“Entrar a Amberes fue como entrar en un cementerio donde durmiesen tan sólo muertos ya olvidados. Sus calles, siempre llenas de una multitud atareada, cruzadas vertiginosamente por carros, automóviles, carruajes y tranvías, eran un desierto, que sólo animaban dramáticamente de rato en rato grupos de oficiales o patrullas de soldados alemanes. Las puertas de la estación eran otras tantas trincheras, y por entre las bolsas de tierra, asomaba el cuello una negra ametralladora, amenazando las calles. El jardín zoológico, cuyas fieras fueron muertas cuando el bombardeo, por temor de que, escapando, agravaran la catástrofe, estaba convertido en ambulancias de la Cruz Roja.
Un médico amigo mío, a quien fui a ver en Amberes, me recibió en la puerta, nervioso, excusándose:
–Estoy curando a un herido, sin asistente, sin enfermero. Mis sirvientes se han ido y no tengo con quien reemplazarlos. Yo mismo debo asear y arreglar la casa, dar de comer a los animales, atender la puerta. ¡Es una vida infernal! Y esto dura, esto dura. De veras que no sé cómo hacer con mi clientela, mis atenciones, mi casa... Discúlpeme, querido amigo, si es que no puede ayudarme a entablillar al paciente, que me espera en un grito y que tiene el brazo hecho astillas...”
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