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Jueves, 30 de agosto de 2007
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“M”, DE NICOLAS PRIVIDERA, UN DOCUMENTAL AMBICIOSO Y POTENTE

Rabia por un pasado siempre presente

En su primer largo, Prividera investiga las circunstancias de la desaparición de su madre durante la última dictadura militar, pero también propone toda una interpelación a una generación –la de los años ’70– que no termina de hacerse cargo de su propia historia.

Por Luciano Monteagudo
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La omnipresencia del director amenaza con eclipsar aquel que debería ser el objeto de su búsqueda.

“¿Estás enojado?”, le pregunta a Nicolás Prividera una periodista de la televisión europea. Y el entrevistado responde: “Por supuesto que estoy enojado, pero no es un enojo personal, es un enojo que debería ser de todos”. Es el comienzo de M y se diría que esa rabia contenida pero evidente del director –que es también el protagonista– es su primer motor, es la llama, la energía que le permite atravesar las dos horas y media de película. Nicolás es hijo de Marta Sierra, una bióloga del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) que cinco días después del golpe militar del 24 de marzo de 1976 fue desaparecida por la dictadura. Y su potente, ambicioso documental –premiado en el último Festival de Mar del Plata– no sólo es el registro minucioso de su investigación para descubrir las circunstancias y los responsables de la desaparición de su madre (el derecho básico a la información y la verdad) sino también toda una interpelación a una generación –la de los años ’70– que no termina de hacerse cargo de su propia historia.

La M del título alude por supuesto a la inicial del nombre de su madre pero también a la de Montoneros, la agrupación en la que Marta habría sido una militante de base, o al menos una simpatizante, que participó en charlas de discusión política y tareas de alfabetización en la comunidad de Castelar. Sobre esa indefinición empieza a trabajar Prividera, quien al comienzo solamente parece saber el nombre –Jorge Zorriegueta, padre de la princesa Máxima– del primer secretario de Agricultura (y por lo tanto responsable del INTA) del gobierno de Jorge Rafael Videla, lo que lo lleva a plantear la responsabilidad de la sociedad civil en el golpe militar, siguiendo la idea de “la banalidad del mal” de Hannah Arendt. Pero a la manera de un detective privado, que se calza su impermeable y sale a la calle en busca de pistas ocultas y personajes olvidados, Prividera no se conforma con ese único dato y comienza una pesquisa con la que intentará armar el puzzle incompleto que para él siempre fue su madre. Como en un film policial, que sugiere la obsesión de su protagonista, Prividera desnuda frente a cámara una pizarra en la que cuelgan postales de cine y recuerdos personales y los reemplaza por una foto de su madre, un centro a partir del cual irá agregando recortes periodísticos, documentos y apuntes de su investigación.

A diferencia de esa “ficción de la memoria” que era Los rubios, de Albertina Carri (un film que también trabajaba sobre el recuerdo de los padres desaparecidos de la directora), M no reniega de su carácter documental, pero aun así se permite introducir elementos narrativos o signos provenientes del campo de la ficción. De hecho, esta construcción de sí mismo como personaje que hace Prividera no es solamente una manera de “poner el cuerpo” en el film sino también de afirmar la subjetividad de su mirada, que va dando cuenta no sólo de sus progresos sino también de sus fracasos, decepciones y callejones sin salida. En este sentido, M se permite señalar la burocratización de sindicatos y organismos de derechos humanos, que trabajan alrededor de la palabra “memoria”, pero en muchos casos tienden –por acción del tiempo, por impotencia– a fosilizarla en un concepto abstracto, vacío de contenido.

En ese trabajo de campo de Prividera que documenta M, las entrevistas con familiares, amigos y ex compañeros de trabajo de su madre se convierten casi en interrogatorios. Y los diálogos de montaje entre unos y otros pueden considerarse verdaderos careos, en los que los distintos personajes entran en contradicciones, dudas y vaguedades acerca del grado de militancia de Marta y de quién la pudo haber “señalado” a sus secuestradores. Ante esas incertidumbres, Prividera elige refugiarse en las muchas imágenes que conserva de su madre, viejas películas caseras en blanco y negro o color en las que asoma una mujer joven, bella, de rostro sensible. Es significativo que Prividera se sume a esos viejos fotogramas, incorporando su figura a las proyecciones y, en una de ellas, ocultando con su sombra la imagen de su padre. El padre es uno de los dos grandes ausentes de M, un testigo esencial a quien el director elige omitir de su investigación sin que la película ofrezca ninguna explicación al respecto. El otro es Chufo, una referencia recurrente y fantasmal en todos los relatos, un líder militante que habría reclutado a Marta, pero de quien apenas se conservan unas imágenes borrosas.

La fuerza de M está en la obstinación de su protagonista, que cuestiona a sus testigos, interroga a los monumentos de la historia (placas, monolitos, mausoleos) y se atreve a poner en crisis las frases hechas y los discursos anquilosados. “¿Por qué? ¿Por qué?” Esa misma pregunta, repetida una y otra vez, de distintas maneras, es el signo, el poder de la película. Su peligro es que la indignación que mueve a Prividera le haga perder foco, precisión en su relato. Y que su solipsismo, esa omnipresencia de su figura (el director no duda en filmar unos aplausos a sus propias palabras), amenace con eclipsar la del objeto de su búsqueda.

8-M

Argentina, 2007.

Dirección y guión: Nicolás Prividera.

Producción: Pablo Ratto y Nicolás Prividera.

Edición: Malu Herat.

Cámara: Carla Stella, Josefina Semilla y Nicolás Prividera.

Sonido: Demian Lorenzatti.

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