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Jueves, 27 de septiembre de 2007
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¡Aguante el aguante!

Por Javier Aguirre

¿Qué define exactamente el aguante? ¿Soportar con heroísmo toda clase de privaciones y pesares con el objetivo de demostrar adhesión y amor a la banda de rock que anida en el corazón del aguantador? Piensen la respuesta: ¿puede decirse que tiene aguante un fan que va a un concierto en taxi, recién bañado, bien comido y bien descansado; que ingresa al estadio puntualmente, que sólo compra merchandising oficial y que espera el inicio del show picando algo en el fast-food árabe de la carpa-patio de comidas? No, la verdad es que ese fan no parece un genuino estereotipo del aguante rockero, ni siquiera en el caso de que siga a la banda a todos lados, conozca de memoria cada canción y hasta sepa cómo se llaman los plomos y los sonidistas del grupo. Evidentemente, el aguante suena más propio de quien asiste a un concierto a través de un camino largo, embarrado y sinuoso; llega y se va del concierto con los bolsillos vacíos, arrastra quince horas de ayuno y espera el inicio del show garroneando secas y sorbitos de cerveza. El aguante parece más cercano a –como dijera el cantante de La Covacha, Salvador Tiranti– “los pibes que se toman tres colectivos para llegar al show”.

En cualquier caso, el fenómeno aguantístico –que se construyó noche tras noche entre 1985 y 2004– mutó considerablemente a partir del incendio de Cromañón y de la era de los festivales con nombre de anunciante. Es cierto que ningún dato en sí implica tener más o menos aguante, ni querer más o menos a una banda. Y también es cierto que el actual circuito de conciertos de rock definitivamente no sólo no es el mismo para las bandas, tampoco lo es para sus públicos. ¿Es todo esto una buena o una mala noticia? ¿Qué es lo que en realidad cambió? El aguante no se mancha.

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