad es que filmando la pasábamos bien. Una cosa es el trabajo, fuimos respetuosos, pero no fuimos solemnes y obedientes, no hubiéramos sabido a qué obedecer, en verdad.

–En la descripción del horror hay decisión política, aunque sea una película de acción. Cuando uno visita la ESMA, por ejemplo, ya no hay más argumentos en ninguna discusión: ahí se muestra cómo funcionó el horror.

–En la casa es más raro. La mansión pertenecía a un coronel que se la cedió a las Fuerzas Armadas para un centro clandestino de detención. No era El Olimpo, era más terrorífica, y la película tiene algo del género de terror.

–...y otros géneros.

–Sí, todos los dictadores representan cierto terror y los otros son víctimas psicológicas, además de físicas. Pero también hay suspenso, es un thriller y al final es una película de aventura. No siento estar mostrando nada que falte el respeto a lo políticamente correcto. Los políticamente correctos no van a tener problemas con el film... aunque en verdad los políticamente correctos nunca tienen problema con nadie.

–Hay una antropología de la militancia.

–Montoneros era un disparate de organización, el ERP estaba mucho mejor organizado. El terror fue que la juventud fue mal llevada; era muy rica, con mucha fuerza para cambiar las cosas. Pero los milicos se chuparon pibes, no gente de 40 años, en general digo. En Uruguay, la diferencia fue que los líderes se quedaron, dieron la cara y fueron presos. Acá fue a la inversa: los líderes se fueron y cayeron las bases. Eso tiene que ver con la militarización absoluta de Montoneros durante la clandestinidad, que dejaron a todos en bolas.

–¿Cómo filmó la escena de la fuga?

–En realidad fue divertido filmar eso. Las indicaciones eran: escondete, escapá, saltá, vení, era una aventura. La lluvia caía sobre sus cuerpos, era como que se estaban lavando de todo. Hay una cosa de regreso, es una contrainiciación. Cuando quieren iniciar a alguien en las tribus lo mandan a cazar o a estar unos días en el medio del bosque para que se fortalezca, acá era gente común y silvestre que salió quebrada anímicamente al punto de que no sabía qué pensar. El Gallego estaba en bolas, atado a una cama y creía que lo iban a soltar.

–¿Por qué eligió a Pablo Echarri?

–Tenía ganas de trabajar con él hace mucho, lo había pensado para una peli que se iba a llamar Caudillo, era mi protagonista. A mí me gusta trabajar mucho con los actores y hacer que no sientan que se tiran a la pileta. Caudillo era sobre la lealtad peronista, habla de eso: matar por el Caudillo sin que él se entere. Los sicarios operan solos. Echarri me pareció divertido por ese rol. Además por su edad, 35 años, no daba para ser secuestrado, que generalmente eran más jóvenes. Es el anti rol, era la primera vez que hacía de villano. Rodrigo de la Serna es más visceral, más caliente, es otra forma de actuar, tiene mucho peso escénico. Su personaje nunca se sabe qué está pensando. Se siente una empatía y una simpatía..., aunque nunca se sabe qué está pensando realmente.

–Hay muchas películas de acción pendientes sobre la época.

–La fuga de Trelew es una gran película. El documental (Trelew de Mariana Arruti) es maravilloso. El tema es que muchos no la tienen resuelta. Falta un debate serio, a mí me extraña mucho que las Madres dejen de marchar, por ejemplo. No son sólo los 30 mil desaparecidos, este país tiene todavía la presencia del virreinato ejerciendo el poder, aunque fueron cambiando los virreyes.

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