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Domingo, 17 de febrero de 2013
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Una directora elige su película favorita: Mariela Asensio y Dirty Dancing

El amor es otra cosa

Por Mariela Asensio
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Acabo de ver en YouTube la escena final de Dirty Dancing, ese momento orgásmico en el que Baby y Johnny bailan y exponen su amor sin pudor en la fiesta careta de un centro vacacional. Dos rebeldes enamorados dispuestos a desafiarlo todo. Se me pone la piel de gallina y lagrimeo haciendo fuerza para no llorar. “Qué grandulona imbécil”, pienso para mis adentros y cierro velozmente el explorador. Ok, lo asumo, todavía hoy quiero ser Baby Houseman. Esa chica tonta y algo feíta que se convierte en una bailarina estupenda y se gana el amor de Johnny Castle. ¡Si hasta parece hermosa cuando él la levanta con sus dos manos, generando un plano histórico e inolvidable! Esa chica por la que nadie daba dos mangos, y vaya uno a saber por qué cosas de la vida logró trascender sus propios límites y ser la protagonista de la historia.

Vamos por partes. Corre el año 1987, tengo diez años y mi vieja nos lleva a mi hermano, a mi prima y a mí a ver unas películas al cine. Por ese entonces se veían dos al hilo, ¿se acuerdan? En este caso nuestro menú fue Robocop seguido de Dirty Dancing. ¿Cómo explicarles lo que sentí? Es imposible de traducir. Era tan pibita y aun así ya percibía que una historia como ésa era imposible de vivir en términos de realidad. Mi fanatismo se basó en la pena. La tragedia de saber que nunca iba a conocer a Johnny Castle, porque el tipo no existe. El tipo es Patrick Swayze, un actor casado con otra mina de la que no sabemos ni el nombre, y que no mucho después tuve que ver haciendo de otro en Ghost, la sombra del amor.

Llegar a fanatizarse con lo imposible y considerar que de ese imposible depende tu futuro. Eso presentí a los diez años y hoy, con treinta y cuatro, sigo creyendo lo mismo. Yo quiero el amor extremo, el amor cinematográfico, quiero a Johnny Castle en mi vida y lo quiero ya. Esa es la verdad.

Muchas veces me pregunté por qué hago obras de teatro que siempre hablan del amor trunco. Por qué escribo historias que nunca llegan a buen puerto. El desamor como una obsesión. Ese es el sentimiento que me obsesionó de Dirty Dancing: el desamor. La historia que nunca voy a protagonizar. El hombre que nunca voy a tener. Podrán pensar que soy pesimista, pero el que tenga un amor como el de ellos que se sostenga en el tiempo, que arroje la primera piedra.

Ay, Hollywood y tu tendencia atroz de mostrarnos una perfección que no existe. De obligarnos a creer por el lapso aproximado de dos horas en algo que luego perseguimos la vida entera. Ya quisiera yo ver la parte dos de esta película, en la que ellos conviven y empiezan a odiarse a fuerza de cotidianidad.

Pero no, esa parte dos no existe, y la historia de amor tampoco. La realidad es otra cosa y el amor también es otra cosa.

Para colmo de males, veo hace un tiempo un documental en el que Jennifer Grey cuenta sin el más mínimo decoro que al principio no se lo bancaba a Patrick Swayze. ¿Es necesario destruir de esta manera el imaginario que me guardé a lo largo del tiempo? Y ni hablar de Patrick... ¡que se vino a morir, la puta madre! El tipo se murió joven: por si me quedaba alguna duda acerca de mi propia mortalidad, él vino a demostrarme de un momento al otro que también me voy a morir un día. Y si ese día tengo la suerte necesaria, no voy a sentirme una actriz ochentosa de la que no se supo literalmente nada después de un éxito arrollador, tal como le pasó a Jennifer, a la que hoy en día para lo único que la llaman es para hablar de lo que hizo allá lejos y hace tiempo.

En noviembre del año pasado cumplí años y unos amigos muy cercanos me regalaron el DVD de Dirty Dancing. “Si la vuelvo a ver, me muero”, pensé al instante. Y les juro que es así: si la vuelvo a ver, no sé qué podría pasarme. La posta es que no tuve el coraje de hacerlo. No la vi. Y no creo que vaya a verla de aquí a un tiempo relativamente largo.

Ahora mismo estoy en Mar del Plata, mi marido reside en La Feliz por trabajo todo el verano y yo viaje con mi hijo para hacerle compañía. Acabo de cocinarle unas salchichas con puré, porque hoy a la tarde me dijo que estaba antojado de salchichas... ¿Será eso el amor?

Esperarlo con un plato de salchichas con puré. Viajar a una ciudad a la que nunca vendría en verano y hospedarme a unas cuadras de la Bristol con la única finalidad de hacerle compañía. Tener la certeza de que él también lo haría por mí. ¿Es esto el amor?

La verdad es que no lo sé.

Sólo sé que pasa el tiempo, la gente se casa, se divorcia, los niños nacen, los galanes mueren, las pieles se avejentan, acontecen tsunamis, terremotos, hay peleas, reconciliaciones, éxitos, fracasos, amores no correspondidos, la gente se vuelve a casar, tiene más hijos, se vuelve a divorciar. Y después de todo y más allá de todo, perfecta, intacta y eterna, queda Dirty Dancing. (En esta parte debería empezar a sonar “The Time of my life”.)


Dirty Dancing es un musical moderno y romántico estrenado en 1987. La película, escrita por Eleanor Bergstein y dirigida por Emile Ardolino, obtuvo un gran éxito comercial y es considerada un clásico de la década de 1980. Un famoso profesor de baile y una adolescente se abrazan al ritmo de la música, venciendo las dificultades familiares. La exitosa banda sonora incluyó la canción “(I’ve Had) The Time of My Life”, que ganó el Oscar y el Globo de Oro. Johnny Castle (Patrick Swayze) es un experto profesor de baile y un amante consumado. Baby Houseman (Jennifer Grey) es una idealista e inocente adolescente. Ambos coinciden en un hotel de montaña durante las vacaciones de verano: ella como huésped, él como profesor y bailarín del centro. Cuando la chica ve al bailarín, queda prendada de él a pesar de las diferencias sociales entre ambos, y se forma entre los dos una atmósfera cómplice a través del baile. La película resalta las diferencias entre la clase trabajadora y la media-alta norteamericana, el comienzo de la ruptura de las “normas sociales” y el despertar de la libertad sexual auspiciada por una danza “caliente”.

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