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Domingo, 19 de octubre de 2008
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Mente que brilla

Si una de las preguntas más profundas de la obra de Virginia Woolf es cómo contar una vida, esta afortunada edición de ensayos, hasta ahora inéditos en castellano, muestra al desnudo la mente de una de las mejores escritoras del siglo XX abordando temas que todavía hoy se discuten y para los que ella ya ofreció algunas respuestas.

Por Esther Cross
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Momentos de vida
Virginia Woolf

Lumen, 2008
364 páginas

A los veinte, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta y hasta poco antes de morir, Virginia Woolf escribía textos paralelos, afluentes de sus textos oficiales. Las cartas –para bucear a lo grande–, los diarios –que no se quedan atrás–, y otros textos sueltos –memorias, conferencias– de publicación también póstuma y bienvenida.

¿Dónde viven las palabras?, se preguntó una vez Virginia Woolf en una conferencia de siete minutos que hoy puede oírse por Internet, en el site de la BBC. Y la voz resfriada y altiva responde que las palabras están en el diccionario pero viven en la mente. Eso explica por qué leer sus textos paralelos es, además de placentero, importante: consignan la vida de esa mente impresionante, que buscaba combinar las palabras para llegar a eso que llamaba la verdad.

En varios de los textos reunidos en Momentos de vida, escritos hace más de sesenta años, Virginia Woolf se anticipa a algunos debates actuales, que así pierden vigencia antes de alcanzarla. Habla sobre la biografía –sobre la posibilidad de escribir una biografía o una autobiografía–. Y responde en el acto, mientras ensaya variaciones. Era una escritora inglesa: al mismo tiempo práctica y reflexiva.

La posibilidad, el valor de la biografía, es el tema que navega entre los renglones del primer texto –que evoca la infancia–, del segundo –que también, y la prosigue–, del tercero –que toma la posta– y del cuarto, que la cierra con la memoria de su emancipación en Bloomsbury. El orden de aparición de los textos en el libro no siempre es cronológico pero quién dice que tendría que serlo (el criterio de la editora es más que respetable). Aunque no publicó una autobiografía, Virginia Woolf trató de responder a la pregunta de cómo contar una vida cada día de la suya. Para eso, se ancló en la introspección y desde ahí registró el mundo que flotaba alrededor.

La gente escribe lo que llama “vidas” de otras personas; es decir, reúne cierto número de hechos y deja que la persona a quien estos hechos ocurrieron siga sin ser conocida, observa. Y en otro texto, mientras da cuenta de algunos hechos cruciales de la infancia, da la respuesta: Los hechos poco significan si antes no conocemos a la persona a quien le ocurren. La solución, entonces, era simple –conocer a esa persona– pero difícil. Decidida a que los hechos se cargaran de sentido, empezó a mirar hacia adentro, aunque no siempre le gustara lo que había por ahí.

Pero, ¿cómo escribir, cómo recordar esos hechos sin los que, por otro lado, una persona no puede explicarse, cómo evocar ese pasado que se renueva en el presente para que el personaje quede completo? ¿Qué condiciones tienen que darse para que el pasado regrese? La paz, responde. El pasado sólo regresa cuando el presente se desliza suavemente, como la superficie de un río profundo. Entonces, a través de la superficie, se ven las profundidades.

¿Y si no hay paz? Se escribe sobre el pasado igual, aunque las aguas estén agitadísimas.Todas las noches los alemanes sobrevuelan Inglaterra; cada día la batalla se acerca más y más a esta casa. ¿Dejó de interrogar al pasado por eso? Al contrario. Por otro lado, en momentos como ése, escribir es lo mejor: la posibilidad de escribir libros será un tanto dudosa pero quiero seguir adelante para no hundirme en esta lamentable charca.

El pasado regresa como los monstruos, las olas y los errores. Y cuando eso pasaba, Virginia Woolf se sentaba a escribirlo. Después de todo, lo había llamado para eso. Estaba convencida, como le dijo una vez a Nigel Nicholson mientras cazaban mariposas, de que las cosas sólo pasan del todo cuando las escribimos. Nicholson tenía diez años y mucho después, cuando escribió la biografía de Virginia Woolf, dijo que así Virginia Woolf podía aliviar el dolor y redoblar el placer. Práctica y reflexiva.

El pasado, claro, no es una cuestión al ciento por ciento personal y revisarlo implica revisar toda una época, que oficia de contexto. En los escritos de Momentos de vida hay un registro austero y despiadado de la época victoriana.

Virginia pasó los primeros años de su vida a nado en ese mundo de muebles importantes. El cuidado excesivo de los modales, la pasión por dominar la pasión y el deporte de la formalidad no eran inofensivos y podían afectar la vida en profundidad, tomarla y convertirse en un enemigo peligroso. Al releer sus primeros escritos, Virginia Woolf dice: Atribuyo la culpa de su suavidad, cortesía, enfoque indirecto, a mi formación de mesa té. Por contraste, buscará toda su vida una escritura firme y directa. En los textos de Momentos de vida hay breves descripciones de esa formación, y son todo un mundo en sí (un libro diseminado dentro el libro). La educación victoriana también tenía lo suyo. Rescataba su contención y generosidad –las rescataba en su escritura– porque, después de todo, también era cierto que esos modales superficiales permiten decir muchas cosas que serían inaudibles si alguien se lanzara a hablar directamente.

La época de la mesa de té tenía sus eminencias, a veces exageradas, como el señor Henry James. Las breves apariciones de James en los recuerdos de Virginia Woolf son de lo mejor. Siempre serio y preocupado, entra y sale de su vida como un emisario de la buena conciencia. Hace lo que corresponde. Es solidario a larga distancia. Se escandaliza, como una vieja, por los amigos de Virginia y Vanessa cuando las hermanas se mudan a Bloomsbury. Su presencia bastaba para que un salón pareciera rico –y también polvoriento–.

Virginia Woolf escribe sobre las personas del pasado y en ese ejercicio se describe. Era una observadora implacable de los demás y de sí misma. En uno de los textos dice que el snobismo y el hacer dinero merecen la cárcel tanto como el ladrón y el asesino. En el último se pregunta si es una snob. Adivinen cuál es la respuesta.

¿Ha llegado el momento (...) en que en vez de enfocar la linterna del recuerdo hacia las aventuras y la emoción de la vida real debemos orientar su luz hacia adentro y hablar de nosotros mismos? ¿No es increíble que hoy se hable de la literatura del yo como una novedad y un experimento cuando ella escribió cosas como ésta?

La autocompasión no tiene lugar en la vida de esta nadadora de aguas profundas. Exactamente al revés: Mi capacidad de recibir golpes es lo que me hace escritora. A modo de explicación me atreveré a decir que en mi caso el golpe va siempre seguido del deseo de explicarlo. Después de eso, ¿cuál es la gran novedad de sentarse a contar lo que nos ha pasado? ¿Escribir no es sentir el deseo de explicar lo que parece inexplicable? ¿Y qué puede ser más inexplicable que lo que nos pasa?

Virginia Woolf aparece en estos textos como un personaje completo, con todas sus contradicciones. Era de clase media alta pero al mismo tiempo conocía, escribió, el sentimiento del marginal. Por su condición de mujer, por ser presa de los abusos de su medio hermano (El tenía treinta y seis y yo contaba veinte. El tenía mil libras al año y yo tenía cincuenta. Esas eran razones que dificultaban que yo pudiera desafiarlo aquella noche).

En los textos que forman Momentos de vida cada tanto se pregunta cómo contar el ser (lo sobresaliente) y el no ser (los detalles sin importancia, el curso sin altibajos de la rutina) de una vida. Se la lee en equilibrio entre extremos –ser y no ser, ficción y no ficción, pasado y presente, snobismo y marginalidad, yo público y yo privado– y su escritura no cae nunca.

Los buenos libros tienen efectos secundarios. El más notable es que nos hacen mejores lectores. ¿Escribimos mejor, leemos mejor que hace cuatrocientos años, cuando no teníamos formación?, se pregunta todavía, con esa voz de otro mundo, en la grabación de la BBC. Una pregunta incómoda porque, como toda buena pregunta, es, al mismo tiempo, una respuesta. Y no hace falta contestarla.

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