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Domingo, 27 de marzo de 2005
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En Never Let Me Go Kazuo Ishiguro plantea con maestría una trama de “colegio” donde los estudiantes –clones al fin– deben prepararse para la vida tanto como para la muerte.

Escuela para clones

Por Rodrigo Fresán
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Ishiguro en sus primeros años.
Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) es uno de esos contados escritores que hacen cosas muy raras con materiales muy comunes. Así, sus dos primeros libros –Pálida luz de las colinas (1982) y Un artista del mundo flotante (1986)– eran dos novelas convenientemente japonesas enrarecidas por el filtro de la posguerra y narradas con un indisimulado laconismo más british que oriental. La celebrada Los restos del día (1989) lo consagró –con un Booker y una de esas películas aptas para todo espectador– como la definitiva novela “con mayordomo”; pero su héroe estaba más cerca del samurai que del arquetípico Jeeves. Los inconsolables (1995) supuso un quiebre y una sorpresa: kafkiana, musiliana, fría y precisa y, al mismo tiempo, terroríficamente desopilante y un prodigio de técnica a la hora de poner en evidencia la falta de toda lógica narrativa en nuestras vidas. Cuando fuimos huérfanos (2000) volvió a manipular lo inglés: el misterio con superdetective à la Holmes contaminado por lo onírico y la pesadilla casi en plan David Lynch. Alcance esto para decir que –a esta altura– de Ishiguro puede esperarse lo que sea y que siempre será algo bueno.
Pero ni el más audaz hubiera imaginado la maestría y la sorpresa de Never Let Me Go: una novela que comienza flirteando con otro de los grandes tópicos imperiales –el género “de colegio y/o internado”– para, enseguida, desconcertarnos con algo mucho más cercano a esas venerables y tan flemáticas como feroces distopías de Orwell o Huxley o Golding. Porque los niños de la bucólica y aristocrática escuela Hailsham no reciben una educación normal y no son niños normales: son clones. Y la sola razón de su existencia es la de funcionar como despensas vivientes conteniendo órganos a donar. Y lo que aquí se narra –a través de Kathy, 31 años y recordando sin ira el triángulo que supo conformar con Tommy y Ruth– son sus perturbadoras y artificiales y oprimidas existencias. Según su autor en una reciente entrevista, “Hailsham es como la manifestación física de una metáfora: todo eso que, consciente o inconscientemente, nos vemos obligados a hacerles a los niños. Cuando uno es un padre o un maestro, te conviertes en el regidor de esa burbuja que es el pequeño sistema de los niños. Y descubrimos que hay que mentirles para que crezcan sin traumas o terrores”.
Y así Kathy, Tommy y Ruth crecen “seguros” pero, tarde o temprano, inevitablemente expuestos al peligro más grande de todos: enfrentarse a aquellos modelos originales de los que fueron “copiados” y, temprano o tarde, recibir la llamada que los obligará a “donar” lo suyo. Mientras tanto, son libres de imaginar que son artistas y de reinventar un mundo –una Inglaterra alternativa en unos alternativos años ‘90– para el que no han recibido educación o herramienta alguna. Digámoslo así: una –otra– obra admirable que, como bien apuntó un crítico británico, “te da ganas de bailar, correr una maratón, drogarte, cualquier cosa que te haga sentir que estás más vivo que cualquiera de estos personajes” sin por esto renunciar a sus iniciales nobles intenciones de thriller impecable e implacable. Ahora sólo queda esperar que el director de Sexto sentido, M. Night Shyamalan, compre los derechos y –sorpresa final incluida– filme su mejor película.

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