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Sábado, 25 de marzo de 2006
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Asesinar con lo que se tiene a mano

En Mujeres asesinas se mata con lo que se tiene a mano: así pensaron las guionistas –Marisa Grinstein y Liliana Escliar– a estas vengadoras basadas en historias reales de condenadas por homicidio. La casada-harta-del-marido lo rebana y convierte en relleno para empanadas (Cristina Banegas), en uno de los asesinatos más recordados y merecedor de un Martín Fierro a la Mejor Actriz del 2005; la celosa acuchilló a la supuesta amante en el ascensor (Cecilia Roth) y la mujer pobre partió la cabeza de la vieja para quedarse con su casa (Betiana Blum). La decisión de la asesina es una forma de liberarse, cuando ya no queda nada para decir, en reacción a los dictados de una TV feminista light que les reserva apenas una ilusión compensatoria. Las asesinas entablaron vínculos complejos con sus víctimas: las enamoraron hasta volverlas dependientes (Eugenia Tobal), los sedujeron histéricamente para luego envenenarlos (en el capítulo sobre Margarita Herlein), se convirtieron en la amiga íntima (Blum con China Zorrilla) con dosis parejas de sometimiento y elección deliberada.

En un acierto de la narración, la víctima muchas veces fue conducida voluntariamente rumbo a su amenaza. Así pasó con Blum, que generó la adhesión de su víctima (Zorrilla) hasta embarcarse en una convivencia forzada que no podía sino terminar mal. Y con Cecilia Roth, que acosó a la supuesta amante de su marido pidiendo que le mostrara los documentos, provocando que la otra (Julieta Díaz) se negara hasta el final. La víctima se vio frecuentemente imantada por el peligro de muerte. Lo que se vio no es el arquetipo previsible, como en la ficción diaria, sino las múltiples caras de mujeres que huyen y a la vez se entregan a otras mujeres en un juego de amor-odio. Estas desclasadas buscaron su promoción económica o su salvación sentimental allí donde sólo hubo lugar para una acción física. Su modo fue el de una subjetividad furiosa, con el volumen enloquecedor del griterío. En Mujeres asesinas (también en las que vienen), el modo de la muerte suele ser carnal, sanguíneo, lento, manual. Rige la lógica de lo artesanal: hacerlo con cuidado y con estilo, sin la mediación de un tercero. La cuchillada de Roth en el ascensor fue compulsiva y a repetición seriada. La de Tobal, repentina y marcada por la improvisación. Otras variantes: un golpe seco a la cabeza con una piedra (como el de Cid a Busnelli), una dulce muerte por estrangulamiento. No hay aquí estetización de la violencia porque sí; es la revancha que se paladea porque la identificación apunta al victimario, porque detrás de cada asesina hay sufrimiento, neurosis o sometimiento, porque cada objeto que sirve para matar era parte del karma de la faena doméstica. Por cada crimen... una liberada.

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