¿Quién es peor?
¿El jugador que filtra información de lo que pasa en el vestuario?
¿El periodista que publica ese tipo de chimentos?
¿El editor de los jóvenes periodistas a quienes les exige que consigan esa clase de informaciones porque “es lo que la gente quiere”?
¿Los lectores ávidos de esas notas?
¿El jugador que agranda la pelota denunciando públicamente a un compañero por alcahuete?
¿El caudillo que sale a poner la cara, quiere tapar todo y da a entender que la culpa la tienen los periodistas que inventan?
¿Por qué pasan estas cosas?
¿Es que ya no existen los códigos que en otros tiempos impedían a los futbolistas ventilar intimidades?
¿Es que también se rompieron los códigos que hacían que el periodista se guardara cierta información a la que accedía por casualidad y no la abriera públicamente?
¿Es que escasean los referentes que expliquen qué es lo importante y que no lo es?
¿Es que los dirigentes presionan de tal modo que los futbolistas se escudan en lo que venga para tapar sus miserias?
La respuesta a todas estas preguntas puede estar en las canchas, en los escritorios y en los medios. Se juega mal y en lugar de asumirlo se habla de la competitividad de los torneos argentinos, de la paridad. Se juega a cualquier cosa y los jugadores no lo asumen, los medios disfrazan esa realidad y el circo gira sobre ejes falsos. No hay mucho para decir del juego y de la bendita pelota y entonces se busca revolver en los tachos para encontrar la basura que llene los espacios.
Jueguen al fútbol, muchachos, sáquense el cuchillo de los dientes, vayan con menos vehemencia a las pelotas divididas, sean más leales, respeten un poco a la bendita pelota, hablen de fútbol y sólo de fútbol con las fieras periodísticas y no les den pasto.
Jueguen, muchachos, jueguen.
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