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Viernes, 8 de enero de 2010
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música

LAGRIMAS POR LHASA

Tenía 37 años, una historia nómade y una voz capaz de crear imágenes de otra galaxia. Murió esta semana, dos años después de haber recibido un diagnóstico de cáncer de mama. Ni siquiera la muerte logrará quitarle belleza.

Por Natali Schejtman
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El viernes pasado, bordeando la medianoche, una chica de 37 años y mucha magia sucumbió ante un cáncer de mama que la derribó después de dos años de pelea. Lhasa de Sela nació en el estado de Nueva York, de madre fotógrafa estadounidense y padre profesor mexicano. Pasó su infancia arriba de un colectivo, yendo y viniendo por rutas diversas, convertidas en imaginarios que iban a impregnarse en el abanico de posibilidades creativas de aquella nena que no tanto tiempo después –empezó a los 13– estaría maravillando a su público reducido y fiel en bares de San Francisco y luego de Canadá. No por nada sus canciones magnéticas hacen del movimiento, el camino –también los ríos– y el fin de las fronteras un patrón poético y sonoro.

Su nombre se escuchó con fuerza hace más de 10 años cuando editó La llorona, un disco íntegramente cantado en castellano (cuando su idioma para pensar y sentir era el inglés) con sonidos que pululan entre el folk balcánico, el mexicanismo y el klezmer. El conjunto de canciones gira, de manera más y menos sutil, en torno de penas, despechos y de lloronas, como esa mujer mitológica en busca de los hijos que le fueron arrebatados que hipnotiza con su voz hechicera. El disco es un cúmulo de ambientes místicos, nada cotidianos, más bien salidos de un cuento de hadas para niños de galaxias vecinas, y fue un éxito que llevó a Lhasa a países que todavía no conocía.

La biografía de Lhasa de Sela habla de mudanzas varias: además del nomadismo con la familia grande, años después se unió a la compañía circense de sus hermanas, cantó de muy joven en bares canadienses, pasó años en Marsella componiendo su segundo disco, The Living Road, y luego terminó de asentarse en Montreal, donde se había mudado por primera vez muchos años antes y donde murió la semana pasada.

Su segundo disco, The Living Road, está compuesto en tres idiomas, sus tres opciones verbales: el castellano, el inglés y el francés. La voz grave, dramática y a su modo juguetona aparece todavía más concentrada, recorriendo géneros que van desde la chançon francesa –por momentos recuerda al despojo de Barbara–, hasta la saeta, la serenata, y algo de una liturgia poco convencional. También editado en Argentina como La llorona (por Random Records), este mapa íntimo vuelve a hermanar el viaje –sugerido por los cambios de lengua y los géneros– con un trip flotante. En toda su obra sobrevuela un apego estético evidente por lo triste, una nostalgia constitutiva, tal vez rastreable en esa cantidad de despedidas que tuvo que afrontar desde pequeña, mudándose de un lado a otro del mundo. Su afición por el sollozo se conjuga con tanta maestría con la melodía dulce que sus canciones se convierten en perlas inclasificables, terrenos acuosos, a veces traslúcidos, a veces pantanosos. En vivo, por lo que se puede ver en algunos de los registros de recitales a lo largo de los años que aparecen en su página, el ceño fruncido aparece tantas veces como las sonrisas frescas, graciosas y vitales.

Este año editó su tercer disco, Lhasa, en donde emergen, acaso con más presencia que en los anteriores, el blues y el jazz, envolviendo de un color diferente a composiciones de sensibilidad escalofriante, entonadas en inglés con una voz brillante.

El legado de sus hermosas canciones está entre nosotros y la cita descontextualizada de palabras de la artista acaso sirva, un poquito, para sopesar el sentimiento de tristeza que empaña en estos días: “Cuando algo es bello es bello para siempre”.

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