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Domingo, 23 de octubre de 2011
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El pintor de la vida moderna

Con su última novela, Michel Houellebecq ganó finalmente el premio Goncourt después de haber estado cerca de obtenerlo en varias oportunidades y generó, como siempre, polémicas alrededor de él y sus intervenciones. Esta vez, una acusación de plagio a Wikipedia (algo que Houellebecq aceptó) y una enorme inquietud por la desaparición sin aviso del autor durante varios días. Celebrada y repudiada, El mapa y el territorio se vale del mundo del arte –en el que inventa no sólo a un artista sino una obra completa de una ambición única– para ofrecer una radiografía agria del presente, de un capitalismo que agoniza pero nunca muere y de la única luz de esperanza que vislumbra más allá de su propia muerte.

Por Juan Pablo Bertazza
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El mapa y el territorio es la mejor novela que escribió Michel Houellebecq, aunque no resulte fácil explicar por qué. Lo cierto es que, como toda mejor novela (en este caso, merecedora además del premio Goncourt, máximo galardón literario francés que asegura un éxito comercial inmediato), trasciende el propio libro: empieza en una página escrita hace tiempo y termina en una página que todavía no se escribió.

Alfred Korzybski, psicólogo y lingüista estadounidense de origen polaco, considerado el creador de la llamada semántica general, fue quien acuñó la frase “el mapa no es el territorio” que se transformó, lentamente, en recurrente caballito de batalla de las ciencias sociales. Según Korzybski, identificar abstracciones de orden muy diferente, o incluso confundir el objeto con su abstracción, es la causa de muchas características nefastas y, en general, del carácter insano y patológico de la sociedad actual. Esa tendencia a identificar el objeto con su abstracción tiene su origen, según Korzybski, en la lógica aristotélica. La semántica general tuvo un enorme éxito en Estados Unidos durante las décadas de 1930 y 1940, y es Alfred Korzybski quien expuso su núcleo central en el prólogo de su obra maestra, Science and Sanity (Ciencia y salud): “Un mapa no es el territorio que representa, pero, de ser correcto, tiene una estructura similar al territorio, razón por la cual resulta útil. Si el mapa pudiera ser idealmente correcto, incluiría (en escala reducida) el mapa del mapa. Si reflexionamos acerca de nuestros lenguajes, encontramos que, en el mejor de los casos, deben ser considerados tan sólo como mapas. Una palabra no es el objeto que representa. Siendo las palabras y los objetos que representan dos cosas distintas, la estructura, y solamente la estructura, se convierte en el único vínculo entre los procesos verbales y los datos empíricos. Las palabras no son las cosas de las que hablamos. Si las palabras no son cosas, ni los mapas el territorio mismo, entonces, obviamente, el único vínculo posible entre el mundo objetivo y el mundo lingüístico debe hallarse en la estructura, y solamente en la estructura. El hecho de que todo lenguaje presenta alguna estructura lleva a que, inconscientemente, leamos en el mundo la estructura del lenguaje que usamos”.

En otras palabras, la imagen que cada uno tiene de la realidad no es sino una versión de la realidad. Aunque parezca algo obvio y repetitivo, las consecuencias de esta idea pueden llegar a ser, en algunos casos, notables ya que, a veces, la realidad puede quedar totalmente desvirtuada, a tal punto que esa (per)versión puede transformarse en algo contrario y opuesto a la verdad objetiva. Si el mapa que hacemos de la realidad y el territorio que pretende ser representado no coinciden, en algunas ocasiones todo lo que nos rodea parece una cosa y es, en realidad, otra.

MAPAS NADA MAS

La idea de que el mapa no es el territorio resulta fundamental a la hora de leer no sólo la última y mejor novela que escribió hasta el momento Houellebecq sino también su obra anterior. Apariencias que engañan, mapas que no rinden fidelidad al territorio que representan. Este resto, esta diferencia sirve para entender la obra del escritor francés que más renegó de la tradición literaria francesa, una obra plagada de paradojas y aparentes contradicciones: un supuesto enfant terrible que no tuvo infancia (de hecho no conserva ninguna foto de esa etapa de su vida) y que más bien parece un avejentado y eterno cachorro que continúa determinando la agenda del complicado panorama literario francés, un pesimista empedernido, un nihilista de laboratorio capaz de escribir, hacia el final de esa magnífica novela que es La posibilidad de una isla: “He tenido que conocer / lo mejor que hay en la vida, / dos cuerpos que disfrutan de su felicidad / uniéndose y renaciendo sin fin. / En completa dependencia / comparto el temblor del ser, la vacilación del desaparecer, / el sol que azota el lindero. / Y el amor, en el que todo es fácil, / donde todo se da al instante: / existe en mitad del tiempo / la posibilidad de una isla”.

El mapa y el territorio. Michel Houellebecq Anagrama 379 páginas

El mapa y el territorio tiene un comienzo tan brillante como original en el cual logra explorar y explotar, justamente, el engaño de la percepción literaria: una puesta en abismo, un mapa de un territorio, una escena en la cual se nos describe la acción de dos hombres (Jeff Kons y Damien Hirst) que, en realidad, están inmersos y paralizados en una pintura, en clara sintonía con otra de las novelas francesas importantes de los últimos tiempos: Los once, de Pierre Michon, que se alzó con el Gran Premio de la Academia francesa. Pero volviendo a estos tiempos, es decir, volviendo a Houellebecq, la pintura que da comienzo a El mapa y el territorio es la obra más fallida pero más inspirada del nuevo héroe de Houellebecq: Jed Martin, un pintor y fotógrafo que logra, casi de casualidad, un éxito sin precedentes, y cuyas distintas etapas artísticas aparecen siempre teñidas de cierto impulso tanático, de muerte: cuando fallece su abuela, encuentra en un viaje en la ruta junto a su padre lo que será el punto de arranque de su obra, la obsesión por los mapas Michelin de varias zonas de las diversas regiones francesas. Por otro lado, y sin adelantarnos demasiado, una de sus últimas pinturas, Michel Houellebecq, escritor terminará generando la muerte del propio Houellebecq. Jed Martin acumula cantidades ingentes de rollos de fotos sobre cada uno de los mapas Michelin con tan buena estrella que, en la exposición, conoce a Olga, una eslava que no sólo es una importante personalidad de la empresa sino también una mujer hermosa. Este encuentro le deparará, de manera simultánea, una historia de pasión y una inmejorable carta de presentación al mundillo del arte.

Aunque, después del éxito de esta exposición, Jed Martin vira hacia otros rumbos –desde obras sobre oficios sencillos, trabajos en peligro de extinción y objetos industriales en desuso hasta una idea extrema que lo mantiene ocupado durante los últimos años de su vida–, lo que permanece a lo largo de toda la novela es la idea del mapa como engaño, la idea del mapa como apariencia.

HOUELLEBECQ C’EST MOI

Lo que empieza primero como una novela sobre este artista genial, pero algo improvisado, se transforma al final en un policial sobre el violento asesinato de Michel Houellebecq. Abundan, así, las cartografías de todo tipo, en todas sus acepciones: rebuscados manuales de uso que sirven de mapa a las nuevas cámaras de foto; falsas apariencias por doquier (“en el campo todo daba la impresión de un decorado, de un pueblo falso, reconstruido para las necesidades de una serie televisiva”); reflexiones que recuerdan referencias culturales ineludibles como aquella idea de Walter Benjamin según la cual la mejor manera de conocer una ciudad es perderse en sus calles, idea que lleva a cabo el protagonista en la ciudad de París: “Caminaba a la ventura por las calles de aquella ciudad que en definitiva conocía mal, de vez en cuando paraba en una cervecería para orientarse, y casi siempre tenía que servirse de un plano”; o incluso aquella idea de Borges sobre un mapa tan perfectamente detallado que, en lugar de representar el territorio, tuviera una correspondencia biunívoca con él, es decir, lo reprodujera, dejando así de ser un mapa. Pero sobre todo ese mapa tan literario y que, de manera tan excepcional, plasma Michel Houellebecq: la idea de una novela, de una obra, la idea de que los personajes construidos constituyen un mapa de su propio autor. En ese sentido, la inclusión de Houellebecq como uno de los personajes (siempre aparece como “el autor de Las partículas elementales, “el autor de Plataforma”, etc.), esa inclusión anunciada y comentada aun antes de que saliera el libro (apenas se conoció la adjudicación del Goncourt) no constituye un ladrillo más en esa pared de la literatura actual que se regodea en el yo inconsistente, en la autoexposición banal, sino que es la cereza de la teoría que subyace en esta novela. Un autorretrato deformado, cínico y fragmentado, porque no sólo el personaje de Michel Houellebecq es Houellebecq (que, de hecho, muere en la novela) sino que también Houellebecq es el artista Jed Martin, sorprendido de su propio éxito, Houellebecq es el escritor Frédéric Beigbeder, autor de Una novela francesa (libro prologado por el mismo Houellebecq) que aparece como personaje de esta novela tal como Philippe Sollers figuraba en Las partículas elementales, y hasta su identidad dispersa tiene que ver también con esas coincidencias nominales tan houellebecquianas, coincidencias, por ejemplo, entre el nombre de pila del autor, la marca Michelin y el perro del policía que lidera la investigación de su asesinato, perro al cual compra por no poder tener hijos y que se llama, precisamente, Michel. Todos esos dispersos Houellebecq tienen en común, tal como se encarga de aclarar el mismo autor, la pasión casi alucinada en su mirada, esa pasión que trasciende a cualquier abandono físico.

EL MAPA Y EL TERRITORIO

“Podría creerse que la necesidad de expresarse, de dejar huella en el mundo, es una fuerza poderosa; y, sin embargo, por lo general, no basta. Lo que mejor funciona, lo que empuja a la gente con la mayor violencia a superarse sigue siendo la pura y simple necesidad de dinero”, puede leerse al principio de esta novela. Así como en otros libros, Michel Houellebecq hablaba y polemizaba en torno de las religiones, el capitalismo, el consumo, la genética y la clonación, ahora les tocó el turno al mercado y a la industria del arte; cómo una obra deviene célebre y apreciada por la crítica, qué factores inciden a la hora de evaluar un trabajo artístico y cuánto mérito significa esa consagración, esa canonización, en un momento en que las obras de arte imitan y envidian la circulación marketinera de un producto comercial, en un momento en que la tecnología parece tomar por asalto el aura del arte, sobre todo a partir de los bellos productos de Steve Jobs quien, de hecho, aparece en una de las pinturas de Jed Martin junto a Bill Gates: Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática, una breve historia del capitalismo, en la que los dos cerebros de la tecnología charlan mientras juegan una partida de ajedrez que, en principio, parece muy favorable al dueño de Microsoft pero que, en realidad, puede ganar Jobs con muy pocos movimientos. Pero no se trata sólo de ideas, Houellebecq lo hace con un lenguaje que marca, sin lugar a dudas, su madurez, el equilibro de una prosa exquisita: el uso de palabras exactas para describir un gesto, la melancolía justa para dar cuenta del paso del tiempo y de la falta de raíces (tanto la madre como el padre de Jed Martin se suicidan), el cinismo preciso para que hablar de sí mismo no constituya una banalidad narcisista.

En ese sentido, Houellebecq confirma con este libro que, además de ser el último escritor francés más importante después de Sartre, es un artista capaz de inmiscuirse en los intersticios que existen entre el mapa y el territorio, entre las versiones de la realidad y la realidad misma, entre la trampa y lo inefable. En otras palabras, y he ahí entonces esa naturaleza balzaciana que todos le atribuyen sin explicar demasiado por qué, Houellebecq –y la fuerza de su mirada casi lunática– es de esos escritores capaces de leer en la actualidad, y en tiempo real, la condición histórica de la época que les tocó en suerte vivir.

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