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Domingo, 28 de septiembre de 2014
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Un músico elige su canción favorita: Paula Maffia y Canción de bañar la luna de María Elena Walsh

HECHIZO DE LUNA

Por Paula Maffia

María Elena Walsh es fundacional. No sólo porque la considero, lejos, la mejor música del rock nacional (ya que excede su ámbito de recopiladora, poeta, mujer de mundo, etc.) y por ser mi mayor referente sino porque siempre sentí que la conocía.

Nunca dudé de que ella no me conocía a mí: es lógico, nunca nos vimos. Sin embargo, en algún lugar, tuve la sensación de que ella esperaba que yo escuchara, desmenuzara y me nutriera de su obra. Siempre creí que ella me estaba mandando un mensaje que sólo yo iba a lograr descifrar.

Voy a ponerlos en situación para ser más clara:

Mi primer encuentro con MEW fue un deber. Tenía 3 años y por entonces me cultivaba en el jardín Cometa Azul, barrio de Belgrano. Para coronar un excelente año académico, las maestras armaron una coreografía donde les niñes teníamos que bailar una canción: la “Canción de bañar la luna”. Cómo les explico el trueno que estalló en mi cabecita cuando la escuché, cómo me atravesó su hermosura y su delicadeza, cómo evocó en mí historias, ideas y sentimientos. Cómo les explico lo vívido del recuerdo (y quienes me conocen saben que la memoria es mi talón de Aquiles). Lo recuerdo como si fuera ayer: el baile, la textura de la luz, la sensación de la ronda y el movimiento, las caras de mis compañeritos y de la mía, miedo y exaltación, en esa danza, en ese ritual. Porque “Canción de bañar la luna” es más que una canción o un cuento musicalizado.

Me hablaba de un personaje que yo sentía cercano: la luna. Claro, el astro más próximo a la Tierra, pero no hablo cercano en ese sentido; sino la luna, la que hacía cosas, la que sentía cosas y podía entonces ser una nenita como yo. ¿Por qué no? Así la imaginaba, quizá sin notar que yo era una nenita. Como los niños que no tienen conciencia de que son infantes, una reflexión que uno genera más de grande, cuando mira hacia atrás y compara. La lunita era mi par: se baña, juega con un tobogán, come y se atraganta, roba, nada en un charco. Es grande y es pequeña a la vez. No tiene edad pero tiene picardía, tiene un kimonito. Esto me lo cuenta MEW, con una voz llena de ternura de abuela, pero sin ese sutil aditivo de regaño que siempre tienen las abuelas.

Corta las sílabas filosamente, canta con staccatitos para que una canción que es, fundamentalmente, un carnavalito, devele que también puede ser, en esencia, una canción japonesa. MEW canta imitando con su voz el sonido del shamisen haciendo convivir en su melodía el mundo quechua y el nipón, separados, se sostiene, con el poblamiento de América; pero que contienen latente, en sus escalas y en su melancolía, una huella imborrable que los unirá por siempre a pesar de la distancia física y temporal.

Y si hablamos de melancolía, acá tenemos otro indicio que me ayuda a fundamentar que “Canción de...” es más que un cuento cantado o una fábula. Me atrevo a elevarla al pedestal de mito: cómo se explica entonces que escuchar la canción me generara melancolía... ¿de qué? Si ninguna experiencia hasta entonces me había hecho sentir de esa manera, como si algo me remontara a aquella huella imborrable. Se despertó en mí una nostalgia atávica, de ese pasado primordial, real y propio, el de este pueblo mítico aún sin dividir, y de una versión mía, antigua. Quizá la misma lunita me dijera con suma claridad: “Mirá cómo te seduzco, cómo te gusto, cómo te embelesa cada nota de mi melodía, te cautivo y te genero evocaciones, pequeñita”. La canción era el mito y ese acto en Cometa Azul en el año ’86 fue el ritual, y desde entonces “Canción de...” es mi amuleto. La toco en cada show y eso que, quienes me conocen, saben que odio tocar covers (principalmente debido a la facilidad de mi resbaladizo cerebro para olvidarse de todo... ¿ya se los conté?). Cada vez que la toco vuelve a evocar a esa niña y esa certeza de que el amor de mi vida son la música y los relatos, certeza que entró en mí cuando esta canción me capturó y me hizo suya. Es algo que me excede. Una certeza impuesta pero la agradezco, porque es un lugar para recurrir y sanar.

Además, este amuleto me ha acercado y afianzado a mis más queridos amigos musicales. Es un filtro inefable: si alguien entiende el humor y la belleza de mi amuleto, se quedará cerca mío. La compartí sobre el escenario con mucha gente que admiro y quiero y me ha hecho también más humana frente a un público escéptico de mis propias canciones... pero cuando toco esta canción, paradójicamente, es cuando más gusto y cuando más yo misma me siento. Aún más que la criatura de mi propia guitarra, esta canción me recuerda, me reafirma, me vuelve a enamorar y como un mito, todo se rememora, se reactualiza.

La niña y yo somos la misma y en esta canción amuleto el tiempo no transcurre porque, sencillamente, no existe.

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